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– ¿Cenamos? -intervino el abuelo, elevando la voz. Agarro a Donna por el brazo derecho y avanzaron hacia la mesa del salón, una amplia pieza, en una de cuyas paredes se extendía un ventanal enorme con vistas al jardín.

Después de que los ojos de Donna se acostumbraran a la penumbra, ésta comprobó que se trataba de un salón tradicional y lujoso al mismo tiempo. La mesa y las sillas eran de madera. Éstas tenían respaldos muy altos, tapizados como los asientos.

La vajilla era de plata y había tres vasos de distintos tamaños y formas entre plato y plato, de aspecto muy frágil.

Piero le indicó su silla y se la corrió con gentileza. Donna se encontró en el medio de uno de los laterales, con Rinaldo justo enfrente de ella. Por suerte, Toni estaba a su lado y le dio la mano por debajo de la mesa, para intentar tranquilizarla, en caso de que estuviera nerviosa.

Donna observó que la silla que había a la derecha de Piero estaba vacía. Entonces, el abuelo dio un ligero silbido y su gato se unió a ellos y ocupó la plaza vacante.

– A Sasha le gusta comer conmigo -explicó Piero.

– ¡Qué dulce! -Exclamó Selina-. Porque tú eres muy dulce, ¿verdad que sí, gatito? -añadió mientras lo acariciaba. Sasha se apartó.

– Dado que ya estamos todos -terció Rinaldo, impaciente-, puede que ya podamos comenzar.

– María apareció. Seguía de negro, pero ahora llevaba un vestido de seda.

– María ha preparado una cena especial en tu honor -le dijo Rinaldo a Donna con una leve inclinación de la cabeza.

– Muy… muy amable de tu parte -replicó Donna, algo ofuscada por la atención.

María llamó a dos sirvientas más, las cuales llenaron de agua las copas más grandes, y las medianas con vino blanco seco. Luego se marcharon para regresar poco después con el primer plato.

Donna había comido en varias ocasiones en restaurantes italianos, pero aquélla era la primera vez que probaba la cocina italiana in situ. Para empezar, había una ensalada con aceitunas, cebolla, ajo, huevo duro y algo parecido a chocolate amargo.

– Sí, es chocolate – Toni se rió al ver la cara de Donna-. Es un truco especial de María. Mezclado con el vinagre, tiene un sabor muy rico.

– ¿Rico? ¡Delicioso! -exclamó Donna.

Cuando María volvió a la mesa para llevarse los platos, Piero le hizo saber la opinión de Donna, para contento de aquélla.

– Grazie, signorina -Dijo María sonriendo a Donna. Luego tomaron unas verduras, más sabrosas si cabe.

Donna no sabía cómo era capaz de seguir comiendo; sin embargo, la pericia de María lograba que ambos platos se compensaran, dejándola satisfecha, pero no saciada.

– Como plato fuerte, María ha preparado cordero asado -la informó Rinaldo-. Piensa que los ingleses nunca se quedan contentos si no toman cordero asado.

Donna nunca había probado un cordero así. Tenía una guarnición de perejil, cebolla y zanahorias, estaba espolvoreado con orégano y romero y, en algún lugar, algo le daba sabor a vino. Más que una comida, se trataba de una obra de arte.

Sirvieron vino tinto para acompañar el cordero. María observó que Donna apenas había probado el vino blanco.

– ¿No te gusta el vino? -le preguntó Rinaldo.

– Prefiero el agua -respondió Donna. La verdad es que, normalmente, sí agradecía una copita, pero prefería no beber alcohol, ahora que sabía que estaba embarazada.

– Parece que prefieres no bajar la guardia -comentó Selina-. Probablemente te sientas como si estuvieras en la guarida de un león.

– ¿Cómo es posible, siendo nuestra invitada de honor? -dijo Rinaldo.

– Puede que porque me recuerdas a un emperador romano -respondió Donna-. ¿No acostumbraban a invitar a sus enemigos a cenar, a colmarlos de honores, para luego… luego nunca volvía a saberse de ellos. ¿Quién sabe lo que les ocurriría?

– ¿Qué dices a eso? -intervino Piero entusiasmado, riéndose-. ¡Un emperador romano! ¿Cuál de ellos? ¿Nerón? ¿Calígula?

