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Marcos agarró el cuello de Lucas, de la misma forma que se agarran los cuellos de los koalas a punto de despeñarse. En Australia.

*

Lucas estaba solo delante de la televisión. Eran las olimpiadas, los saltos de longitud. Lucas se divertía como siempre, calculando la distancia de los saltos antes que los jueces. Al final ganó Thompson. Después dudó: no estaba seguro si se llamaba Thompson, o se llamaba Smith, o Reynolds. Pero pensó que no, que claro que se llamaba Thompson, y se acordó del inglés que conoció de joven, que también se llamaba Thompson. Se le ocurrió que el de la televisión podía ser un nieto del inglés. Pero el saltador era negro y el amigo de Lucas pelirrojo, y más tarde se acordó de que lo habían fusilado en Madrid y de que no tenía hijos. Novia sí; novia sí tenía, en su pueblo, en Cardiff, y fue el propio Lucas el que le escribió a la chica, que era pelirroja también. Lucas siguió recordando, y recordó que el pelirrojo no se llamaba Thompson, sino Johnson, y que era un buen chaval y que siempre parecía que tenía el pelo limpio, aunque no tuviéramos tiempo de lavarnos.

– Ha ganado Jackson -le explicó a María cuando entró en la sala.

– Ha ganado Johnson el salto de longitud -le dijo a Marcos tres horas después, cuando llegó a casa.

*

Antes de conocer a Lucas, Marcos no sabía que en el mundo había catorce montañas de ocho mil metros. No sabía dónde estaba Katmandú. No sabía lo que podía ser una cosa llamada Annapurna. Pero nada más conocer a Lucas supo que el Shisha Pangma era el más pequeño de los ochomiles y que tenía una forma curiosa y un peligro importante también; supo que una expedición japonesa pasó de largo al lado de unos colombianos que se morían en el segundo campamento, y supo que alguien había dicho que el Nanga Parbat (8.125 metros) era como una hiena, pero que no se reía y que tenía colores diferentes, y que en eso no se parecía a las hienas.

Lucas llevaba días nervioso; la televisión no hacía más que anunciar un reportaje sobre la última expedición al Shisha Pangma. Y cada vez que veía Lucas el anuncio, llegaba a contárselo a Marcos tres veces.

Al final contagió a Marcos, claro. Y esperó el reportaje con las mismas ganas que Lucas. Pero la víspera del programa Lucas amaneció con dolor de garganta, y con un poco de fiebre, y no pudo mirar al Shisha Pangma con toda la atención que hubiese querido.

*

– Que de joven escribías -le dijo Marcos a María-. Me lo ha dicho Lucas.

– Bueno… -María.

– ¿Y ahora?

– Por favor.

– ¿Por qué por favor?

– Ahora no tengo…

– No vas a tener. Un cuento aunque sea.

– Por favor, Marcos.

*

– He conocido a una chica hoy -dijo Marcos.

María. Ficciones

Aunque se lo explicara, no lo entendería mi madre. «Tonterías», diría. Diría que tengo que estar con ella, «sobre todo ahora», diría. Me diría que ahora que se ha muerto mi padre. Y volvería a decir «tonterías». No lo entendería. Mi madre.

Y yo le seguiría diciendo eso, que tengo que andar en tren, que tengo que probar todos los trenes que pueda. Y para eso, le diría, tengo que salir muy pronto de casa. Hasta tarde. Y que muchos días no vendré ni a comer. Y mi madre no lo entendería, y me diría sólo las gallinas andan así, todo el día fuera de casa. Le tendría que volver a explicar que una vez tuve una especie de impresión en un tren y que tengo que buscar en los trenes. «Porquerías», diría ella, y entonces me arrepentiría de haber empezado a hablar con mi madre, porque es ridículo decir que tuve «una especie de impresión» y porque, aunque lo hubiera dicho mejor, no lo entendería mi madre, y diría «tonterías», o diría «porquerías».

