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Después de un momento me recibió un lacayo muy joven, quizá no mayor de dieciséis años, que ya había aprendido a darse los mismos aires que sus amos. Me escudriñó, notando sin duda mi piel oscura y mi cabello natural, y arrugó el rostro en un gesto de frívolo desagrado.

– ¿Es posible que tenga usted algo que hacer aquí?

– Es posible, sí -le contesté con una mueca apretada. Cinco años atrás, quizá, me hubiera planteado si propinarle o no una dolorosa lección de urbanidad, pero la edad había templado mis pasiones-. Mi nombre es Weaver -le dije con hastío-. Vengo invitado por Sir Owen Nettleton.

– Ah, sí -dijo arrastrando la voz, sin que su rostro abandonase aún la convicción de superioridad-. El invitado de Sir Owen. Nos lo habían advertido.

Me pareció que el «nosotros» era un toque un poco audaz por su parte, Estaba seguro de que si se lo mencionaba a Sir Owen el chico recibiría una buena tunda por creerse uno más entre sus superiores, pero dar noticia de la insolencia de aquel joven pájaro era una tarea que debía dejarle a otro. Así que seguí al criado hasta un recibidor exquisito con un artesonado de madera oscura de una calidad que yo nunca había visto. En el suelo había una alfombra de origen indio, y no debía de ser barata, a juzgar por lo intrincado del dibujo. Como no sé mucho de arte, no soy capaz de ofrecer una opinión acerca de los cuadros de las paredes, pero eran unas escenas pastoriles ejecutadas con habilidad: italianas, supuse, basándome en los trajes de las figuras. Estaba claro que Sir Owen se movía en un ambiente sofisticado.

Seguí al chico por un salón igualmente exquisito, donde había tres hombres sentados bebiendo vino. Su íntima conversación se quebró a mi paso, ya que aprovecharon la oportunidad para mirarme fijamente. Les sonreí e incliné la cabeza tres veces al avanzar hacia el salón principal. Era una estancia grande con unas cuatro o cinco mesas, varios sofás, y muchas sillas. Aquí unos veinte hombres estaban inmersos en una serie de actividades: jugando a los naipes, conversando amistosamente, y leyendo los periódicos en alto. Un hombre estaba de pie en una esquina, orinando en una vasija de porcelana. Los muebles eran todos de la mejor calidad, y las paredes, cubiertas con paneles de madera, estaban decoradas con el mismo tipo de lienzos italianos que había visto fuera. En una de las paredes había una enorme chimenea donde, sin embargo, ardía un fuego muy pequeño.

Sir Owen nos vio a nosotros primero. El barón se levantó de una de las mesas de naipes, donde su rostro había estado oculto mientras contemplaba su baza. Al vernos se disculpó brevemente con sus compañeros de partida y se acercó a saludarme.

– Weaver, qué bien que haya decidido venir -el rostro afable de Sir Owen estaba iluminado por el buen humor del oporto-. Muy bien, sí señor. ¡Un vaso de oporto para el señor Weaver! -le gritó Sir Owen a un lacayo con levita al otro lado de la habitación. El paje que me había traído a mí ya se había desvanecido.

Noté que el murmullo de la conversación descendió de volumen hasta ser apenas un susurro; todas las miradas se concentraban en mí, pero Sir Owen o bien no percibía la sospecha con la que se me observaba o bien le daba lo mismo. Así que me pasó el brazo por el hombro y me llevó hacia un grupo de hombres sentados en sillones dispuestos en círculo.

– Oigan, caballeros -dijo Sir Owen, casi a voz en grito-, quiero que conozcan a Benjamin Weaver, el León de Judea. Me ha ayudado a salir de un aprieto, ¿saben?

Los tres hombres se pusieron en pie.

– Imagino -dijo uno de ellos con sequedad- que se refiere a este momento preciso, porque la llegada del señor Weaver le ha ayudado a salir del aprieto de ir perdiendo.

– Exacto, exacto -asintió Sir Owen jovialmente-. Weaver, estos caballeros son Lord Thornbridge, Sir Robert Leicester y el señor Charles Home.

