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Había pensado en clarificar la cuestión, preguntarle a mi tío si nunca había habido tal enemigo, pero temía que si forzaba el tema, contestaría con el nombre que yo tenía en la cabeza, y su silencio me despertaba demasiada curiosidad como para forzarle a hablar. ¿Me había ocultado información porque creía que yo nunca había oído hablar de este enemigo? ¿Que mi padre nunca se había molestado en hablarme de él, a mí, el hijo desobediente? ¿O había esperado mi tío que mi recuerdo de este enemigo hubiese desaparecido a través de las fisuras de una memoria traicionera, tras años de vida destemplada y desventuras?

Fuera cual fuera la razón que mi tío podría haber tenido para no mencionar este nombre, yo nunca tendría la esperanza de olvidar a Perceval Bloathwait.

Nunca conocí bien la naturaleza del conflicto entre mi padre y Bloathwait, ya que había sucedido cuando yo tenía unos ocho años, pero sabía lo suficiente como para comprender que, o bien mi padre había estafado a Bloathwait una cantidad de dinero, o Bloathwait creía que lo había hecho. Lo único que yo sabía de niño, y lo único que seguía sabiendo aquella noche, sentado en mi habitación, era que Bloathwait había ido a ver a mi padre por un asunto de negocios, a comprar o a vender, no sé cuál de las dos. Yo no era capaz de comprender mucho más cuando una noche fría en mitad del invierno, en la que el nivel de la nieve ascendía hasta las ventanas de la planta baja de nuestra casa, el señor Bloathwait llegó en plena cena y exigió hablar con mi padre. Mi hermano José y yo permanecimos sentados a la mesa mientras mi padre, con el aspecto severo que le daban su peluca blanca y sus ropas viejas, un poco manchadas, ordenaba a sus criados que no le permitieran entrar. El criado desapareció haciendo una reverencia, pero apenas unos segundos después, me pareció a mí, un hombre gordo y recio, con una peluca negra, larga, de melena abierta, y una chaqueta escarlata, irrumpió en la habitación, con la nieve chorreándole aún de las ropas. Me pareció un hombre gigantesco, convertido en inmenso por la indignación: una masa enorme y animada, repleta de desprecio por mi padre.

– Lienzo -dijo, siseando como un gato-, ¡me ha arruinado!

Todos guardamos silencio. Yo esperé a que mi padre se levantara escandalizado por sus modales, pero se mantuvo inmóvil, con la vista fija sobre el plato, evitando el contacto, con los ojos del hombre como si mirarle pudiera dar pie a cualquier clase de violencia.

– Puede usted hablar conmigo en mi lugar de trabajo mañana por la mañana, señor Bloathwait -dijo al fin. Hablaba en voz baja y temblorosa. El sudor, reflejado en la luz naranja de la chimenea, le brillaba sobre el rostro.

Bloathwait separó las piernas un poco como para mantener el equilibrio frente a un asalto.

– No comprendo por qué no he de destrozar su tranquilidad doméstica cuando usted ha arruinado por completo la mía. Es usted un bellaco y un ladrón, Lienzo. Exijo una restitución.

– Si cree usted que ha sido engañado, puede presentar su problema ante un tribunal -replicó mi padre con fortaleza poco característica. Había una grieta en su voz que daba fe de su miedo, pero respondió a la desesperación del momento con una especie de noble resignación-. De otro modo, debe usted considerarse una víctima de la cambiante naturaleza de los valores. Todos sufrimos de vez en cuando los caprichos de la Dama Fortuna: no hay forma de evitarlo. Creo que un hombre nunca debe invertir más de lo que puede permitirse perder.

– Mi enemiga no ha sido la Fortuna. Mi enemigo ha sido usted, señor -dijo, señalando a mi padre con su gran bastón-. Fue usted quien me animó a invertir mi fortuna en esos valores.

– Señor Bloathwait, si desea que discutamos el asunto, puede usted venir a verme en la Bolsa, pero deseo ahorrarle la indignidad de salir escoltado por mis criados.

Bloathwait torció la boca como para hablar, pero de pronto se le puso floja, como una bota de vino vacía. Bajó el bastón y dio un golpecito en el suelo. Luego extendió la diminuta boca para mostrarnos una sonrisa. Digo que nos la mostró a nosotros porque estaba dirigida a José y a mí tanto como a mi padre.

