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– ¡Asesinada! -casi se le cae el vaso-. Por Dios, señor, yo he oído que se ahorcó.

Se dispuso a dejar el oporto sobre la mesa pero luego cambió de idea y tomó un largo trago.

El mero hecho de que supiera algo así me asombró.

– ¿Así que usted lo sabía?

– Oh sí, oh sí -contestó. Se terminó la copa y se sirvió otra-. ¿Pero está usted seguro? ¿No? Bueno, verá, el asunto de su juicio era algo que me tocaba muy de cerca, y, como sabe, no me faltan ciertos contactos. Recibí un mensaje de un amigo que sé que tiene algún vínculo con el alcaide de la prisión de Newgate; me contó que había muerto. Me indicó claramente que la mujer se había ahorcado. Me sorprende oírle hablar de asesinato.

– Lo cierto es que sólo tengo sospechas de que haya sido asesinada -admití- por otro asunto que me concierne.

– ¿Qué otro asunto? -me preguntó-. ¿Lo de su padre? ¿Por qué tendría que ver con esta mujer?

– Es difícil de decir -le dije-. No soy capaz de descifrarlo, porque hay demasiados jugadores.

Sir Owen me escudriñó.

– ¿Hay alguna forma en que pueda ayudarle? Como sabe no me faltan contactos, y si puedo ofrecerle cualquier servicio, sólo tiene que pedírmelo.

No podía dejar de sentirme asqueado de un amigo como Sir Owen, que se había mostrado encantado de sacrificarme cuando su reputación corría un leve peligro, pero que ahora que no tenía nada que perder, estaba ansioso por demostrarme sus influencias.

– Es usted ciertamente muy amable -me quedé pensativo un momento. El hecho de que el carácter de Sir Owen tuviera sus máculas no era quizá suficiente razón para no aprovecharme de sus contactos-. No quiero involucrarle, porque me he dado cuenta de que se trata de un asunto peligroso, pero sí hay una cosa con la que quizá pueda ayudarme, y lo cierto es que sería una grandísima ayuda. ¿Ha oído usted el nombre de Martin Rochester?

– Rochester -repitió. Se tomó un momento para pensar en el nombre-. Lo he oído mencionar, me parece, pero no sé quién es. ¿A lo mejor un nombre que he oído en las casas de juego? -entrecerró los ojos y tomó un trago-. ¿Tiene que ver con la muerte de la puta?

– Sí -contesté-. Creo que Rochester dispuso que la mataran porque podía identificarle. Verá, me he enterado de que Rochester no es más que un seudónimo, y que se encuentra detrás de algunos actos inenarrables. Si pudiera averiguar quién es, entonces podré descubrir la verdad de los crímenes que investigo.

Sir Owen sorbió su oporto.

– ¿Será eso muy difícil?

– Rochester es muy astuto, y tiene tanto amigos como enemigos, que borran sus pistas. Una cosa es utilizar un nombre falso por conveniencia, pero con Rochester parece que se trata de algo completamente distinto. Se ha creado un ser falso -dije, razonando acerca del asunto conforme hablaba-, una representación de un corredor, al igual que el dinero, es una representación de la plata.

– Parece un asunto complejo -dijo alegremente-. No puedo expresarle lo aliviado que estoy de haber dejado atrás todo ese trago tan desagradable de la puta, Weaver, y ojalá pudiera mostrarle mi agradecimiento. Quizá si me cuenta algo más de lo que sabe acerca del tal Rochester, pueda ayudarle. Uno conoce y oye hablar de tantos hombres, que es muy difícil mantenerlos claros en la mente.

No estaba seguro de cuánto quería contarle a Sir Owen.

– No puedo imaginar qué clase de contacto puede usted haber tenido con él -dije por fin-. Es un corredor corrupto que probablemente haya tenido algún negocio con la Compañía de los Mares del Sur.

Sir Owen pareció estar haciendo una conexión mental. Frunció el rostro y alzó la mirada al techo.

– ¿Y todo esto tiene algo que ver con ese asunto de su padre y de Balfour?

– Sí.

Se inclinó hacia delante.

– ¿Puedo preguntarle cómo encaja este Rochester?