Los tres me saludaron con rígida cortesía mientras Sir Owen seguía hablando.

– Aquí donde le ven, Weaver es un hombre tan valiente y tan fuerte como cualquiera que hayan podido conocer. Este tipo es un orgullo para su gente, ayudando a los demás en lugar de engañarles con acciones y participaciones.

Desde luego que no era la primera vez que oía sentimientos como los de Sir Owen. Los que no sabían que yo era el hijo de un agente de bolsa con frecuencia se tomaban la libertad de felicitarme por no tener nada que ver con el mundo de las finanzas y las costumbres judías, que a menudo creían ser la misma cosa. Me preguntaba si Lord Thornbridge conocía mis vínculos familiares, porque me pareció que le divertía y se tomaba con ironía la verborrea de Sir Owen. Tendría unos veinticinco años -un hombre de aspecto llamativo, extraordinariamente apuesto y sin embargo feo al mismo tiempo-. Tenía los pómulos muy marcados, la barbilla masculina y unos ojos sorprendentemente azules, pero en la boca los dientes estaban negros de podridos y tenía un llamativo forúnculo rojo y bulboso en la nariz.

– ¿Se considera usted un orgullo para su gente? -me preguntó Lord Thornbridge, al tiempo que tomaba asiento. Los demás seguimos su ejemplo.

– Creo, señor -contesté, eligiendo con cuidado extremo mis palabras-, que cualquier hombre de una nación extranjera debe servir de embajador entre sus anfitriones.

– Bravo -respondió, con una risa que me pareció que nacía tanto del tedio como de la apreciación. Se volvió hacia su amigo-: Me encantaría que sus hermanos los escoceses se sintieran igual, Home.

Home sonrió satisfecho de la oportunidad de contribuir a la conversación. Era aproximadamente de la misma edad que Lord Thornbridge, y me pareció que los dos eran compañeros, si no amigos. Iba vestido más a la moda que el aristócrata, y su apostura no se veía ensombrecida por ningún defecto. La confianza que Thornbridge basaba en su nobleza, Home la basaba en su aspecto. Y los dos, concluí rápidamente, basaban su confianza en el dinero.

– Creo que no entiende usted a los escoceses, milord -dijo Home, arrastrando las palabras-. El señor Weaver quizá siente que sus hermanos judíos deben tener cuidado en no molestar a sus anfitriones, porque saben que sus anfitriones siempre están dispuestos a molestarse. Nosotros los escoceses, sin embargo, sentimos la obligación más fraternal de instruir a los ingleses en materia de filosofía, religión, medicina y buenas costumbres en general.

Lord Thornbridge se mostró divertido ante la conversación de Home.

– Del mismo modo que nosotros los ingleses enseñamos a los escoceses a…

Home le interrumpió.

– ¿A aprender de los profesores de danza franceses, señor? En serio, usted sabe perfectamente que la cultura de la que pueda hacer gala Inglaterra viene del norte o del otro lado del canal.

Con los labios apretados en un gesto petulante, Lord Thornbridge musitó algo sobre los bárbaros y los rebeldes escoceses, pero estaba claro quién era el más ingenioso de los dos. Thornbridge abrió la boca para volver a hablar, sin duda decidido a recuperar su honor, pero le interrumpió Sir Robert, un hombre mucho mayor, de cincuenta años o más, sentado con la pétrea superioridad de alguien que nunca ha necesitado nada.

– ¿Qué opina usted entonces, Weaver, de los Shylocks de su…

– Vamos, Bobby -se entrometió Sir Owen-, no echemos el toro a nuestro amigo. Es mi invitado, después de todo.

Su tono revelaba más jolgorio que censura, y no pude creer que sus palabras estuvieran calculadas para tener efecto alguno sobre sus amigos.

– No veo que le estemos echando el toro -respondió Sir Robert. Se dirigió a mí-: Sin duda convendrá conmigo en que muchos de los suyos son unos pillos que buscan engañar a los cristianos para hacerse con sus posesiones.