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—¿Qué buscaba allí?

Poirot sonrió:

—¡Siempre es agradable saber las mentiras que nos cuentan!

—¿Le mintió Welman?

—En efecto.

—¿Quién más le ha mentido?

—Todos, me parece. La enfermera O'Brien, románticamente. La Hopkins, con obstinación. Mistress Bishop, con mala intención. Usted mismo...

—¡Santo Dios! —le interrumpió el doctor, sin ceremonia—. ¿Cree usted de veras que le he mentido?

—Todavía no —admitió Poirot.

El doctor Lord se hundió en su asiento, y dijo:

—Es usted un incrédulo incorregible, Poirot.

Luego prosiguió:

—Si ha terminado usted..., ¿qué le parece si fuéramos a Hunterbury?... Tengo algunos enfermos por allí y he de asistir a la clínica.

—Estoy a su disposición, amigo mío.

Emprendieron la marcha y se adentraron en los terrenos de Hunterbury por la parte trasera. A la mitad del camino encontraron un joven alto y bien parecido que empujaba una carretilla. Se quitó la gorra respetuosamente al ver al doctor Lord.

—Buenos días, Horlick. Éste es Horlick, el jardinero, Poirot. Estaba trabajando aquí aquella mañana.

Horlick declaró:

—En efecto, señor. Vi a miss Elinor también y estuve hablando con ella...

Poirot preguntó:

—¿Qué le dijo ella?

—Me dijo que ya casi había vendido la casa, y yo me llevé un disgusto... Pero la señorita me aseguró que me recomendaría al mayor Somervell y que él me conservaría a su servicio, si no le parecía demasiado joven..., pues yo le dije que desearía continuar de primer jardinero..., ya que he trabajado bastante tiempo con mister Stephens...

El doctor Lord preguntó:

—¿Notó usted en ella algo extraño?

—No... Es decir, sí... Parecía muy excitada..., como si tuviera algo en su pensamiento.

Hércules Poirot preguntó a su vez:

—¿Conocía usted a Mary Gerrard?

—Sí, señor...; pero no muy bien.

Poirot inquirió:

—¿Cómo era?

Horlick parecía perplejo:

—¿Cómo...? No le comprendo bien, señor.

—Quiero decir qué clase de chica era.

—Pues... una muchacha estupenda... Hablaba muy bien y era buena y honrada... Tal vez pensaba demasiado en sí misma... Mistress Welman, que en paz descanse, le tomó mucho cariño... En cambio, su padre no la mimaba con exceso...

Poirot dijo:

—Por lo que he oído, el viejo Gerrard no tenía muy buen genio, ¿eh?

—No le han engañado, no. Siempre estaba gruñendo y maldiciendo... Eran raras las veces en que nos hablaba como Dios manda.

Poirot asintió. Luego inquirió:

—Dice usted que estaba aquí aquella mañana. ¿En dónde estaba trabajando?

—En el huertecillo casi todo el tiempo, señor.

—¿Podía ver la casa desde allí?

—No, señor.

El doctor Lord intervino:

—Si alguien hubiese venido a la casa... y se hubiese asomado a la ventana de la despensa..., ¿le habría visto usted?

—No, señor.

—¿Cuándo se marchó usted a comer?

—A la una aproximadamente, señor.

—¿Y no vio usted nada..., a ningún hombre..., o un coche..., o algo así?

Las cejas del jardinero se arquearon, sorprendido.

—¿Al otro lado de la verja, señor?... Vi el coche de usted..., pero nada más.

Peter Lord gritó:

—¿Mi coche?... ¡Imposible!... ¡Se ha equivocado usted!... Yo iba en dirección a Withembury aquella mañana y no regresé hasta las dos.

Horlick parecía perplejo.

—Casi podría asegurar que era su coche, señor —dijo titubeando.

Peter Lord se apresuró a decir:

—Está bien, Horlick. No se preocupe... Adiós.

Él y Poirot continuaron su marcha. Horlick quedóse mirándolos con fijeza; luego reemprendió su camino con la carretilla.

Peter Lord dijo con suavidad, pero excitado visiblemente:

—Algo... al fin. ¿De quién sería el automóvil que había en la calzada?

