Sin dejar de besarlo, empezó a quitarse el jersey y lo tiró al suelo.
Mala idea porque Mop y Duster lo agarraron y salieron corriendo con él por el jardín. En fin… un jersey perdido. No tenía importancia.
Los faros de un coche iluminaron el porche. Estaba lejos, de modo que no podían verlos. Además, a Phoebe le daba igual. No le quitó la camisa porque se suicidaría si él se resfriaba por su culpa, pero fue directamente a la cremallera del pantalón.
En ese momento, odiaba el mundo que tanto daño le había hecho a Fox. El mundo que hacía que un niño se adosara una bomba al cuerpo, el mundo en el que un niño pequeño moría de esa forma. Era horrible, espantoso, insoportable.
Y se lo dijo con sus besos, con sus caricias. Se lo dijo con las manos, tocándolo, acariciándolo, amándolo con los dedos. Se lo dijo cerrando los ojos y concentrándose en darle todo el amor que había en su corazón, un torrente de sentimientos. No podía curar sus heridas, pero sí podía compartirlas.
Él murmuró una palabra. Su nombre.
Phoebe no podía hacer que olvidase aquel horrible momento, no podía borrar el recuerdo que quizá siempre estaría en su memoria, pero podía tocarlo, conectarse con él. Fox lanzó un gemido cuando su trasero desnudo tocó los fríos escalones.
– ¿Ésta es forma de tratar a un inválido?
– No intentes escapar.
– ¿Estás loca? No querría escapar aunque me fuera la vida en ello. Pero preferiría que no nos detuvieran por escándalo público. Al menos, hasta después.
– Mis vecinos no son niños pequeños. Ni tienen niños pequeños.
– Ah, estupendo -murmuró él, tumbándola sobre el suelo del porche.
Phoebe no llevaba el jersey y las tiras del sujetador se habían bajado como por arte de magia. Los pantalones seguían en su sitio, pero sólo durante un par de segundos porque Fox, una vez motivado, podría dar cursos sobre acción rápida.
Pero se detuvo un momento para enredar los dedos en su pelo, mirándola a la luz de la luna, en silencio. Luego metió la cabeza entre sus pechos, rozando sus pezones con la barbilla, raspándola con su barba, chupándolos tierna, ardientemente.
– Sí, sí -murmuró-. Ahora, Phoebe…
Era Phoebe quien lo seducía, aparentemente… pero era él quien estaba colocando sus piernas alrededor de su cintura, enterrándose en ella, apretándose como si quisiera fundirse con ella. Entonces empezó a moverse… con fuerza, violentamente, en el frío porche, en la oscura noche… y algo se soltó dentro de ella. Algo que no había estado suelto nunca.
Era la furia, pensó. Nunca se había sentido tan furiosa.
Eso tenía que ser.
Los dos rodaron por el precipicio al mismo tiempo. Él dejó escapar un grito de alegría que la hizo reír… pero Phoebe sentía la misma euforia. Nada borraría aquella terrible experiencia suya, lo sabía. Pero en aquel momento, la tristeza era soportable.
El amor era así, lo curaba todo. Y por eso tenía que ofrecerle el suyo.
Con los ojos cerrados y la respiración jadeante, lo besó y lo besó y lo besó. Él la besó y la besó y la besó hasta que sus corazones recuperaron el ritmo normal y un golpe de viento los hizo temblar a los dos… y sonreír. Una sonrisa privada que era sólo de los dos y de nadie más.
Nadie le había sonreído como Fox.
Nadie la había hecho sentirse como Fox.
– Me dejas sin aliento, pelirroja -murmuró él, acariciando su pelo.
– Y tú a mí.
– Vamos a morir de frío.
– Lo sé. Deberíamos entrar y…
– Y vamos a hacerlo. Pero antes tengo que decirte una cosa -Fox sacudió la cabeza, sin dejar de sonreír-. Eres la mujer más sexy que he conocido nunca. Eres mi sueño.
La sonrisa de Phoebe desapareció. Se quedó helada completamente… por dentro y por fuera.
Capítulo 9
Fox dobló la esquina. Delante de él estaba el restaurante Lockwood, tan brillante como el Taj Mahal. Su hermano Harry nunca hacía las cosas a medias.
