– No, yo no: mi padre pasa muchas horas fuera de casa.
«Frío», pensó Lucas en el ventanal de casa.
«El calor no es sólo calor», pensaba María en verano. «El calor es dar un paso y empezar a sudar, y sentarse en el sofá, sin fuerza ni para suspirar, o cansarse después de leer cuatro páginas de una novela, y dejarla, y levantarse del sofá para ir a la cocina, y empezar a sudar otra vez.» El calor es la bufanda del niño que se preocupaba por la situación económica de Marcos.
Cuando más sufría María era cuando Lucas se ponía la gabardina, en verano. A pesar de todo le hacía gracia. Lucas enrojecía y empezaba a sudar. «Luego va a refrescar, Rosa», le anunciaba entonces a María, «Nevar va a hacer», le quitaba María la gabardina. Luego le decía que claro, que todo el mundo sabe que la nieve y el viento sur siempre han venido juntos.
Por eso esperaba María el día del cambio de estación. Debía ser un día oscuro, desde la mañana hasta la noche. Con viento feo y con lluvia. Entonces volvía a respirar María.
Ese día llegó el siete de septiembre, como podía haber llegado el veintiocho de agosto. María pasó cuarenta y tres minutos peinándose. Se puso tres sortijas y un collar. Los pendientes de su madre. Parecía que tenía los ojos pintados; los labios no. Se puso un sostén blanco, por primera vez en mucho tiempo. Y unos zapatos bastante nuevos. La blusa de la última boda (de hecho «Fue una boda bonita, eh, Lucas», «Yo no fui») y una falda gris y larga.
Nunca tuvo María demasiada habilidad para manejar el paraguas. En las escaleras de los arcos se acordó de Lucas: cuánto le costaban aquellas escaleras. Cada día más. Pensó María entonces que por eso hablaba Lucas tanto de los montes y de las expediciones a los montes. María todavía. Gracias a Dios.
Pero María tenía que estar pendiente ahora de lo que había salido a hacer. Cuando llegó a la plaza de los arcos, se paró frente a la puerta de la biblioteca. La puerta de la biblioteca era blanda; un poco húmeda también. Entró y, en el mismo portal, encontró tres flechas: biblioteca nueva, biblioteca antigua y bibliotecarios.
El bibliotecario era un futbolista de ojos azules. Estaba delante de un ordenador.
– Rulfo, Juan -pidió María, nerviosa; un poco nerviosa.
Escribió en el ordenador. Cuando apareció la información en la pantalla:
– Sólo tenemos dos -dijo el bibliotecario, como si la culpa fuese suya.
– Ése -señaló María uno de los dos.
Sacó Marcos la guitarra de la funda y empezó a tocar la canción que tanto no disgustaba a Lucas. En medio de la carretera. Los coches pitaban convencidos de pitar, un hombre le insultó desde la acera, se acercaba ya un municipal, de luto y amarillo, convencido de que era Marcos persona de malvivir. Aun así tocó la canción para Lucas, y tocó: por las paredes ocres, y luego tocó se desparrama el zumo, y un poco después de una fruta de sangre, y después cantó debe ser primavera, entre otras cosas que también tocó.
Lucas abrió la ventana para poder escuchar. Hasta que empezó a toser. Cerró Lucas la ventana, y Marcos corrió hacia la estación.
De hecho, iban a pasar los ciclistas por el pueblo. Los profesionales. «El ciclismo es cosa antigua», solía decir Lucas, «más antigua que el atletismo, mucho más antigua». Lucas les tenía cariño a todos los ciclistas; también a los que les lloraba la bicicleta en plena carrera. Sobre todo a ésos. A los que llegaban fuera de control, a los que quedaban en el puesto setenta y siete de ciento veinticinco. A los que subían el Tourmalet en el primer grupo de escapados y al bajar se rompían la cabeza y se tenían que meter en el coche del director. A los que burlaban a las cámaras de televisión, como si las cámaras de televisión no se mereciesen otra cosa que ser burladas por un ciclista.