Poirot preguntó, con los ojos semicerrados.

—¿De qué marca es su automóvil, doctor?

—Ford... Un Ford diez, de color verdemar... Hay muchos iguales por aquí...

—¿Y está seguro de que no era el suyo? ¿No se habrá confundido en la fecha?

—No, no... Aquel día, precisamente, estuve en Withembury... Volví tarde y estaba tomando un bocado cuando recibí la llamada telefónica en que anunciaron lo de Mary...

Poirot declaró:

—Entonces, amigo mío, me parece que hemos llegado por fin a algo tangible.

Peter Lord añadió:

—Alguien estuvo aquí aquella mañana..., alguien que no era Elinor Carlisle, ni Mary Gerrard, ni la enfermera Hopkins...

Poirot murmuró:

—Es muy interesante... Vamos a hacer nuestras investigaciones... Veamos, por ejemplo, cómo se las arreglaría un hombre, o una mujer, que quisiera acercarse a la casa sin que le viesen.

La senda que seguían se dividía en dos poco antes de llegar a la casa. Tomaron la de la derecha, y, en una curva, Peter Lord asió el brazo de Poirot, mientras señalaba una ventana.

Afirmó:

—Ésa es la ventana de la despensa en que Elinor Carlisle cortó los emparedados.

Poirot dijo:

—Y desde aquí cualquiera pudo observarla sin que ella se diese cuenta. La ventana estaba abierta, ¿verdad?

Peter Lord respondió:

—De par en par... Era un día muy caluroso.

Poirot quedó pensativo. Murmuró:

—¡Hum, hum!... No veo esto muy claro.

Peter Lord dijo:

—Si alguien deseaba vigilar sin ser visto, ningún sitio mejor que éste.

Los dos hombres se pusieron a buscar.

Peter Lord prosiguió:

—Aquí hay un lugar..., tras estos árboles..., donde algunas plantas han sido pisoteadas, aunque ya han vuelto a crecer, como puede usted ver.

Poirot se acercó. Dijo:

—Sí; éste es un buen sitio. No se ve desde el sendero, y ese claro entre los arbustos proporciona una excelente vista de la ventana. Ahora bien: ¿qué fue lo que hizo nuestro desconocido? ¿Fumó tal vez?

Se agacharon, examinando el terreno y separando las hojas y ramitas.

De pronto emitió una exclamación de sorpresa:

—Parbleu!

—¿Qué le ocurre?

—Una caja de cerillas, amigo mío. Una caja de cerillas vacía que estaba casi enterrada en este lugar, húmeda.

Con infinitas precauciones, la había recogido con el pañuelo y la envolvió en una hoja de papel blanco.

Peter Lord exclamó:

—¡Es extraño, Dios mío!... ¡Son cerillas alemanas!

Hércules Poirot añadió:

—Y Mary Gerrard había estado en Alemania no hace mucho...

Peter Lord dijo con satisfacción:

—¡Ya tenemos una pista definida!... ¡No me lo negará!

El detective dijo lentamente:

—Tal vez...

—Pero, hombre..., ¿quién, de estos lugares, pudo traer cerillas alemanas?

Hércules Poirot respondió:

—Está bien..., está bien...

Con una expresión de perplejidad en sus ojos astutos, el detective contempló la ventana desde el sitio en que se hallaba.

Dijo:

—No me parece todo tan sencillo como usted cree. Hay una gran dificultad. ¿No la ve usted mismo?

—No. Dígame cuál...

Poirot suspiró:

—Venga...

Llegaron junto a la casa. Peter Lord sacó una llave y abrió la puerta trasera.

Atravesando los lavaderos llegaron a la cocina y luego se detuvieron en un pasillo, a un lado del cual había un ropero y al otro la despensa. Los dos hombres entraron en esta última y miraron a su alrededor.

Observaron las alacenas resguardadas con puertas de cristales. Vieron un infiernillo de gas y dos cacharros, y en uno de los estantes, otros tantos botes marcados con las palabras y café.

Había un vertedero y un barreño para lavar los platos. Frente a la ventana se hallaba una mesa.