– No lo sé -dije con cautela-. Sólo puedo decirle que su nombre se menciona con frecuencia en conexión con estas muertes, y hasta que no me encuentre con el hombre y hable con él, no sabré nada más.

– Como parece un villano absoluto, no puedo más que desearle suerte. Aunque quizá sea él quien necesite suerte, porque yo por usted no tengo más que respeto, señor, por sus habilidades en estos temas.

– Es usted demasiado amable -dije, haciéndole una reverencia formal.

Sir Owen entonces chasqueó los dedos y me miró con excitación.

– Dios mío, acabo de acordarme de una cosa. Como sabe, su investigación de estas muertes es la comidilla de la ciudad. Ni que decir tiene que me interesaba cada vez que oía hablar del asunto, ya que nuestros destinos se han entrecruzado tan recientemente. Y ahora que lo pienso, fue en una de estas conversaciones donde oí mencionar el nombre de Rochester. No recuerdo bien el contexto, porque ahora ni siquiera estoy seguro de haber oído el nombre antes. Pero un individuo que yo no conocía estaba hablando de él, y que me aspen si me acuerdo de lo que decía, pero lo mencionó en relación con otro. Era un judío llamado… vaya, ¿cómo era? ¿Sardino? ¿Salmono, tal vez? Un nombre como de pescado, me parece.

– ¿Sarmento? -dije en voz baja.

Chasqueó los dedos.

– ¡Ése mismo! Ojalá pudiera decirle más, pero es que no recuerdo nada. Espero que le sea de utilidad.

– Yo también -contesté, y me despedí educadamente.

No era tarea que me apeteciese mucho, pero sabía que tenía que hacerlo. De modo que hice un viaje a los aposentos de Sarmento en una bocacalle de Thames Street, casi a la sombra de St. Paul. Alquilaba sus habitaciones en una casa agradable, aunque austera, a una distancia inconveniente de casa de mi tío.

Cuando su casera me acompañó a la sala, vi que había otra persona esperando, y supuse que esperaba a otro inquilino, porque era un ministro de la Iglesia anglicana. Era un tipo más bien joven, aparentemente recién salido de la escuela, porque tenía el aire entusiasta de alguien que acaba de ordenarse. Había tenido cierta relación con hombres de la Iglesia en mis tiempos, aunque normalmente me habían parecido o bien hombres blandos y vacíos, o bien del tipo salvaje que no tenían en cuenta la religión más que cuando el deber absolutamente lo requería. En ambos casos, a menudo había pensado que la Iglesia anglicana alimentaba un sistema que animaba a sus clérigos a pensar en sus trabajos como los dependientes de las tiendas piensan en los suyos: como una forma de hacer dinero y poco más.

– Buenos días, señor -me dijo con una sonrisa ancha y feliz.

Le di los buenos días y tomé asiento. Se llevó la mano al bolsillo y sacó un reloj, mirando rápidamente la hora.

– Llevo aguardando al señor Sarmento bastante rato ya -dijo-. No sé cuándo bajará.

– ¿Está usted esperando al señor Sarmento? -le pregunté con evidente asombro.

Me daba cuenta de que estaba hablando de manera descortés, pero era deliberado; no porque me disgusten especialmente los curas, sino porque deseaba estimular al hombre a que dijera más de lo que de otra manera diría. El clérigo, sin embargo, respondió bien a mi mala educación.

– Es un querido amigo mío, y un buen estudiante -sonrió-. Le he estado animando a que escriba sus memorias. Encuentro las historias de conversión de lo más inspiradoras.

Sentí que todo me daba vueltas de pura incredulidad.

– Le aseguro que no le entiendo. ¿Quiere usted decir que el señor Sarmento es un converso?

El cura se ruborizó.

– Oh, vaya por Dios. Espero no haber dicho algo imprudente. No sabía que sus amistades no fuesen conscientes de que había sido judío. Por favor no se lo tenga en cuenta -se inclinó hacia delante y bajó la voz, como si compartiera un secreto-. Le aseguro que su conversión es enteramente sincera, y en mi experiencia, los conversos son siempre los cristianos más devotos, porque se ven obligados a pensar acerca de la religión de una forma que el resto de nosotros no tenemos necesidad.