Mucho más cariñosos que las trompetas son, quién va a empezar a negarlo ahora, los violines y los banjos. Pero, claro, no tiene ni gota de categoría decir «Yo escucho, sobre todo, música celta». Y mucho menos si, acto seguido, se nombran tres o cuatro cantantes antiestéticos, todos vivos además. Pero casi nadie conoce el libro que escribió Robert McKenna en 1926. Lo único que hizo Robert McKenna en su vida fue tocar el banjo (una vez cantó), y, ya de viejo, escribir un libro. Y la pena es que no escribiera diez. Cada cuatro o cinco páginas, McKenna escribía esto (siempre igual): «He visto gente escuchando música. He visto gente que no muere. Como si no fuera lo mismo».
Lucas se está haciendo pequeño. Está muy mal. Tiene los ojos absorbidos. Está tranquilo así y todo. Está convencido de que ésa es su obligación: estar tranquilo, ir enfermando poco a poco y morirse. También está convencido de que tiene que recordar cosas. Cada vez recuerda más cosas. Recuerda a Rosa y recuerda cosas que no ha visto nunca.
Lucas. Ejercicios
Las polillas son mejores que los japoneses. No todas, claro. Pero algunas polillas son mejores que algunos japoneses. La gente piensa que la gente siempre es mejor que los insectos. Sólo porque son gente. Pero no suele ser. Los murciélagos, por ejemplo, son bastante mejores que las personas. Las polillas no son tan buenas como los murciélagos o como las tortugas, pero sí mejores que algunos japoneses.
La gente ha tratado mal a las polillas. No hay más que coger la enciclopedia. Tres líneas para decir qué es una polilla y cuatro líneas para explicar los daños que hace la polilla a las personas. Otras tres líneas más para contar las maneras más espectaculares de matar una polilla. Nueve líneas en total. Que estropea las ropas, que se come los libros. Mentira. Las polillas no comen ropa. Son las larvas de las polillas las que se comen los jerséis y las que se comen las fajas. Quiero decir que puede que de jóvenes hagan las polillas alguna barrabasada, pero que luego se arrepienten, y que a una polilla adulta (a una polilla que puede ser ya incluso padre de familia) ni se le ocurriría comerse, por ejemplo, el sujetador de una chica joven. Ni de una chica vieja.
Pero no todos los animales son buenos. El cuco, por ejemplo, es bastante malo. Yo he hecho relojes de cuco. Porque le vi cosas buenas al cuco. Y seguramente tengan cosas buenas y cosas malas los cucos. Por eso pienso que algunos japoneses son como los cucos. Eso lo he podido comprobar hace poco. La cosa es que había una expedición japonesa en el campamento base. De un ochomil. Y que empezaron a subir y que bastante arriba encontraron otra expedición, polaca o suiza, y que uno de los de esa expedición estaba medio muerto, y que los compañeros no le podían bajar, y que les pidieron ayuda a los japoneses, y los japoneses que no, que no iban a bajar a nadie, que ellos habían ido a subir, no a bajar, y que no iban a perder el tiempo.
Esos japoneses son peores que las polillas. Los demás no sé.
8
Hay reptiles en Borneo que nacen y mueren sin tocar la tierra. De árbol en árbol. Por miedo a las serpientes.
El día en sí
Estoy cansado le dijo Lucas a Marcos. Marcos le preguntó por qué y le dijo no puedes estar cansado todo el día en la cama. Así mismo le dijo Marcos, que no podía estar cansado todo el día en la cama, y se rió. También Lucas se rió, pero solamente para empatar con Marcos. Y le dijo que no, que no era eso; estoy cansado, quiero decir que estoy como para morirme ya, y siguió diciendo que era conveniente que se muriese ahora, no anteayer o ayer, tengo que morirme ahora. Marcos le preguntó por qué lo sabes tan seguro. Lucas dijo que lo sabía y después dijo que lo sabía bien, porque me da igual, porque parecido voy a estar vivo que muerto, muerto mejor igual, porque sin dolor y más tranquilo. Marcos le preguntó dónde le dolía. Lucas empezó a decir de dónde vienen tantas polillas, y se quedó callado, y luego dijo hay cientos. Marcos no veía polillas, pero Lucas le dijo dile a Rosa que venga, que tiene que ver este espectáculo, porque la mayoría de las polillas son normales, pero algunas tienen las alas rojas, y el rojo es el color preferido de Rosa.
