Ted Bigland afirmó:
—Habría sido extraordinariamente feliz si la enfermera la hubiese dejado en paz. Me refiero a la enfermera Hopkins. No hacía más que imbuirle ideas absurdas. Quería que fuese a Londres para aprender a dar masaje.
—Ella le había tomado cariño a Mary, ¿verdad?
—Sí, desde luego; pero es de las que creen que saben siempre lo que le conviene a cada uno.
Poirot preguntó, recalcando las palabras:
—Supongamos que la enfermera supiese algo que redundase en descrédito de Mary Gerrard. ¿Cree usted que se lo callaría?
Ted Bigland le miró con curiosidad.
—Temo no haberle comprendido bien, señor.
—¿Cree usted que si la Hopkins supiese algo en contra de Mary Gerrard se lo callaría?
Ted afirmó, ceñudo:
—Dudo que esa mujer sea capaz de callarse algo. Es la chismosa más grande de todo el pueblo. Pero si guarda silencio por alguien, puede apostar que no lo hará más que por Mary Gerrard.
Hizo una pausa, y añadió, impelido por la curiosidad:
—Me gustaría saber por qué lo pregunta.
Hércules Poirot replicó:
—Hablando con las personas, llega uno a formarse cierta impresión de su carácter. La enfermera Hopkins es, según las apariencias, una mujer franca y comunicativa. Pero tuve la sensación de que me ocultaba algo. No quiero decir que sea necesariamente una cosa, de importancia. Tal vez no tenga relación alguna con el crimen; pero hay algo que ella sabe y que no lo ha dicho. No sé por qué, presumo que es algo que perjudica o menoscaba el honor de Mary Gerrard...
Ted Bigland movió la cabeza tristemente.
—Siento no poder serle útil en eso, señor.
Hércules suspiró:
—Bien. Ya lo sabré con el tiempo.
6
RODDY RECUERDA
Poirot contemplaba con interés el rostro largo y sensitivo de Roderick Welman.
Los nervios de Roddy se hallaban en un estado lamentable. Temblábanle las manos, tenía los ojos inyectados en sangre, la voz ronca e irritada.
Dijo, mirando la tarjeta:
—Conozco su nombre, monsieur Poirot. Pero no veo qué es lo que el doctor Lord cree que puede hacer en este asunto. Además, ¿qué le importa a él todo esto? Atendió a mi tía; pero, por otra parte, es un extraño para mí. Elinor y yo no lo conocimos hasta que fuimos allí, en junio. Creo que Seddon es el más indicado para ocuparse de estos asuntos.
Hércules Poirot se inclinó:
—Técnicamente es lo correcto.
Roddy continuó con tristeza:
—No es que Seddon me inspire mucha confianza. ¡Es tan pesimista!
—¡Es la costumbre de los abogados!
—Hace poco hemos escrito a Bulmer. Se dice que es de lo mejorcito que hay.
Poirot afirmó:
—Se le considera como el abogado de las causas perdidas.
Roddy entornó los ojos, disgustado.
El detective añadió:
—Supongo que no le molestará que intente ayudar a miss Elinor Carlisle.
—Claro que no. Pero...
—Pero ¿qué podré hacer yo? ¿No es eso lo que iba usted a decir?
Una sonrisa iluminó el rostro de Roddy. Una sonrisa tan encantadora, que Hércules Poirot comprendió entonces la sutil atracción de aquel hombre.
Roddy dijo, en tono de excusa:
—Tal vez le parezca algo rudo. Pero, en realidad, ésa es la cuestión. ¿Qué podrá usted hacer, monsieur Poirot?
—Busco la verdad —dijo.
Roddy murmuró en tono de duda:
—Bien.
—Quiero descubrir los hechos que beneficien a la acusada.
Roddy suspiró.
—¡Si lo lograse!
—Lo deseo con toda mi alma. ¿Quiere usted allanarme el camino diciéndome lo que piensa en realidad de este asunto?
Roddy se levantó y empezó a pasear nerviosamente por la habitación.
—¡Cada vez que lo pienso me parece tan absurdo! ¡tan fantástico! ¡La mera idea de que Elinor, a quien conozco desde que éramos niños, haya hecho una cosa tan melodramática como envenenar a alguien...! ¡Oh, es para reírse! Pero ¿cómo podríamos explicar eso al Jurado?