En una noche primaveral como aquélla, el jardín estaba decorado con cientos de lucecitas y el plato más barato de la carta costaba cincuenta dólares.
Fox aparcó detrás del restaurante, al lado del BMW de su hermano. Afortunadamente, podía entrar en casa de Harry sin que nadie lo viera porque llevaba unos vaqueros viejos y una camiseta de USC, su antigua universidad, que se caía a pedazos.
No había jugado al póquer en años y no lo haría si Phoebe no hubiera insistido. Pero ya que insistía… Fox había sacado del cajón su ropa de la suerte.
Y necesitaba un poco de suerte, pensó mientras subía por la escalera. Pero no con el póquer, sino con Phoebe.
La otra noche estaba convencido de que habían dado un paso adelante después de hacer el amor… ¿Cómo podía negar lo poderoso, lo fuerte que había sido? Incluso para un hombre que nunca había buscado el amor, que no creía estar en una posición en la que pudiera ofrecer amor, Phoebe lo obligaba a recapacitar.
Si no podía vivir sin ella, evidentemente tendría que darse una patada en el trasero y empezar otra vez. Buscarse la vida.
Porque no podía vivir sin ella.
Y tampoco podía vivir sin hacer el amor con ella… preferiblemente cada noche durante el resto de su vida.
Sin embargo, la había asustado. Le había dicho que era la mujer más sexy que había conocido nunca… Eso no era un insulto, ¿no?
Debería haber dicho que era la más guapa, la más buena, la más inteligente, pero lo había dicho con amor, con sinceridad, le había salido del alma. Y podría haber jurado que con Phoebe no hacían falta fiorituras, que lo único importante era hablar con el corazón.
Sabía que tenía un problema con eso del sexo… o, más bien, que pensaba que no era una mujer sexy. Pero ése era el asunto. Los hombres rezaban para encontrar una mujer que fuera desinhibida, una mujer que se excitara tanto como ellos, por las mismas cosas… aunque era difícil.
Excepto con Phoebe. Ella era más que un sueño. Cada vez que se tocaban, le parecía que era su alma gemela, su otra mitad. Había sentido con ella lo que no había sentido nunca con nadie… y, en su opinión, ella sentía lo mismo.
Pero en cuanto hizo ese comentario, Phoebe se quedó como paralizada. Y luego insistió en que la sesión había terminado.
Cuando Fox le preguntó qué demonios significaba eso, ella contestó: «Fergus, pensé que sólo estarías dos horas aquí. Tengo que darle un masaje a un niño esta noche».
Y ése fue el problema. No que tuviera que darle un masaje a un niño, sino que lo llamó Fergus.
Fue como un puñetazo en el estómago.
Fox llamó a la puerta y entró sin esperar respuesta.
– Harry, soy yo.
Pero no podía dejar de pensar en Phoebe. Quería a su hermano y le gustaba jugar al póquer, de vez en cuando. Pero aquella noche habría preferido estar solo. Necesitaba estar solo. Tenía que pensar en Phoebe, tenía que pensar en su vida, en su trabajo. Tenía que tomar una decisión.
Entonces pensó en el ex prometido de Phoebe. Ésa debía de ser la clave del problema, se dijo. Porque si no lo era, estaba metido en un buen lío.
Phoebe se había comprometido a tratarlo durante un mes y el mes estaba a punto de terminar.
Fox sabía, como sabía que era alérgico a las almejas, que cuando terminase el mes, ella desaparecería de su vida… a menos que hiciera algo.
– ¿Harry? ¿Alce? ¿Dónde estás?
El apartamento era más grande de lo que parecía y su hermano no era de los que se privaban de nada. La cocina parecía una exposición de electrodomésticos y en el salón, además de un acuario con peces tropicales, había un bar, una televisión de pantalla plana, un estéreo de última generación…
Pero Harry no estaba allí.
– ¿Alce? -lo llamó de nuevo, dirigiéndose a la escalera.
Su hermano estaba en una especie de despacho que tenía en el piso de arriba. Con una cerveza en la mano. Y una rubia al lado.