– Ninguno de esos -afirmó Donna-. Ellos estaban locos y eran bobos, y estoy segura de que todo lo que Rinaldo hace lo hace con intención, no sin antes haberlo planeado hasta el último detalle.

– Entonces, ¿quién? -insistió Piero divertido.

– Puede que Augusto -sugirió Donna.

– Un diablo frío y sin sentimientos. Ya ves, Rinaldo. Te ha calado a la perfección -señaló Piero-. Pero, ¿Cómo es que sabes tanto de nuestra historia?

– Como verás, abuelo -contraatacó Rinaldo-, también ella lo tiene todo planeado hasta el último detalle.

– Hablas como si la conocieras bien -intervino Selina con voz celosa.

– Eso creo -reforzó Rinaldo.

– Pero yo no la conozco -protestó Selina-. Cuéntame algo de tu vida.

– No hay mucho que contar. Soy enfermera. Conocí a Toni cuando se estrelló con el coche y lo trajeron al hospital en el que trabajo.

– ¡Qué romántico! -Exclamó Selina-. ¿Y os enamorasteis a primera vista?

– Sí -afirmó Toni-. Donna es mi ángel de la guarda particular.

– ¿Y tu familia? -Preguntó Rinaldo-. ¿Qué opina de tu matrimonio?

– No tengo familia -espetó Donna-. Mi madre está muerta y mi padre se marchó de casa hace muchos. Apenas lo conozco.

– Ni siquiera me lo ha presentado -apuntó Toni-. Tengo la impresión de que debe de ser un ogro.

– Bueno, todos tenemos parientes que preferimos mantener ocultos -indicó Selina.

Donna se sintió violenta. Era cierto que no había querido que Toni conociera a su padre. No soportaba el desinterés que éste había mostrado por ella. Pero las palabras de Selina habían sido dichas con doble intención.

– Cierto -afirmó Piero-. Ninguno de mis parientes quiere que nadie me conozca. Soy el secreto mejor guardado de la familia. De toda la vida.

Todos rieron la broma del abuelo y la tensión del momento pasó. Piero sirvió un poco más de cordero a Selina, la cual estaba visiblemente contrariada por haber cesado el acoso a Donna. También Rinaldo la miraba con mala cara, pues, de seguro, entendería que una mujer sin familia no aportaría honor alguno al marido, mientras que para ella todo serían ventajas.

Las sirvientas llegaron y retiraron los platos. Había llegado la hora del café, el cual fue servido en pequeñas tazas de porcelana, y seguido por una copita de licor.

– Y ahora, quiero proponer un brindis -dijo Piero tras ponerse en pie. Rinaldo parecía asombrado y la sonrisa de Selina era totalmente falsa; pero el abuelo no les hizo caso y miró radiante a Toni y a Donna-. Éste es un día feliz; nuestro Toni ha traído a casa a una mujer encantadora, digna de pertenecer a esta familia. Brindo por mi nueva nieta -dijo alzando su copa.

Todos bebieron y Toni sonrió a Donna.

– Y otra cosa -añadió Piero, dirigiéndose a la novia, mientras sacaba una cajita de un bolsillo-. Tengo un regalo para ti: este anillo ha pertenecido a los Mantini durante generaciones. Yo se lo di a mi mujer, y en su dedo permaneció hasta que murió. Según la tradición, el hijo mayor debe entregárselo a su mujer; pero dado que Rinaldo se niega a casarse, te lo doy a ti, querida, para demostrarte que eres una más de nuestra familia.

El abuelo tomó la mano derecha de Donna y le colocó el anillo en el dedo corazón. Era muy bello, de esmeraldas y rubíes un exótico diseño. Donna se quedó sin palabras, no tanto por su valor, como por el valor simbólico de bienvenida. Por un momento, las lágrimas se le agolparon en los ojos. Cuando logró contener la emoción, vio la cara iracunda de Rinaldo, que, sin duda, se debía de sentir robado.

Pero éste logró serenar su furia y en seguida la felicito sonriente. Selina no supo fingir igual de bien, pues, seguramente, lamentaba despedirse de aquel anillo que ella esperaba haber recibido algún día.

El resto de la velada transcurrió con normalidad. Selina se marchó en su nube de perfume, Rinaldo la acompaño al coche, Toni le sirvió otra copa a su abuelo y Donna salió al jardín.