Después de algunas penosas horas de explicaciones, súplicas y promesas pecuniarias, Elias reconoció que yo probablemente no había aparecido en el teatro con la intención de tirar a nadie al escenario, pero exigió el derecho a mantener su espantoso estado de ánimo. Exigió también un préstamo inmediato de cinco guineas. Me había preparado para una petición de este tipo, conociendo el extremo hasta el cual Elias había estado aguardando las ganancias de su representación benéfica. Y como yo también me recriminaba en alguna medida por el fracaso de El amante confiado, y deseaba enmendar mi falta de la mejor manera posible, le entregué un sobre a mi amigo.
Lo abrió y se quedó mirando el contenido.
– No has sufrido poco a causa de esta investigación -le dije-. Pensé que era justo que compartiésemos los beneficios. Adelman me ha sobornado con un paquete de acciones por valor de mil libras, así que ahora tú te quedas con la mitad y juntos compartiremos las venturas y desventuras de la Compañía de los Mares del Sur.
– Creo que te odio considerablemente menos de lo que te odiaba esta mañana -dijo Elias, mientras examinaba las acciones-. Nunca habría ganado tanto dinero aunque mi obra hubiera durado hasta la representación benéfica. ¿No te olvidarás de que necesitamos transferir esto a mi nombre?
– Creo que estoy lo suficientemente familiarizado con el procedimiento -le quité las acciones de las manos para captar su atención-. Sin embargo, aún me hace falta tu opinión acerca de algunos puntos sin resolver. Me han utilizado con saña, me temo, y no sé quién ha sido.
– Yo creía que tus aventuras habían terminado -dijo Elias distraídamente, fingiendo que se sentía perfectamente cómodo aunque sus acciones estuvieran en mi poder-. El villano está muerto. ¿Qué más podrías desear?
– No puedo evitar tener dudas -le dije. Procedí a explicarle que me había visitado una mujer que decía ser Sarah Decker, y que había desenmascarado a Sir Owen a través de una serie de mentiras-. Fue en ese momento cuando concluí que Sir Owen era el villano que estaba detrás de estos crímenes.
– Y ahora sientes incertidumbre.
– Incertidumbre, exactamente, ésa es la palabra -respondí.
– ¿No es ésa la mejor palabra para describir esta época? -preguntó Elias con intención.
– Me gustaría que no fuera la mejor palabra para describir este mes, la verdad. La mujer me dijo que ella era Sarah Decker para que yo quedase convencido de que Sir Owen era Martin Rochester. Pero si mintió acerca de su identidad y de sus motivos, ¿cómo puedo saber que Sir Owen era verdaderamente Rochester?
– ¿Por qué habría sido asesinado si no fuera culpable? Seguramente habrás llegado a la conclusión de que o bien la Compañía de los Mares del Sur o bien otra persona, igualmente implicada en estos crímenes, lo eliminó con objeto de impedir que hablase de lo que sabía.
– Es cierto -convine-, pero quizá este asesino cometió el mismo error que yo. Quizá al asesino de Sir Owen le tendieron una tram pa, como a mí. Porque si la Compañía de los Mares del Sur hubiese sabido que Sir Owen era Martin Rochester, ¿por qué no ocuparse de él mucho antes?
El enigma atrapó su atención. Entornó los ojos y hundió los zapatos en el polvo.
– Si alguien deseaba que creyeses que Sir Owen era Martin Rochester, ¿por qué no enviarte una simple nota diciéndotelo en lugar de enviarte pistas en forma de bella heredera? ¿Por qué preocuparse por una representación elaborada con la esperanza de que llegues a la conclusión que desea el intrigante?
Yo también había reflexionado sobre esta cuestión.
