Marcos se imaginaba a los gimnastas con la edad de Lucas, dando vueltas alrededor de la estación de Grozni. Después los imaginaba dentro de ciento cuarenta años. Para entonces sólo quedarían tres o cuatro nombres: Bilozertchev, Vitali Chtcherbo, Boginskaia. Y se imaginaba, del mismo modo, a un periodista que estuviera escribiendo la historia de las olimpiadas, preguntando a otro: «Oye, ¿cómo se escribe Biloserchef?».
Lucas, María y Marcos intentaban acertar las puntuaciones que les iban a dar los jueces a los gimnastas. Ése era el juego: 9.676, 9.401, 8.294 («ése también se cayó ayer»).
Cuando salió el favorito en anillas, se oyeron aplausos de cómo no va a ganar, mírale. Sergei Stajanov agarró las anillas con ayuda del entrenador. Abrió los brazos, lentamente y con sosiego, hasta completar la figura del cristo. Aguantó trece segundos: 13. Después soltó las manos con tranquilidad y, sin haber acabado el ejercicio, cayó al suelo; lentamente y con sosiego. No quería volver a ganar. Tenía demasiadas medallas ya.
El comentarista de televisión dijo tres signos de exclamación, sin palabras:!!!; luego dijo: «¿Qué ha hecho?», mientras Sergei Stajanov sonreía con las pestañas y un poco con la boca. «Es inaceptable la actitud de Stajanov; es vergonzoso», decía en el micrófono. Mientras Sergei Stajanov sonreía con las pestañas y un poco con la boca.
Lucas pensó que tenía envidia de Sergei Stajanov. Marcos pensó que también.
– ¿Dónde está Lucas, María?
– Escribiendo.
– ¿Para qué?
– Para la cabeza.
– Hoy hemos estado en casa del alemán, Matías -le dijo Lucas a Marcos. Marcos miró a María: quién es Matías, qué dice Lucas. María le dijo que tranquilo, que Matías era un amigo de Lucas, vino que conducía tranvías. Luego le dijo que no le hiciese mucho caso y que dijese a todo que sí-. Le han traído una cámara de retratar al alemán, desde Alemania. Tomás y yo hemos estado. En el chalet del alemán. Y ya sabes cómo es el alemán.
Lucas se quedó callado mirando a una polilla.
– … y ha dicho que teníamos que hacer fotografías. Ya sabes cómo es el alemán. Hemos hecho un retrato normal, mirando al frente, fijándonos en las cosas que estaban detrás de la cámara, que eran bastante raras, porque estábamos en casa del alemán. Luego hemos hecho otra fotografía no tan normaclass="underline" mirando para atrás y con los pantalones en el suelo. Ya sabes, el alemán. Nos ha dicho que le va a mandar el retrato a la señora Eulalia. Y ya sabes cómo es la señora Eulalia.
– Ha sido el médico el que le ha dicho a Lucas que escriba -le explicó María a Marcos-; como si fuera un ejercicio, para que no pierda tan rápido la cabeza.
María entró en la sala de una manera común, por debajo del marco de la puerta, sobre sus piernas, como si fuera mortal. Allí encontró a Marcos y a Lucas. Planteó al menos tres cuestiones, cortas y con rapidez. Pero para cuando Lucas y Marcos arrancaron su atención de la televisión y la transportaron hasta María, había acabado ésta de hablar y entraba en la cocina. Volvieron a mirar Lucas y Marcos a la televisión y vieron dos chechenos y tres metralletas.
– He conocido a una chica hoy -dijo Marcos.
Lucas. Ejercicios
Ahora me cuesta mucho levantarme del sofá. Me traga el sofá, porque es viejo y es blando, y después me cuesta mucho salir de allí. Pero últimamente suele estar Marcos, y primero se levanta él y luego me ayuda a mí. Y luego me dice que el sofá tiene que estar muerto de hambre para tragarse una cosa tan amarga como yo.