Por eso me he ido hoy de casa. Sin avisar. Ya sé que cuando vuelva vamos a tener fiesta en casa. Me he ido así y todo.

Primero he cogido el tren del pueblo. Pero es demasiado conocido, y moderno. Yo creo que si tengo que encontrar algo lo voy a encontrar en algún sitio raro, pero el tren del pueblo lo conozco mucho y es muy normal.

Se han sentado dos monjas enfrente de mí, y una de ellas quería recordarle a la otra un poema que había olvidado (no sé seguro si era un poema o una receta de cocina). Entonces he querido creer que sentía algo, pero no he sentido. He querido creer. Pero no ha habido ni impresión, ni zepelines, ni nada. Ha sido corriente y ha sido común. Ha sido sin más.

Después he cogido otro tren, el del sur, el que va hasta el final de la provincia. He mirado mucho por la ventana y he pensado, vete a saber por qué, en mis intestinos, en cómo estarían. Cuando en una estación se han ido todos los que estaban en el tren, me han entrado ganas de reír. Y me he reído. Sin sustancia. Entonces ha entrado un hombre joven al vagón, y no he podido aguantarme y me he seguido riendo. Pero menos, claro. El hombre llevaba gafas redondas y se peinaba como hace setenta años, y no tenía en la cara ni granos ni nada. Ahora estoy en casa. Y disfruto recordando el día, aunque no haya servido para mucho al final. Diría que hasta estoy a gusto. Si no fuera por la histeria de mi madre. Desde el baño se la oye menos. Ahora estoy encerrada en el baño. Porque en el baño se oye poco, si se quiere oír poco.

Marcos

Ha sido triste. Entrar a la biblioteca y, como siempre, mirar en todos los estantes, sin orden, de libro en libro, los leídos y los no leídos, y recordar qué era lo que había ido a buscar (Borges, Jorge Luis) y empezar a mirar metódicamente: Bor, Bor, Bor…, y en vez de Borges encontrar «Boralli, Ivan» y extrañarme, porque no conozco a Boralli de nada y porque he preguntado después a gente que sabe mucho de literatura y ellos tampoco, y coger el libro, Los diez anteojos, 1876, y ha sido triste: no porque yo o mis amigos o todas las enciclopedias del mundo o Internet no conozcamos a Boralli, sino porque el hijo de la hija de la hija del hijo del propio Boralli tampoco lo conoce; porque suficiente tiene con saber cómo se reenvía un mensaje de correo electrónico o con recordar el título de un libro escrito por un ex futbolista ex rumano. Ha sido triste, igualmente, sospechar que Ivan Boralli no haya sido más que un estorbo para encontrar lo que estaba buscando (Borges, Jorge Luis).

Luego me he acordado de lo que yo mismo llevo escrito hasta ahora. Y me he imaginado que mi nombre es Ivan Boralli, o algún otro más vulgar; que voy a ser un estorbo más en una biblioteca, dentro de ciento once años. Además, el verdadero Ivan Boralli sería, seguramente, notario de prestigio, y la gente le saludaría con nervios en las piernas, los domingos. Se sabe, por otra parte, que su erudición era enciclopédica y su carisma escandaloso.

Así que he reconocido que estoy diez puntos por debajo de Boralli. De hecho, ser notario son dos puntos, la erudición enciclopédica otros tres y el carisma cinco.

Y siempre que voy a la biblioteca me pasa lo mismo, con Ivan Boralli, con Antanas Dztnik o con Erhard Horel Beregor. Ellos son los viejos y yo soy el nuevo, y me puedo reír de lo que escribieron, y rara vez me contestan.

Pero esa impresión no sólo la tengo en la biblioteca; pienso lo mismo cuando veo astronautas. En ese caso, sin embargo, los astronautas son los nuevos y yo el viejo. Y son ellos los que se ríen de mí, y soy yo el que no puede contestar. O sí.