– De haber recibido simplemente un mensaje diciendo que Sir Owen era Martin Rochester, sin duda habría investigado el asunto, pero tal y como organizaron las cosas, no oí que Sir Owen fuera el villano, lo descubrí. ¿Entiendes? Fue el descubrimiento lo que provocó mis acciones. De haber investigado simplemente la acusación, lo hubiera hecho de manera callada y discreta. Creo que alguien deseaba verme recurrir a la violencia. El intrigante conocía el verdadero nombre de Rochester desde el principio pero necesitaba que fuera otra persona quien se deshiciese de Sir Owen. Sólo quiero saber quién es el intrigante.
– Puede que nunca sepas quién es -dijo Elias, recuperando sus acciones de mi mano-. Pero apuesto a que puedes adivinarlo, con toda probabilidad, evidentemente.
Tenía razón. Podía adivinarlo.
Me llevó algunos días reunir fuerzas para hacerlo, pero sabía que tenía que comprender los acontecimientos que han ocupado estas páginas, y sabía que sólo había un hombre que podía aclarar gran parte de lo que había visto. No tenía ningún deseo de verle, de tratar con él más de lo necesario, pero debía conocer la verdad, y nadie más me la podía contar. De modo que hice de tripas corazón y decidí visitar a Jonathan Wild en su casa. No me tuvo esperando apenas nada, y cuando entró en la sala me saludó con una sonrisa que podía significar tanto diversión como ansiedad. La verdad es que él sentía tanta incertidumbre con respecto a mí como yo con respecto a él, y su falta de certeza me hizo sentirme más tranquilo.
– Qué amable por su parte venir a verme.
Me sirvió un vaso de oporto y luego cojeó por la habitación para sentarse frente a mí sobre su trono principesco, con plena confianza en sus poderes. Como siempre, Abraham Mendes hacía de silencioso centinela detrás de su amo.
– Confío en que haya venido por un asunto de negocios -una sonrisa se extendió por el rostro ancho y cuadrado de Wild.
Yo le ofrecí una sonrisa falsa en respuesta.
– Más o menos. Deseo que me ayude a aclarar algunas cosas, porque mucho de lo ocurrido aún me resulta confuso. Sé que usted estaba involucrado hasta cierto punto con el difunto barón, y que intentaba controlar mis acciones entre bastidores. Pero no comprendo del todo el alcance o los motivos de su implicación.
Tomó un largo trago de oporto.
– ¿Y por qué iba a contárselo, señor?
Pensé en esto por un momento.
– Porque yo se lo he pedido -respondí-, y porque usted me trató mal, y siento que está en deuda conmigo. Después de todo, si las cosas hubieran salido a su manera, yo estaría en Newgate en este momento. Pero a pesar de sus esfuerzos por impedir que contactara con nadie mientras estuve en el calabozo, como ve he salido victorioso.
– No sé de qué me habla -me dijo de forma poco convincente. No deseaba convencerme.
– Sólo pudo ser usted quien me impidió enviar mensajes durante mi noche en el calabozo. Si el Banco de Inglaterra se hubiese implicado tan pronto, sin duda Duncombe me habría dado un veredicto desfavorable. Usted no hubiera llegado a los extremos del Banco, pero no le hubiera costado mucho convencer a los carceleros de ese lugar de que le hicieran tan pequeño favor. De modo que, como le digo, señor Wild, siento que usted está en deuda conmigo.
– Puede que sea franco con usted -repuso tras una larga pausa-, porque a estas alturas no tengo ya nada que perder si lo soy. Después de todo, cualquier cosa que le diga no podrá ser nunca utilizada contra mí ante la ley, porque usted será el único testigo de lo que voy a decirle.
Echó un vistazo a Mendes, supongo que para que yo lo viese. Quería dejar muy claro que las conversaciones amistosas entre judíos no iban a servirme de nada.
– En cualquier caso -contestó-, como es usted tan listo, quizá pueda decirme qué es lo que sospecha.
– Le diré lo que sé, señor. Sé que tenía usted interés personal en que continuase con mi investigación, y sólo me queda asumir que era porque deseaba ver la destrucción de Sir Owen, quien, como usted sabe, era la misma persona que Martin Rochester. Su razón para hacerlo era que usted, en algún momento del pasado, fue el socio del señor Rochester.