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Poirot dijo:

—Debió de ser un golpe tremendo para usted. No tengo la menor duda de que amaba de veras a la muchacha.

Roddy exclamó con un matiz de amargura y desesperación:

—¿Por qué me han de ocurrir estas cosas? ¡Y suceden contra los deseos más íntimos, hundiendo todas nuestras esperanzas!

Hércules Poirot declaró:

—¡Ésa es la vida, mon ami! No le permite otorgar testamento si pretende hacerlo. No le deja escapar a la emoción, ni vivir con arreglo a un orden establecido, ni razonar. No se puede decir: ¡Con lo que tengo me basta! ¡Ah, no, mister Welman, la vida no es razonable!

Roderick Welman murmuró:

—Así parece.

—Una mañana de primavera, un rostro de mujer, y nuestra existencia sufre un cambio brusco.

Roddy hizo una mueca, y Poirot prosiguió:

—...A veces es algo más que un rostro. ¿Qué sabía usted de Mary Gerrard, mister Welman?

Roddy declaró:

—¿Qué sabía? Muy poco, en realidad. Ella era atractiva, buena, cariñosa... No sé nada más, nada en absoluto. Tal vez por eso no la echo de menos como debiera.

Su antagonismo, su resentimiento, habían desaparecido. Hablaba con sencillez. Hércules Poirot le tenía ya a su merced. Roddy parecía experimentar cierto alivio al despojarse de su carga sentimental. Dijo:

—Era dulce, gentil. No muy inteligente. Sensitiva y bondadosa. Poseía cierta distinción, rarísima en las muchachas de su clase.

—¿Pertenecía a ese género de mujeres que se crean enemigos inconscientemente?

Roddy denegó con violencia:

—No, no. Es imposible que nadie la odiara. Envidiarla, tal vez.

Poirot se apresuró a preguntar:

—¿Envidia? ¿Cree usted que la envidiaban?

Roddy dijo, inconsciente:

—Aquella carta lo demuestra.

Poirot inquirió:

—¿Qué carta?

Roddy enrojeció al replicar:

—¡Oh, nada! No tiene importancia.

Poirot insistió:

—¿Qué carta?

—Una carta anónima —dijo de mala gana.

—¿Cuándo la recibieron? ¿A quién iba dirigida?

En contra de su voluntad, Roddy se lo explicó.

Hércules Poirot murmuró:

—Eso es interesante. ¿Podría ver la carta?

—Me temo que no. La quemé.

—¡Oh! ¿Por qué lo hizo, mister Welman?

—Entonces me pareció muy natural.

—Y a consecuencia de esa carta, usted y miss Carlisle se trasladaron apresuradamente a Hunterbury, ¿verdad?

—Fuimos, en efecto; pero no apresuradamente.

—Pero ustedes estaban algo intranquilos, ¿verdad? ¿Tal vez alarmados?

Roddy repuso con obstinación:

—No admito esa pregunta.

Hércules Poirot exclamó:

—Pero si es muy natural. Su herencia, la que le habían prometido, estaba en peligro. No tiene nada de particular que a ustedes los inquietase. ¡El dinero es muy importante!

—No tan importante como usted cree.

—Esa carencia de mundología es notabilísima.

Roddy se sonrojó.

—Desde luego, ¿por qué no confesarlo?, el dinero nos interesaba a los dos. No éramos por completo indiferentes a él. Mas nuestro móvil era convencernos de que nuestra tía se hallaba perfectamente.

Poirot dijo:

—Se trasladó allí con miss Carlisle. En aquel tiempo, su tía no había hecho testamento. Poco después sufrió otro ataque de apoplejía. Se proponía hacer testamento, pero, afortunadamente para miss Carlisle, murió antes de poder hacerlo.

—¡Oiga! ¿Qué pretende usted dar a entender con eso?

El rostro de Roddy estaba negro de ira.

Poirot lanzó las palabras como dardos envenenados.

—Usted me ha dicho, mister Welman, con respecto a la muerte de Mary Gerrard, que el móvil atribuido a Elinor Carlisle era absurdo. Elinor Carlisle tenía un motivo para temer que la desheredasen en favor de una extraña. La carta de advertencia que recibió, las palabras incoherentes pronunciadas por su tía, lo confirman. En el vestíbulo hay una cartera de cuero que contiene drogas y otros artículos farmacéuticos. Es muy fácil extraer una ampolla de morfina. Y luego, según me han dicho, se quedó sola con su tía, mientras que usted y las enfermeras estaban a la mesa.