Poirot preguntó, estólido:
—¿Cree usted entonces imposible que lo haya hecho miss Carlisle?
—¡Claro que lo creo! Elinor es una criatura exquisita física y moralmente. La creo incapaz de cometer una violencia. Es intelectual, sensitiva y desprovista de pasiones. Pero ¡Dios sabe lo que opinarán de ella los doce gordinflones sin seso que componen el Jurado! Aunque, seamos razonables, ellos no están allá para juzgar el carácter, sino para considerar las pruebas. ¡Hechos, hechos, hechos! Y los hechos le son desfavorables.
Hércules Poirot asintió pensativamente:
—Usted, mister Welman, es una persona de sensibilidad e inteligencia. Los hechos acusan a miss Carlisle. Usted, que la conoce, sabe que es inocente. ¿Qué sucedió entonces? ¿Qué es lo que pudo suceder?
Roddy extendió las manos, desesperado.
—Eso es lo terrible. Supongo que la enfermera no pudo hacerlo.
—No estuvo ni un momento junto a los emparedados. He practicado indagaciones minuciosas. Y no pudo envenenar el té sin envenenarse ella también. Estoy seguro de ello. Además, ¿por qué había de desear la muerte de Mary Gerrard?
Roddy exclamó:
—¿Y quién pudo desearlo?
—Ésa —dijo Poirot— es una pregunta que todavía carece de respuesta. Nadie podía desear la muerte de Mary Gerrard —y añadió para sí: «Excepto Elinor Carlisle»—. Si pudiéramos probar que no fue asesinada... Pero, por desgracia, lo fue.
Añadió, ligeramente melodramático:
—...pero yace fría y sola en su sepulcro helado.
—¿Qué? —preguntó Roddy.
Hércules Poirot exclamó:
—Es de Wordsworth. He leído mucho de él. Esas líneas expresan lo que usted siente, ¿verdad?
—¿Yo?
Roddy parecía una esfinge.
Poirot dijo:
—Le presento mis excusas... Créame que lo siento profundamente. Es una cosa terrible... ser un detective y, al mismo tiempo, un pukka sahib... Como dicen ustedes tan gráficamente, hay cosas que no deben decirse jamás. Pero, desgraciadamente, un detective está obligado a decirlas. Tiene que hacer preguntas desagradables sobre asuntos privados..., sentimentales...
Roddy preguntó:
—¿No cree que eso es innecesario?
Poirot respondió con humildad:
—¡Si fuera capaz de comprender algo! Pero no creo que podamos pasar eso por alto. Además, todo el pueblo sabía que usted admiraba a miss Mary Gerrard. ¿No es verdad, mister Welman?
Roddy se levantó y apoyóse en la ventana. Dijo:
—Sí.
—¿Estaba enamorado de ella?
—Creo que sí.
—Y ahora está desconsolado por su muerte.
—En efecto, monsieur Poirot, lo estoy.
Hércules Poirot prosiguió:
—Si se expresara usted con claridad terminaríamos en seguida.
Roddy Welman tomó asiento de nuevo. No quiso mirar a su interlocutor. Habló entrecortadamente:
—Es difícil de explicar. ¿Es forzoso?
Poirot arguyó:
—No siempre se pueden dejar a un lado las cosas desagradables que nos depara el Destino. Usted dice que cree que estaba enamorado de esa muchacha. ¿No está seguro?
—¡No lo sé! ¡Era tan encantadora! ¡Como un sueño! Eso me parece ahora: ¡un sueño! ¡Cuando la vi por primera vez, después de tantos años, parecía una visión irreal! ¡Me encapriché de ella! ¡Fue una especie de locura! ¡Ahora todo ha terminado! ¡Como si no hubiese existido más que en mi fantasía!
Poirot asintió en silencio. Dijo tras una pausa:
—Comprendo —y añadió luego—: ¿No estaba usted en Inglaterra cuando murió?
—No. Me marché al extranjero el nueve de julio y regresé el primero de agosto. El telegrama de Elinor me siguió en mi trayecto. Me apresuré a venir a casa cuando lo supe.