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Al final no he cogido ningún libro de Borges. Dicen que la nariz de Borges era lo más parecido a una enciclopedia.

Marías. Cartas

Ya lo ha decidido mi padre: voy a ser abogado. Voy a estudiar en Madrid, en una pensión, y voy a tener buenas calificaciones. Después voy a poner un despacho allí mismo, en algún sitio céntrico, voy a trabajar hasta las nueve de la noche y voy a casarme enseguida. Voy a tener cuatro hijos, y un señor, de nombre Pedro, me llamará abuelo antes de que me dé cuenta de que tengo setenta y tres años.

Estoy muy contento, Lucas. Mi vida no tiene agujeros; para eso está mi padre. Pero vamos a imaginar, por un momento, que no me disgustan los agujeros, y que hace tiempo que han debido de marcharse de Madrid las cosas que me gustan a mí. Porque es imposible pensar que en Madrid queden todavía, por ejemplo, ranas. Y eso es lo que me gusta a mí a veces: ir a donde las ranas. Y en Madrid no podría ir a donde las ranas, ni a dónde Juan, ni a donde Tomás, ni a donde ti.

Tú eres un poco igual que yo, y te gusta más hacer regalos que trabajar. Y en vez de hacer muebles para vender, pasas más tiempo haciendo relojes para los amigos, para regalar. A mí también me gustaría cerrar el taller a las seis (o antes), para ir a pasear con Juan, o con Ángel, o con Tomás, o con todos. O, mejor, con aquella chica que conociste el otro día (Rosa creo que se llamaba).

También iría a gusto a Madrid. Pero no así. Algo ya aprendería en Madrid. Madrid es un sitio interesante; no para un abogado, sino para alguien que le guste ir a donde las ranas, porque en Madrid sentiría nostalgia de las ranas, que es la nostalgia más noble. Ya iré algún día a Madrid. No ahora. Ahora he hecho las pruebas para conductor de tranvía.

Lucas. Ejercicios

El mercurio por ejemplo. Imagina una gota de mercurio encima de una mesa de mármol. Luego levanta la mesa y deja resbalar al mercurio. Es como agua pero más perfecto, porque es metal y porque no se seca. Si tiras agua por un cristal, se esparce y se derrite. Y se seca además. El mercurio no. El mercurio es la gota más perfecta que existe. Y aunque el acero sea muy espectacular, el mercurio es más espectacular que el acero, porque es líquido, y frío. El mercurio es una cosa curiosa.

Una vez le hice un reloj de cuco a un cliente. Por fuera era normal. De buena madera pero normal. Lo diferente era el cuco. La mitad era de madera (de haya) y la otra mitad de cristal. La parte de cristal la hice vacía. Después la rellené con mercurio. Quedó elegante. Quedó como para vivir con él. Creo que le gustó al cliente. Era médico. Don Álvaro. El único médico entonces. Hoy todo el mundo es médico.

Tomo demasiadas pastillas. Siete, nueve, diez. Más igual. Todos, todos los días. Unas son rojas y otras son marrones. Otras son blancas y se deshacen en la boca. Tengo la impresión de que me como piedra caliza, con las pastillas blancas. Casi todas las pastillas son desagradables, menos las de las diez de la noche. De un día para otro no soy capaz de acordarme de las horas de las pastillas (tengo un cuaderno). Pero de la pastilla de las diez sí me acuerdo, porque es la de después de estar hablando con Marcos y con María, cuando el día empieza a dejar de ser día, que es como solemos llamar a esa hora en esta casa. La pastilla de las diez es verde y amarilla y, aunque es más grande que las demás, la suelo tragar bastante cómodo.

Marcos nos dijo ayer que quiere encontrar un trabajo un poco más serio. Dice que es economista, que acabó la carrera hace unos años. Y que empezó otra carrera también, pero que la dejó en cuarto curso. No he entendido muy bien por qué dejó la carrera. Roma es agradable. Creo que a don Rodrigo también le gusta. Roma Malo. Dentistas de mucha fama su padre y su abuelo. Don Roberto y don Julián Malo. Roma es pelirroja.

