Yo quería mantener este encuentro en secreto, ocultárselo incluso a José, pero al fin, más tarde aquella misma noche, se lo conté y, para mi horror, me reveló que él había tenido un encuentro prácticamente idéntico. Desde ese momento en adelante, Bloathwait se convirtió para nosotros en un ser más terrorífico que cualquier trasgo o cualquier bruja de los que se usan para asustar a los niños. Le veíamos con regularidad, al salir de la escuela, en la calle, en el mercado. Nos sonreía maliciosamente, a veces como con hambre, como si no fuéramos más que bocados que quisiera devorar, y a veces como si se estuviera divirtiendo con nosotros, como si todos fuéramos víctimas de la misma ironía del destino, como si fuéramos todos camaradas y socios en este trance.
En una época yo creí que estos encuentros habían durado meses, quizá años, aunque cuando fui mayor, José insistía en que sólo se prolongaron durante una semana o dos. Supongo que debía de tener razón, porque un hombre adulto no puede pasarse gran parte de su vida persiguiendo a los niños para asustar a su padre, y yo no tenía ningún recuerdo de Bloathwait en el que no estuviera cubierto de nieve o con la cara enrojecida de frío. Incluso ahora, de adulto, habiendo visto muchas más cosas de Bloathwait que podrían asustarme más de lo que nunca me asustó él de niño, cuando pienso en él le veo todavía con su gran abrigo, una masa negra en el blanco invierno.
Pero el terror de Bloathwait al fin terminó. Guando llevaba algún tiempo sin verle, pregunté a mi padre por él, pero él se limitó a golpear la mesa con el puño gritándome que no volviera a pronunciar ese nombre nunca más.
Sin embargo, no puedo decir que no se volviese a pronunciar ese nombre en casa. Algunas veces, entre los compañeros de negocios de mi padre, oía mencionar la palabra «Bloathwait» entre susurros, y mi padre siempre miraba por el rabillo del ojo para ver si había algún testigo, un testigo que pudiera arrancarle su máscara de indiferencia y desvelar la vergüenza que escondía debajo.
Hasta el día que abandoné aquella casa, nunca me atreví a mencionarle el nombre a mi padre, pero este gran enemigo, tan siniestro -este hombre que había sido mi antagonista, y mi aliado de una manera extraña, desvelando en los términos más irrefutables los fallos de mi padre-, permaneció firmemente asentado en mis fantasías. No tuve dificultad en reconocerlo cuando le volví a ver, ahora más viejo, más gordo, una caricatura de su ser anterior. La última vez que le había visto la cara ya no era un niño, sino que asistía al funeral de mi padre, y salía del oficio religioso para caminar en la húmeda tarde londinense, cuando le vi a una distancia de unos cincuenta pies, mirándonos, sus ojillos fijos en el grupo de judíos que murmuraba sus oraciones. Aunque parezca extraño, no sentí ni miedo ni horror, aunque retrospectivamente creo que daba una impresión horrorosa, envuelto, tal y como yo le recordaba, en un abrigo negro, con la peluca empapada de lluvia pegada al rostro. Un criado estaba de pie a su lado, sujetando un paraguas de manera poco eficiente sobre su cabeza, y dos más aguardaban sus órdenes. Cuando me fijé en él, mi primer pensamiento fue el reconocimiento, como si fuera un gran amigo, alguien a quien me alegraba saludar. Por instinto, casi alzo la mano para hacerlo, pero al instante me di cuenta de quién era, y me quedé paralizado, mirándole fijamente. Él buscó mi mirada y no apartó los ojos. En lugar de eso me ofreció una débil sonrisa, divertida y amenazadora, y luego se dio media vuelta y entró en su carruaje.
Yo le prestaba poca atención a la política y a los asuntos comerciales, pero Londres es una ciudad en la que todo el mundo conoce a los grandes hombres, y no podía menos de saber que este hombre que en tiempos había sido tan monstruoso enemigo de mi padre era hoy una figura de cierta relevancia, un miembro de la junta directiva del Banco de Inglaterra. El Banco de Inglaterra era enemigo de la Compañía de los Mares del Sur, y la Compañía deseaba que mi investigación cesase. Yo no sabía definir lo que ocurría, o cómo encajaban estas piezas, pero la negativa de mi tío a nombrar a Bloathwait, a dejar que el nombre saliese de su boca, me dejaba bien claro que no me quedaba más remedio que hablar con este enemigo una vez más, para descubrir si un villano del pasado había regresado para arrebatarle la vida a mi padre.
