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– Cal…

– No puedo dejarte sola ni un momento, prefiero acompañarte a tu piso.

Se vino conmigo y, cuando abrió la puerta con mis llaves, oímos el sonido de una conversación en la cocina.

– ¡Philly! -gritó Kate al verme aparecer-. ¿Dónde demonios te habías metido? Tienes una visita -dijo apartándose para que yo pudiera ver a Don.

– Hola, Phil -me saludó Don echando una mirada a Cal, antes de levantarse del taburete. Por muy inocente que hubiera sido la noche que habíamos compartido Cal y yo, todas las evidencias demostraban lo contrario. Don se dirigió hacia nosotros y yo me interpuse entre Cal y él para evitar que le soltara un puñetazo. Pero no parecía violento. Al contrario, caminaba con una mano extendida, preparado para estrechar la de Cal-. Soy Don Cooper -se presentó con la mayor formalidad.

– ¿Te acuerdas de él? -intervino Sophie con sarcasmo-. El «vecino de toda la vida».

– Philly acaba de mudarse a mi apartamento. Vamos a casarnos -terció Cal.

¿Casarnos? ¿Quién había hablado de casarse?

– Una sabia decisión -comentó Don-. Pero no te atrevas a hacerla sufrir o tendrás que vértelas conmigo.

– Íbamos a visitarte hoy -dije-, para contártelo.

– Entonces os he ahorrado el viaje. Yo también tengo algo que decirte. Hace un par de meses conocí a un hombre. Se llama Alex y tiene un taller mecánico. Desde entonces ha estado intentando convencerme para que me una a él, pero no sólo en el terreno laboral sino también en el sentimental. ¿Comprendes?

Comprendí. Por fin se hizo la luz en mi mente:

Don era homosexual, pero jamás había tenido el coraje de admitirlo. Eso lo explicaba todo.

– Lo siento, Philly -prosiguió Don al cabo de un momento.

– No, la que lo siente soy yo -dije rodeándole el cuello con los brazos-. Prométeme que vas a ser feliz.

– Te lo prometo. Y ahora tengo que irme, Alex me está esperando en la calle. Te llamaré para darte mi nueva dirección. A lo mejor os apetece invitarnos a la boda -dijo mirando a Cal.

– Dalo por hecho -contestó éste.

El silencio se apoderó de la cocina, una vez que Don se hubo marchado. Kate y Sophie desaparecieron discretamente.

– Eso lo explica todo -dije.

– ¿No tenías ni la menor sospecha? -preguntó Cal.

– Nos queríamos desde niños, supongo que ha estado conmigo todos estos años para no dar un disgusto definitivo a su madre -expliqué-. Tengo que darme una ducha y cambiarme de ropa.

– Espera -dijo Cal-. Quiero que sepas que hablaba en serio con respecto a nuestro matrimonio.

– Pero… es un poco pronto para hablar de boda, ¿no te parece?

– No pensaba fijar una fecha hoy mismo. Además, tienes razón, aún tenemos que pasar mucho tiempo juntos para conocernos mejor. Es una pena que le tengas miedo al avión, si no te invitaría a venirte como ayudante a una isla tropical.

– Creo que podré superar los horrores del vuelo si me llevas de la mano -contesté, a sabiendas de que sería capaz de caminar sobre ascuas si ese hombre me lo pedía.

– Quizá podamos empezar por algo más corto. ¿Qué te parece un fin de semana en Paris para hacer las compras navideñas?

– Hum, perfecto -dije ilusionada.

– Es una pena que te hayas comprado tanta ropa para ir a trabajar.

– Puedo devolver la mitad y gastarme el dinero en unos biquinis.

– Eso suena a gloria bendita.

– Tengo que ducharme. Además, te recuerdo que deberías subir a visitar a tus padres.

– Iré, pero no con las manos vacías. Tú vas a ser mi regalo de Navidad para ellos. Están deseando convertirse en abuelos; imagínate, una nueva generación de McBrides…

Todos mis hermanos regresaron a casa para celebrar mi boda en Navidad del año siguiente. Yo había pasado todos esos meses disfrutando del amor y los viajes. Aún no estaba del todo a gusto dentro de un avión, pero la mano de Cal era de lo más reconfortante. Mi familia divirtió a Cal con miles de pequeñas anécdotas sobre mi infancia y mi madre brillaba entusiasmada, como si fura ella la responsable de que mi vida hubiera dado un giro de ciento ochenta grados. Era posible que tuviera razón.

Mi padre me tomó del brazo frente a la puerta de la iglesia.

– ¿Eres feliz? -me preguntó.

– Estoy en el paraíso -repuse mientras empezaba a sonar la marcha nupcial.

Avanzamos hacia el altar. Allí me esperaba Cal con los ojos brillantes de satisfacción y deseo, dispuesto a comprometerse conmigo para toda la vida.

En cuanto me tomó de la mano con firme determinación supe que siempre seriamos felices.

Liz Fielding

***