Roddy exclamó:

—¡Santo Dios!... Monsieur Poirot... ¿Pretende usted ahora que Elinor asesinó a tía Laura? ¡Qué idea más ridícula!

Poirot declaró:

—¿No sabe usted que se ha dado orden de exhumar el cuerpo de mistress Welman?

—Claro que lo sé; pero no encontrarán nada.

—Supongamos que sí.

—Le digo a usted que no.

Poirot movió la cabeza.

—Yo no estoy tan seguro. Y no había más que una persona a quien beneficiase la muerte de mistress Welman en aquellos momentos.

Roddy se sentó. Tenía el rostro palidísimo y se estremecía ligeramente. Quedó mirando a Poirot con fijeza. Luego dijo:

—Creía que intentaba usted ayudarla.

Hércules Poirot repuso:

—En efecto; pero debemos afrontar los hechos. Usted, mister Welman, debe de haber preferido siempre no afrontar las verdades desagradables.

Roddy replicó:

—¿Por qué había de atormentarme considerando el lado peor de las cosas?

Hércules Poirot contestó gravemente:

—Porque a veces es necesario —hizo una pausa y prosiguió—: Admitiendo la posibilidad de que su tía falleciese a consecuencia de haber ingerido una dosis exagerada de morfina, ¿qué sucedería?

Roddy movió la cabeza, confundido.

—No sé.

—Intente pensar. ¿Quién pudo habérsela dado? ¿No quiere confesar que sólo Elinor Carlisle tuvo esa oportunidad?

—¿Y las enfermeras?

—Cualquiera de ellas pudo hacerlo, indudablemente. Pero la Hopkins se dio cuenta de la desaparición del tubo y lo mencionó oportunamente. No necesitaba hacerlo. Ya habían firmado el certificado de defunción. ¿Por qué había de llamar la atención sobre la morfina desaparecida si hubiese sido culpable? La amonestarían severamente por su negligencia, y si ella la hubiese envenenado era una insensatez hablar de la desaparición de la morfina. Lo mismo podemos decir de la O'Brien. Pudo perfectamente tomar la droga de la cartera de la Hopkins y administrarla a la enferma; pero, dígame..., ¿para qué?

Roddy movió la cabeza, aturdido.

—¡Tiene razón!

Poirot continuó:

—También hay que contarle a usted.

Roddy dio un respingo, como un caballo nervioso.

—¿A mí?

—Claro que sí. Usted también pudo extraer la morfina. También pudo darla a mistress Welman. Estuvo solo con ella durante un corto espacio de tiempo; pero otra vez me pregunto: ¿Por qué había de hacerlo usted? Si ella hubiese vivido lo suficiente para hacer testamento, es más que probable que le hubiese dejado algo. Así, pues, no hay motivo. Sólo dos personas podían estar interesadas en que muriera antes de hacerlo.

Los ojos de Roddy se iluminaron.

—¿Dos personas?

—Sí. Una era Elinor Carlisle.

—¿Y la otra?

Poirot dijo con desesperante lentitud:

—La otra es el autor de la carta anónima.

Roddy parecía incrédulo.

Poirot declaró:

—Alguien escribió aquella carta..., alguien que odiaba a Mary Gerrard o, por lo menos, no la quería mucho. Alguien que estaba de parte de ustedes, como vulgarmente se dice. Alguien que no quería que Mary Gerrard se beneficiase con la muerte de mistress Welman. Ahora dígame: ¿tiene usted alguna idea de quién pueda ser el autor de esa carta?

Roddy movió la cabeza.

—No, monsieur Poirot. Era una carta mal redactada, peor escrita y el papel de pésima calidad.

Poirot levantó una mano.

—No sacaremos mucho con eso. Puede haber sido escrita por una persona educada que quisiera disfrazar su condición. Por eso desearía que hubiese conservado la carta. La gente que intenta disfrazar lo que escribe se descubre casi siempre por pequeños detalles.