No deseo producir en el lector la impresión de que no tenía más ocupación que las descritas en estas páginas, ni más amistades que las mencionadas aquí. A pesar de todo, yo sabía que mi naturaleza era obstinada, y pensé que sería mejor liberarme de toda obligación antes de meterme de lleno en esta investigación. En los días que siguieron a mi visita a casa de mi tío, concluí un asunto que me traía entre manos con uno de mis patronos habituales -un sastre que servía a las mejores familias de la ciudad y que a menudo se encontraba con que sus facturas no eran satisfechas por los caballeros cuya suerte había cambiado de signo-. Muchos de estos caballeros se aprovechan de las liberales leyes de este país para aparecer en público los domingos, cuando está estipulado que los alguaciles no pueden arrestarlos por cuestión de deudas. Por tanto, sus acreedores sufren mientras los morosos se pasean por ahí bajo título de «Caballeros de Domingo». Yo, sin embargo, al servicio de mis patrones, había decidido interpretar la ley de manera más flexible que los alguaciles. Tenía un viejo acuerdo con la Alegre Moll que me permitía arrancar a los morosos de las calles los domingos y depositarlos en su dispensario de ginebra hasta que amanecía el tan esperado lunes. Raro era el hombre que no aceptaba el licor de Moll una vez encerrado en su mazmorra, y con el moroso en cuestión desorientado e incapaz de producir una historia coherente sobre su arresto ilegal, yo me ponía en contacto con un verdadero alguacil -desconocedor de la trama- que procedía a arrestarlo. Se trataba de una operación sencilla, por la que yo recibía la cantidad equivalente al cinco por ciento de la deuda, y Moll recibía una compensación de una libra.
Después de apresar a un sujeto escurridizo que le debía a mi amigo el sastre más de cuatrocientas libras, interrogué a varios de mis conocidos para ver si sabían algo de Balfour el viejo o de su muerte, pero eso resultó ser empresa vana. Tuve más éxito en la visita a una joven actriz -cuyo nombre no sería delicado mencionar- con quien mantenía cierta relación. Era una chica hermosa de cabello rubio y brillante, ojos azulados y sonrisa pícara que siempre me hacía creer que me la iba a jugar en cualquier momento. A menudo me complacía su charla insustancial, porque el mundo de las bambalinas quedaba muy lejos de mis actividades ordinarias, pero en esta ocasión no pude beneficiarme de este refugio, ya que la oí contarme que se había enterado de que representaría a Aspasia en La tragedia de la doncella, sólo porque el papel había sido abandonado por una mujer que había escapado del teatro para convertirse en la puta de Jonathan Wild. Pero pronto olvidé el nombre de ese enemigo mientras pasaba varias horas deliciosas en compañía de esta mujer. Era una lástima que siempre le ofreciesen papeles trágicos, porque tenía un ingenio que yo encontraba irresistible. Una velada con esta criatura encantadora transcurría entre tantas risas como intrigas amorosas. Pero estoy divagando: estas aventuras no tienen relevancia para esta historia.
Lo que sí creo que es relevante, sin embargo, es que al despedirme de ella, ya de noche cerrada, me topé con una desventura que tuve que asumir que estaría relacionada con mi investigación. Mi actriz vivía no lejos de mis aposentos, al otro lado del Strand, en una pequeña plaza que salía de Cecil Street, una zona que a mí me parecía estar demasiado aislada y demasiado cerca del río para la comodidad de una dama. Tenía por costumbre mandarme a mi casa muy tarde, después de que su casera se hubiera ido a dormir y antes de que se levantase de nuevo, y yo no tenía gran objeción a esa práctica, pues prefería la comodidad de mis propias habitaciones. Esa noche, tras pagar mis tributos en el templo de Venus, me dispuse a regresar a casa de la señora Garrison. La noche estaba muy oscura cuando subía por Cecil Street, y no había ni un alma despierta, según pude percibir. Se oía el agua del río, y olía a humedad y a pescado. Había empezado a chispear, y el aire estaba cargado de una bruma fresca. Me levanté el cuello del abrigo y me adentré en la oscuridad del mal iluminado camino a casa. Cuando era niño, las calles de Londres estaban razonablemente iluminadas con lámparas, pero en los años que preceden a esta historia esas lámparas habían dejado de usarse. Estas calles tenebrosas se habían perdido para la gente honrada, y habían sido conquistadas por los miserables habitantes de los callejones, las alcantarillas y los dispensarios de ginebra.