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Oí el chacoloteo de las herraduras y el chirrido de las ruedas, y supe que volvía el carruaje. Me quedaba poco tiempo.

Él gemía. Se agarraba la zona dolorida. No decía nada. Pensé que debía captar su atención, y hacerlo rápido, así que le di otra patada, esta vez en la cara. Salió despedido de espaldas hacia la carretera y dio duro en el suelo con el trasero. Oí un gemido y luego una raspadura en la garganta al intentar coger aire.

– ¿Quién te envía? -pregunté de nuevo. Esperaba que mi voz le trasladase la urgencia de la pregunta.

Pensé que si mi golpe a su parte más tierna había dejado al ladrón tan impedido, con el segundo le habría dominado por completo, pero no resultó ser ése el caso.

– Bésame el culo, judío -me dijo, y después, cogiendo aire audiblemente para reunir fuerzas, corrió tras el carruaje. Corría despacio y torpemente, pero corría de todas maneras, y se mantuvo justo fuera de mi alcance cuando saltó, o quizá deba decir que se lanzó a la parte trasera del coche cuando éste giraba hacia el Strand. Di un paso atrás para que el carruaje no me amenazase, aunque no creía que fuera a hacerlo de nuevo. Se fue a toda prisa, dejándome a mí en pie e ileso, aunque confuso y fatigado.

En momentos como ése, uno desea alguna clase de resolución dramática, como si la vida fuera una mera comedia. No sabría decir qué me resultaba más desconcertante, si el ataque que había recibido sobre mi persona o el hecho de que, una vez concluido el ataque, simplemente siguiera caminando hacia el Strand. Y en el silencio de la noche casi podía creer que el asalto no había sido más que una fantasía de mi mente.

Pero no lo había sido. Ni había sido simplemente un intento de atracar a un hombre lo suficientemente tonto como para andar solo por la calle de noche. El carruaje me estaba diciendo que éstos no eran unos pobres ni unos desesperados, puesto que ¿dónde encontrarían meros ladrones una pieza de equipamiento tan cara? Lo que más me asustaba era que estos hombres me conocieran, que supieran que yo era judío. Habían ido a por mí, y haberles dejado escapar me llenaba de una furia que me hacía retorcerme, una furia que juré desplegar ante mis asaltantes, quienes yo creía firmemente que eran los asesinos de mi padre.

Doce

Con la claridad que llega con la luz de la mañana advertí con precisión la gravedad de mi situación. Si lo que mis atacantes deseaban era asesinarme, sin duda habían fallado estrepitosamente, y si su deseo era asustarme para que desistiera, decidí que debían fracasar de igual manera en ese aspecto. Entendí el asalto como prueba irrefutable de que mi padre había sido asesinado, y que hombres violentos y poderosos querían mantener la verdad de su muerte en secreto. Como hombre muy habituado al peligro, determiné tan sólo ejercer mayor cautela, y seguir mi camino.

Mis pensamientos fueron interrumpidos por la llegada de un mensajero, que me trajo una carta cuya caligrafía femenina no reconocí. La rasgué y me quedé atónito al leer el siguiente recado:

Señor Weaver:

Confío en que no le será difícil imaginar el apuro extraordinario que siento al molestarle, especialmente porque hace muy poco que nos conocemos. A pesar de ello, me dirijo a usted porque aunque nuestro encuentro ha sido breve, pude ver que es usted un hombre de honor y de buenos sentimientos, y tan generoso como discreto. Conversamos brevemente acerca de las limitaciones que me impone vivir en casa de su tío, pero esperaba librarle a usted de la incomodidad y a mí de la vergüenza de tener que decirle que estas limitaciones son urgentes, además de reales. Me encuentro escasa de liquidez, y amenazada por viles acreedores. No me atrevo a arriesgarme a desagradar al señor Lienzo pidiéndole ayuda, y, sin tener otro lugar al que recurrir, me veo obligada a revelarme ante usted con la esperanza de que tenga tanto la capacidad como la voluntad de adelantarme una pequeña cantidad que le devolveré en plata a la mayor brevedad, y que le pagaré en gratitud inmediata y eterna. Quizá un hombre de su condición no eche de menos la suma de veinticinco libras, que me aliviarían a mí de un bochorno y un malestar que ni me atrevo a imaginar. Espero que brinde usted a esta nota toda la consideración que merece, y que se apiade de una desesperada,

