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– Absurdo -dije-. ¿Cómo podrían los que compran y venden acciones dictar su valor?

– Primero tienes que entender que para que los corredores hagan dinero, los precios de los valores han de fluctuar. De otro modo no se puede comprar y vender con beneficios.

– Si los precios de los Bonos del Estado son fijos -pregunté-, ¿por qué fluctúan los precios?

Mi tío sonrió.

– Porque el precio se fija con dinero, y hay veces que el dinero vale más y otras que vale menos. Si la cosecha ha sido mala y la comida escasea, con un chelín compras menos que si hay comida en abundancia. La amenaza de una guerra o de una hambruna, o la promesa de una ganancia o de la paz, todo ello afecta al precio de los valores.

Asentí, satisfecho de haber comprendido este concepto.

– Bien. Digamos que yo soy un corredor corrupto -reflexionó mi tío, disfrutando de este juego- y tengo un Bono del Estado que quiero vender y que está valorado en uno veinticinco, es decir, el ciento veinticinco por ciento de su valor original. Digamos además que circulan rumores de conflicto entre Prusia y Francia. El resultado de un conflicto de esas características afectará casi con toda seguridad a los precios de aquí, ya que una victoria prusiana significa la derrota de un enemigo mutuo, mientras que una victoria francesa refuerza a nuestro enemigo y hace que la guerra sea más probable, y si hay guerra, entonces el dinero compra menos cosas.

– Comprendo.

– Nuestro corredor corrupto cree que Francia va a ganar y que los precios de los Bonos del Estado bajarán, de manera que quiere vender. ¿Qué hace? Pues empieza a hacer circular rumores falsos de que los prusianos indudablemente ganarán, es decir, que convence a los demás de lo contrario de lo que él mismo cree. Hace que aparezcan artículos en este sentido en los periódicos. De pronto, la calle de la Bolsa está llena de alcistas que quieren comprar todo lo que puedan. Nuestro amigo vende a uno treinta y cinco, y cuando los prusianos finalmente pierden la batalla, el precio del valor cae en picado, el corredor ha vendido a un precio desproporcionado, y quienes compraron cuando el precio era elevado sufren ahora grandes pérdidas.

– ¿No estará sugiriendo que los hombres realmente ponen en marcha tramas semejantes, o que mi padre solía hacerlo?

– ¡Bah! -dijo, agitando la mano-. ¿Manipulan la información los corredores para alterar el precio de los valores en su favor? Algunos lo hacen y otros no. Si ocurre, es asunto de hombres bien situados que son dueños del oído de los gobiernos, directores del Banco de Inglaterra y demás. Estos hombres sí tienen control sobre lo que tiene valor y lo que no, y eso significa tener muchísimo poder.

– ¿Pero recurría mi padre a tales trucos? -pregunté intencionadamente.

Elevó hacia el techo las palmas de las manos.

– Yo nunca me inmiscuí en sus negocios. Él manejaba sus asuntos según le parecía.

Pasé por alto el hecho de que mi tío hubiera esquivado una pregunta. No tenía importancia; yo conocía la respuesta demasiado bien, es decir, conocía al menos un incidente, de cuando era niño, en que mi padre había engañado a otro hombre. Cuando me enteré de ese engaño, aunque no era más que un niño, no podía entender cómo podía haber hecho trampas: él no tenía habilidad para resultar encantador o para bromear como mi tío. Quizá su impaciencia blanda se había confundido con entusiasmo.

– Aunque nunca tomó parte en ninguna manipulación -continué-, solía vender cuando sospechaba que los precios caerían pronto. ¿No es eso engañar?

– Nunca, sabía que los precios iban a caer, e indudablemente se equivocó muchas veces, aunque nunca tantas como acertó. Si yo te compro algo a ti, por mi lado existe mucha incertidumbre, pero de una cosa sí puedo estar seguro, y es que tú quieres deshacerte de lo que vendes. Cuando tu padre vendía se arriesgaba, de igual manera que los hombres a quienes les vendía.

– Sin embargo, cuando acertaba, y los precios caían, los hombres le acusaban de falta de honradez.

– Inevitablemente. Así son las cosas cuando se pierde, ¿no es cierto?

– Entonces -dije, con cierta agitación-, ¿usted cree que todos los hombres con los que mi padre hizo negocios deben considerarse sospechosos? Parece un gran número de hombres. ¿No habrá quizá un registro de los hombres con quienes había hecho tratos más recientemente?

Mi tío sacudió la cabeza.

– No que yo haya descubierto.

– ¿Y no se le ocurre nadie en particular, algún gran enemigo que pueda haberse alegrado de la destrucción de mi padre?

Mi tío negó con la cabeza vigorosamente, como si intentase disipar un pensamiento desagradable.

– No se me ocurre. Como te digo, a tu padre le odiaban muchos hombres, hombres que temían los nuevos mecanismos financieros. ¿Pero un gran enemigo? No lo creo. Fue Herbert Fenn, ese cochero, quien le atropello. Ahí es donde debe comenzar tu investigación -sentenció, golpeándose con el puño la palma de la otra mano.

Percibiendo que mi tío no tenía nada más que contarme, me puse en pie y le di las gracias por su ayuda.

– Le mantendré informado de mis progresos, naturalmente.

– Y yo seguiré buscando cualquier cosa que pueda ser de utilidad.

Mi tío y yo nos estrechamos la mano cálidamente, quizá demasiado cálidamente para mi comodidad, porque me miró con algo parecido al afecto paternal, y yo sólo pude atragantarme con la necesidad de decirle que yo no era su hijo, y que su hijo, con toda certeza, no estaba dentro de mí.

Después de despedirme formalmente de mi tía y de Miriam, abandoné la casa y me dirigí a la calle principal, donde conseguí un carruaje que me llevara a casa.

Estaba satisfecho de haber adquirido tanta información, aunque no supiera bien cómo iba a proceder. Una cosa estaba clara, sin embargo. En el tiempo transcurrido desde mi primera conversación con Balfour, me había convencido de su opinión. Quizá fuera por la conversación que había mantenido con Adelman en su carruaje, o por mi comprensión del abismo de confusión que habían producido los nuevos mercados financieros que mi padre había entendido tan bien. No podía señalar con precisión por qué había ocurrido, pero me di cuenta de que ahora actuaba llevado por la certidumbre de que la muerte de mi padre había sido un asesinato.

En mi mente, sin embargo, permanecía aún una pregunta que no podía soslayar. Era el problema de los enemigos de mi padre. No podía comprender por qué mi tío me había mentido tan descaradamente.

Once

Regresé a mis aposentos en casa de la señora Garrison, y después de servirme un vaso de oporto, me senté a la luz de una vela barata de sebo y me cuestioné si mi tío y yo no habríamos sido víctimas de un malentendido, simplemente. Yo le había preguntado si mi padre tenía algún gran enemigo, y mi tío había dicho que no. ¿Podría ser que no quisiera remover recuerdos desagradables? ¿Que creyese que un enemigo cuyo odio había surgido hace tantos años no podría ser un verdadero enemigo hoy? ¿O era que durante los diez años transcurridos desde que abandoné Dukes Place mi padre había llegado a una especie de paz con el hombre que había jurado destruirle?