María se acercó a la habitación de Marcos. La puerta estaba abierta, y Marcos tenía en las manos un libro blanco, en un sillón azul. María se quedó quieta, sin decir nada, hasta que Marcos se dio cuenta.
– Voy a la calle -dijo María.
Pensó un poco y dijo lo que realmente quería decir.
– Acabé el cuento ayer.
– ¿Y? -Marcos.
– Acaba en un puente. Puede que en París.
– ¿Conoces París?
– No, pero he leído muchas veces París.
Marcos le pidió el cuento, que lo quería leer. María le dijo que lo cogiera él mismo, encima de la mesilla. Luego fue al cuarto de Lucas. Estaba dormido.
Una vez en la calle, empezó a pensar María en lo que había escrito, y le empezaron a no gustar algunas cosas del cuento que había acabado hacía, exactamente, 27 horas y 13 minutos.
Cuando subió al avión, Marcos se acordaba, cómo no, de Lucas. También cuando bajó del avión. Pensaba que era una locura haber ido a Nepal, pero que ya estaba allí y que no había más que hablar.
Al entrar en la habitación del hotel, se dio cuenta Marcos de que había olvidado una cosa: no se había fijado en el cielo de Nepal. Porque ése era, precisamente, uno de los encargos de Lucas, que se fijase en el cielo de Nepal.
Abrió la ventana entonces. Y se quedó mirando al cielo. Estuvo mucho tiempo pensando cómo le iba a explicar aquel cielo a Lucas. Pensó que el cielo era azul y era negro al mismo tiempo; es decir, que tenía miles de puntos azules y miles de puntos negros, mezclados, sin miramientos. Era difícil de decir. De hecho, aunque tuviera muchos puntos negros, era un cielo claro el de Nepal.
Cuando decidió que ya había visto el cielo, bajó la vista y vio un pelo en su brazo. No podía ser suyo. Ni de ningún nepalí. Porque era rojo. Tampoco había azafatas pelirrojas en el avión. Sería de Roma. Y cuando se convenció de que era de Roma, se lo envolvió en el dedo cinco o seis veces; luego, aprovechando que era un pelo largo, lo dobló hasta hacer dibujos retorcidos y bastante rojos, y estuvo otros veinte minutos jugando con el pelo, acordándose de Roma, para guardárselo después en el bolsillo del pantalón, muy despacio, en Nepal, en Katmandú.
Para el cumpleaños de Lucas se habían reunido Marcos, Roma, el hermano de Roma, la hermana de Roma, María y el propio Lucas. Pusieron una tabla encima de la cama de Lucas, y encima de la tabla patatas, queso, trozos de chocolate. El primer intento se frustró enseguida, porque Lucas no tardó en pegar con las rodillas en la tabla y tirar todo al suelo. Recogieron rápidamente todas las cosas de comer pero, así y todo, tuvieron que segregar varios pelos de los trozos de chocolate, y los tacos de queso confraternizaron hasta tal punto con el polvo del suelo que nadie, a pesar de los ruegos y las promesas, pudo volver a separarlos.
Todos los invitados se sentaron alrededor de la cama y empezaron a comer como peces. Antes de meterse nada a la boca, lo frotaban varias veces; no porque tuvieran la costumbre de venerar la comida, sino para librarse de algún hectogramo de porquería. A pesar de todo, la conversación era entretenida, y el hermano de Roma hablaba mucho y contó su problema. Y su problema era que si se quedaba mirando a un sitio vacío, a una pared sin cuadros, por ejemplo, o al techo, y si seguía mirando un tiempo sin pensar en nada, empezaba a ver cosas; veía, por ejemplo, enterradores jugando al ajedrez o moscones contando argumentos de películas.