Miriam Lienzo

Mi respuesta a esta carta fue una mezcla de sorpresa, perplejidad y alegría. Puesto que había sido gratificado por Sir Owen por mis progresos en el asunto de Kate Cole, no hubiera podido perdonarme a mí mismo de haber dejado sufrir a Miriam bajo las amenazas de sus acreedores. No tenía ninguna duda de que mi tío no la dejaría visitar el interior de la cárcel de morosos por una suma tan nimia, pero creía que ella tenía sus razones para desear que él se mantuviera en la ignorancia con respecto a sus problemas.

Reuní la suma necesaria inmediatamente, haciendo uso de mi secreta reserva de plata y mandé al mozo de la señora Garrison con las monedas y la siguiente nota.

Señora:

Recordaré durante largo tiempo éste como un gran día, por haberme dado usted la oportunidad de hacerle un pequeño servicio. Le ruego que considere esta suma insignificante como un regalo, y no vuelva a preocuparse por ello. Lo único que le pido es que, si volviera usted a encontrarse ante cualquier necesidad, piense en recurrir en primer lugar a

Ben. Weaver

Pasé gran parte de la siguiente hora preguntándome en qué tipo de deudas podía haber incurrido Miriam y cómo podía mostrarme su gratitud. Desgraciadamente, pronto tuve que ocuparme de otros asuntos. Éste era el día de mi cita con Sir Owen en su club, así que, tras concluir una serie de recados rutinarios por la metrópoli, regresé a mis aposentos en casa de la señora Garrison para lavarme la cara y ponerme mi mejor traje. Incluso me planteé brevemente ponerme peluca, para intentar parecer uno de aquellos hombres, pero enseguida me hizo reír mi propia necedad. Yo no era un caballero elegante, y fingir serlo sólo me ganaría su desprecio. Y fue con cierto grado de orgullo que me recordé a mí mismo que yo no necesitaba una peluca, como la mayoría de los hombres ingleses, puesto que yo, preocupado por la limpieza, me lavaba el pelo varias veces al mes, con lo que evitaba la plaga de piojos. Lo que sí llevé fue una espada, sin embargo, aunque la mayoría de los hombres consideran que una espada elegante es una característica de los gentiles. De hecho, no hacía tantas generaciones que las leyes del Reino le prohibían a un hombre como yo portar armas, pero a pesar de las duras miradas que mi arma atraía a veces, nunca se me ocurría dejarla en casa. Su protección había demostrado ser más que valiosa, y ningún extraño se atrevía a expresar su desagrado con palabras pronunciadas más allá del susurro.

Eran casi las nueve, la hora en que había acordado reunirme con Sir Owen en su club, y tras mis aventuras de la noche anterior podía sentir la torpeza sorda del agotamiento en cada uno de mis músculos. La invitación de Sir Owen me parecía una oportunidad espléndida, y no tenía ninguna intención de insultarle no reconociéndola como tal, pero al acercarme al club, que se encontraba en una preciosa casa blanca de la época de la reina Ana, me pregunté por las razones precisas que le habían llevado a invitarme. No podía más que pensar que en un club que tenía a Sir Owen como socio no habría escasez de caballeros dispuestos a elevar las cejas frente a un invitado judío. ¿Quería Sir Owen hacerme un favor, o tendría algún otro motivo? Me pregunté si no tendría quizá algún enemigo dentro del club, gente a la que deseaba intimidar mostrándoles su vínculo conmigo. ¿Sería posible que creyese que habría cierto prestigio en anunciar que tenía entre sus conocidos a un tipo de mi calaña? ¿O era sólo que un caballero tan desbordante de vida y entusiasmo como Sir Owen sentía simplemente que yo le había hecho un favor y quería hacerme uno él a mí también -aunque el favor a devolver fuese de mal gusto-? Basándome en lo que sabía de él, esta explicación no era improbable, así que decidí creer en su buena fe, y llamé a la puerta.