Hoy ha sido la tercera vez que he mojado los pantalones.

María ha dicho que mañana tenemos que ir al médico. Se me había olvidado. Si lo he sabido alguna vez.

5

El día en sí

Fue Marcos el primero en subir al muro. Eran algo más de dos metros. Se puso de pie. De idéntica forma a la que se pondría de pie encima de un muro de algo más de dos metros cualquier persona de treinta y cuatro años. Incluso cualquier persona de treinta y tres años. Después, toda su atención se fijó en el lápiz que llevaba en el bolsillo: quería comprobar si la escalada al muro había roto la punta. Pero la punta estaba intacta.

Después se puso de rodillas y cogió la mano de Roma. Y de haber una sola persona encima de un muro de algo más de dos metros, de piedra, pasó a haber dos personas encima de un muro de algo más de dos metros. Desde allí se veía perfectamente la zona trasera del caserón y una parte del jardín. Decían que era de un político la casa. De un político que respiraba con una máquina cuando no estaba en público y que, cuando estaba en público, decía que no pasaba un fin de semana sin coger la bicicleta y sin subir dos o tres puertos de montaña, y que hacía poco había subido el Galibier, con un amigo y con un belga que tenía una imprenta en Nantes.

Lo raro era que el político estuviera en casa. Iba y venía con la máquina de respirar. En la parte de atrás del caserón había cuatro ventanas. Las cuatro tenían las persianas bajadas. Roma respiró un poco.

Marcos saltó al jardín, sin tener en cuenta la dirección del viento. Se hizo daño en las plantas de los pies. Roma bajó de forma mucho más elegante. Por culpa de la falda seguramente.

El jardín era cuesta y era grande. El objetivo de Roma y de Marcos era el césped de la parte superior. Desde allí se veía todo el jardín. También unos litros de mar. No querían que les viera nadie: Marcos se tiró dramáticamente al suelo y, como en las fotografías de la Segunda Guerra Mundial, se arrastró un poco manchándose mucho. Roma se tumbó encima de él y le mordió la oreja izquierda.

Y fue así como llegaron a aquel trozo de césped de la parte superior de la casa. Y vieron todo el jardín y una banda azul que parecía que quería dar a entender que era la mar o una parte de la mar, y que lo mismo podía ser un toldo o una parte de un toldo (azul). Se sentaron en la hierba, juntos y formales: Marcos sacó el lápiz del bolsillo; Roma papel y una goma de borrar.

Habían entrado allí a jugar. El juego era simple: Marcos escribía, por ejemplo, No hay ambulatorios para los pájaros que van a África. Si Roma veía algún elemento que no le gustaba, lo borraba con la goma. Después introducía alguna novedad, que podía ser Los pájaros que van a África no necesitan tarjetas de crédito. Había veces, sin embargo, en las que la frase quedaba totalmente desfigurada; tal como Los pájaros no necesitan subvenciones del gobierno para llegar a África. Entonces era Roma quien escribía la siguiente frase: Con las plumas de algunos pájaros que van a África se podrían hacer kleenex de lujo. Llegados a este punto, correspondía a Marcos usar la goma de borrar, pero frases así eran imposibles de corregir y lo que hacía era proponer una tercera: Habrá algún pájaro que se enamore de la hiena más fea de África. Roma entonces: Habrá algún pájaro que se enamore dela máquina de Coca-Cola de una calle de la ciudad de Nairobi. Pero Marcos: Habrá algún pájaro de los que vayan a África que tenga alergia a las máquinas de Coca-Cola de las calles de la ciudad de Nairobi y que prefiera quedarse mirando a una especie de lagartija que hace como que baila, encima de la arena o encima de una piedra.