– Creo, señor Lienzo, que voy a esperar a que usted venga a buscarme a mí -se inclinó rápida y formalmente, y luego se marchó.

Si ése hubiera sido el final del suceso, supongo que lo habría olvidado. Pero no terminó ahí. Apenas unos días después, cuando volvía a casa del colegio, vi al señor Bloathwait en la calle. Al principio no le reconocí, y seguí caminando, encontrándome con una figura enorme justo enfrente de mí, hundido en la nieve hasta las pantorrillas, el gran abrigo negro aleteando a su espalda. Me miró fijamente, con los ojillos negros hundidos en una cara que a mí me parecía una vasta expansión de piel interrumpida por ojos diminutos, una nariz como un capullo, y un mero corte por boca. Los golpes secos de viento le habían enrojecido la cara, y la peluca le ondeaba al aire como un estandarte militar. Llevaba ropa sombría -porque Bloathwait era un Disidente- y los de su secta habían aprendido de sus antecesores, los Puritanos, a utilizar su vestuario para expresar su desprecio de la vanidad. En el caso de Bloathwait, sin embargo, estos colores oscuros despedían más señales de amenaza que de piedad.

Hice amago de salir a la calle, para cruzar y así evitarle, pero un coche de caballos frenó y no tuve oportunidad. De manera que seguí caminando, incluso entonces pensando tontamente que utilizaría la baladronada, si la suerte no se ponía de mi lado. Quizá si me limitaba a seguir andando y no le hacía caso, el incidente pasaría.

Pero no iba a ser así. Bloathwait alargó el brazo y me agarró por la muñeca. Me agarraba con fuerza, pero sin estrategia. Yo comprendí que, como adulto, no estaba acostumbrado a agarrar a la gente por la muñeca, y yo, como niño con un hermano mayor, sabía perfectamente cómo zafarme de una agarrada tan torpe. Por un momento me quedé quieto, sin saber si debía liberarme y salir corriendo o escuchar lo que este hombre, que, después de todo, era una persona mayor, tenía que decir. Me asustaba, sí, pero reconocí en su ira hacia mi padre una coincidencia entre él y yo, como si él hubiera encontrado un modo de ponerle voz a mis propias ideas y experiencias. Por esta razón deseaba saber más acerca de él, pero puesto que me había hecho reconocer a mi padre de un modo en que antes jamás lo había hecho, también deseaba huir.

– Déjeme ir -dije, intentando sonar meramente irritado.

– Te dejaré ir, por supuesto -respondió-. Pero quiero que le digas a tu padre una cosa de mi parte.

No contesté, y él se lo tomó como una aceptación.

– Dile a tu padre que quiero que me devuelva mi dinero, o tan seguro como que estoy aquí de pie que os dejaré a ti y a tu hermano conocer mi indignación.

Yo me negaba a mostrarle que estaba asustado, aunque había muchas cosas en su aspecto que asustarían a un chico de mi edad.

– Le comprendo -le dije, alzando la barbilla-. Déjeme ir ahora.

El viento soplaba nieve fresca sobre su rostro, y a mí me pareció ver algo vil incluso en el gesto despreocupado con que se la secaba.

– Tienes más coraje que tu padre, chico -me dijo con una sonrisa que extendió su boca diminuta.

Me soltó la muñeca y se me quedó mirando. Yo, negándome a echar a correr, me di media vuelta y me fui caminando a casa despacio, donde esperé en silencio a que mi padre regresara de la calle de la Bolsa. No fue hasta tarde, bien pasada la puesta del sol, cuando le vi, y envié a uno de los criados a pedirle audiencia. Él se negó hasta que envié al criado de vuelta, a decirle que era de la mayor importancia. Creo que mi padre debió de reconocer que raramente le pedía pasar tiempo con él, y que nunca se lo había pedido dos veces si me lo negaba la primera vez.

Una vez que me hubo admitido en su despacho, le conté con voz tranquila mi encuentro con Bloathwait. Él me escuchó, intentando que su rostro no diese muestra alguna de emoción, pero lo que vi en él me asustó más que las vagas amenazas de un hombre gordo y, pomposo como Bloathwait. Mi padre tenía miedo, pero tenía miedo porque no sabía qué hacer, no porque temiese por mi seguridad.