A Marcos le miro con envidia. La verdad es que todo lo que miro ahora lo miro con envidia. A Sergei Stajanov también, y a los escaladores, y a los niños que se caen por las escaleras. Y se me empieza a ocurrir que si Dios empezase a jugar a quitar años a la gente y me quitase cincuenta o sesenta años, lo primero que haría sería coger la bicicleta. Sería coger la bicicleta para ir a Irlanda a andar en la hierba que es como un colchón de hierba. Eso parece en la televisión. También podría ir a Praga o a Belgrado o a cualquier ciudad que sale en los telediarios, porque el tráfico parece más modesto que aquí. Y Rosa estaría viva, claro, y le cogería la cintura para bailar hasta ahogarnos. Algún vals y algún tango. Los pulmones nos aguantarían una hora más o menos. Luego nos iríamos a la habitación, y Rosa no me diría que no, después de haber estado tantos años muerta. Tienen que ser bonitas las habitaciones de los hoteles de Praga. Y se nos pegarían las sábanas al sudor del baile. Y haríamos un poco más de sudor nuevo.
También a Matías le gustaban mucho las chicas. Todas. Pero no tenía suerte. Marga se le marchó con uno de fuera. Marga era un vicio de chica. Todos queríamos un poco a Marga, pero sólo paseaba con Matías. Matías era el que le olía los perfumes desde más cerca. Hasta que se marchó con el holandés. Era un holandés que tenía los pies minúsculos. Matías se murió sin casarse, con cientos de ansias. Tomás sí. Tomás se casó. Pero se casó flojo. Y todavía estará casado, si no se ha muerto.
Hoy ha hecho un bochorno malo. He sufrido un poco, pero creo que aguanto mejor que de joven. Se conoce que nos hemos acostumbrado al calor. Ya no somos como vikingos. Sobre todo porque los vikingos no mojan los pantalones. Yo los he mojado hoy. No le he dicho nada a María. Cuando se ha enfriado el líquido he estado bien a gusto. Por eso no le he dicho nada. Me he cambiado de calzoncillos cuando ha salido a la calle. Pero creo que me los he puesto mal. Creo que he metido las dos piernas por el mismo agujero. Ahora siento una presión bastante antinatural en la entrepierna.
No me gusta el puré.
Marcos
Dicen que Proust se acostaba por la noche y pasaba mucho tiempo pensando. Yo también paso mucho tiempo pensando en la cama. Y pienso, por ejemplo, que leo demasiado. O pienso, siguiendo el pensamiento anterior, que cuando era pequeño había, gracias a Dios, cosas que no entendía: en las casas abandonadas, en los cementerios de elefantes, en los cerebros de los médicos. También en los acentos de las palabras. También en los tipos de estrofas. Y es así que de pequeño no tenía necesidad de pensar; era fácil todo. Mi forma de existir se dividía en dos: 1) las cosas reales (los juegos, las matemáticas, los fantasmas de los dibujos animados) y 2) las cosas que no entendía. Y por eso no tenía que pensar de pequeño; porque sabía que no iba a entender las cosas que no entendía. No entendía y disfrutaba sin entender. Y las explicaciones que dábamos a las cosas que no entendíamos eran más sencillas que las reales, o más complejas, pero arbitrarias siempre, y precarias también, y se podía dar una explicación a las cinco de la tarde y cambiarla a las nueve, justo antes de irnos a cenar y de decir en casa que habíamos estado en casa de Miguel y que había fresas para postre en casa de Miguel y que no tenían mala pinta, como queriendo decir que no habíamos comido fresas desde el verano anterior.
Pero luego empecé a leer. Leía todo lo que decía la gente que había que leer. Y se me empezaron a deshacer las cosas que no entendía. Quiero decir que empecé a entender las cosas. Y me echaron a perder aquella seguridad que yo tenía (cosas reales/cosas que no entendía). Pero a pesar de explicarme lo que no quería que me explicaran y de echarme a perder aquella seguridad, no me dieron una nueva seguridad. Y eso no puede ser. Eso no es de personas.