De hecho, los ciclistas profesionales iban a pasar por allí mismo. Y Lucas quería ver. Los mismos que se ahogaban en los puertos de la televisión.
Fue Marcos quien avisó a Lucas: que los profesionales pasan muy rápido, no como en la televisión; que la televisión engaña. Que no iba a ver más que sudor y ruido. A Lucas le daba igual. María le dijo que el calor no le hacía bien, y que los ciclistas siempre llegan tarde, sobre todo en verano, y que iba a tener que estar esperando, cincuenta minutos igual, al sol.
Todo eso se lo dijeron mientras Lucas se ataba el segundo zapato.
– ¿Vienes, Marcos?
No respondió. Marcos prefería un libro y sombra. Con aquel calor, en julio. Lucas fue solo a ver la carrera.
Era todavía demasiado pronto para ir a ver a los ciclistas. Fue antes a la zona de la estación, a pasear. Empezó a dar la vuelta a la estación, para pasar el rato y para recordar el sueño de la víspera. Necesitaba veinticuatro minutos para dar la vuelta a la estación, y pasar túneles, y esperar si estaban las barreras bajadas, y andar entre zarzas. La estación lo que hacía era dividir el pueblo: la parte de arriba y la parte de abajo. No recordó el sueño, pero pensó que aquélla era la vez número 27.442 que daba la vuelta a la estación. Había empezado con veintiocho años a contar las vueltas que daba a la estación, y eran 27.442 hoy. Sin Rosa ahora.
El calor le sentó en un banco. Desde allí veía el túnel de la estación. Y aquel túnel era el beso de Rosa y «otro, Rosa» y «no, luego, en casa» y esa dosificación de besos: siempre a falta de un beso, y «está oscuro, Lucas» y «mejor» y «no, aquí no, Lucas; luego». Nunca besos de sobra; dosificando siempre Rosa.
«Tengo que irme», le dijo Lucas a Rosa. No estaba convencido del todo, «van a pasar los ciclistas profesionales por la cuesta de la playa».
Había muy poca gente en la cuesta de la playa. El sol era de mediodía. A las cinco de la tarde.
– ¿Qué? ¿Ya vienen? -preguntó Lucas.
– ¿Quiénes? -le contestó un joven de setenta y siete años.
– Los carreristas -Lucas.
– Pero hombre… en Moscú pueden estar ya los carreristas.
Lucas pensó que se iba a disgustar más. Pero no. Por un momento le dio pena no haber visto la carrera, pero inmediatamente se acordó de que pronto llegaría a casa, con calor o sin él, sudando casi seguro, y de que allí estarían Marcos y María, y de que llegaría la noche delante de la televisión. Refrescaría entonces, y les volverían las ganas de hablar a los tres. Por eso no se disgustó Lucas, porque sabía que les iban a volver las ganas de hablar, con la noche.
Vio entonces la punta de algo rojo en el arcén de la carretera. Fijó el bastón en el suelo, con ganas. Le explotó la primera gota de lluvia en la mano. Puso la rodilla izquierda en el suelo. La otra después. Separó la mano del bastón, dirección arcén. Cogió la punta roja. Era un botellín de ciclista. De ciclista profesional. Le hizo ilusión. Lo iba a poner en la vitrina de la sala. «Es para poner en la vitrina de la sala.»
Cuando el día empieza
a dejar de ser día
Al seguir encendida la televisión, no era tan difícil que los ojos de Marcos, de María y de Lucas se dirigiesen hacia ella; siempre si se tiene en cuenta que el sofá y la televisión estaban colocados en paralelo.
Lucas pensó al principio que eran imágenes del parlamento lo que estaban viendo pero, tras una reflexión, no por corta asistemática, se dio cuenta de que eran las pruebas de gimnasia de las olimpiadas. Había gimnastas ucranianos y de otros tipos.