– Un día voy a dejar que me sangres sólo por el placer de sorprenderte -me reí-. Es decir, dejaré que me sangres sólo si creo que de paso no me matarás.
Elias puso cara de fastidio.
– Es un misterio que los judíos hayáis sobrevivido. En vuestras creencias médicas sois como los indios salvajes. ¿Cuando alguno de vuestra tribu enferma, llamáis al médico, o al chamán, vestido con una piel de oso?
La ocurrencia de Elias me hizo reír.
– Me encantaría saber en qué manera los escoceses, que andáis pintados de azul y medio desnudos por las Tierras Altas, sois más civilizados que los autores de las escrituras, pero esperaba que tuvieras tiempo de hablar conmigo del asunto Balfour. Y me gustaría mucho que conversásemos acerca de todo este corretaje de bolsa y demás, del que creo que algo sabes.
– Por supuesto. Y tengo mucho que contarte. Pero si lo que quieres es hablar de la Bolsa, no se me ocurre un sitio mejor que el Jonathan's Coffeehouse, el corazón mismo y el alma de la calle de la Bolsa. Sólo hace falta que te agencies un carruaje para que nos lleve hasta allí, y luego dejaré que me invites a comer algo. O mejor aún, ¿por qué no incluimos la expedición en la cuenta de Balfour?
No iba a cobrarle ningún gasto a Balfour. Por lo que me había contado Adelman, iba a tener suerte si recibía algo de él, pero no quería apagar el entusiasmo de Elias. Sentí en el bolsillo el tintineo de la plata, fruto de la amabilidad de Sir Owen, y me pareció muy bien invitar a mi amigo a comer en pago a sus buenos consejos.
En el carruaje de camino a la calle de la Bolsa, Elias parloteó constantemente, pero dijo relativamente poco de importancia. Me contó de viejos amigos a los que había visto, de un motín en el que casi se había visto envuelto, de una aventura escabrosa que había tenido con dos prostitutas en la trastienda de una oficina de farmacia. Pero mi pensamiento vagaba durante la alegre charla de Elias. El día estaba fresco y nublado, pero el aire estaba limpio, y yo iba mirando por la ventanilla mientras avanzábamos en dirección este por Cheapside hasta Poultry. A lo lejos vi Grocers Hall, sede del Banco de Inglaterra, y delante de nosotros la enormidad del edificio de la Bolsa de Londres. Debo decir que esta estructura gigantesca siempre me había intimidado, porque aunque mi padre no había trabajado allí dentro desde mi más temprana infancia, aún lo asociaba con un poder paterno malhumorado y misterioso. La Bolsa, según había sido construida después de que el Gran Incendio destruyera la antigua sede, es esencialmente un gran rectángulo, con el exterior rodeando un gran patio abierto. Aunque sólo tiene dos plantas, los muros alcanzan tres o cuatro veces más altura que cualquier otro edificio de dos plantas que a uno se le ocurra, y la entrada se ve disminuida por una gran torre que asciende a los cielos.
Hace muchos años, los corredores como mi padre hacían sus negocios en el edificio de la Bolsa de Londres, y los judíos tenían incluso su propio «paseo» o lugar de trabajo en el patio, al igual que los comerciantes de telas o de comestibles y todo tipo de hombres dedicados al comercio exterior. Pero entonces el Parlamento aprobó una ley que prohibía la compraventa de acciones dentro de la Bolsa, así que los corredores tuvieron que trasladarse a la cercana calle de la Bolsa, instalándose en cafés como el Jonathan's o el Garraway's. Para indignación de aquellos que habían luchado contra la correduría de bolsa, la mayor parte del comercio de Londres se trasladó con ellos, y si bien el edificio en sí se mantenía como un monumento al poderío financiero británico, no era más que un monumento hueco.
Lo cierto era que las verdaderas operaciones de bolsa tenían lugar en unas pocas callejuelas estrechas y de apariencia insignificante que podían recorrerse en apenas unos minutos. Por el lado sur de Cornhill, enfrente justamente del edificio de la Bolsa de Londres, se entraba en la calle de la Bolsa, que avanzaba en dirección sur pasando por el Jonathan's y luego por el Garraway's, mientras la calle giraba hacia el este para desembocar en Birchin Lane, donde el caminante se encontraba con el Banco Sword Blade y unos cuantos cafés más donde hacer negocios con loterías o con aseguradoras o en proyectos en el comercio extranjero. Birchin Lane le conducía a uno hacia el norte, de vuelta a Cornhill, completando así el sencillo recorrido de uno de los conjuntos de calles más confusos, imponentes y misteriosos del mundo.
Nuestro carruaje se encontró con tráfico pesado cerca del edificio de la Bolsa, así que le pedí al cochero que se detuviese cerca de Pope's Head Alley, y desde allí caminamos un breve trecho, abriéndonos paso entre la multitud de hombres. Si el Jonathan's era el centro del comercio, era también donde se localizaba su esencia más pura, y a medida que uno se alejaba iba encontrando más tiendas híbridas y extrañas, que derivaban su negocio tanto de la excitación monetaria de la calle de la Bolsa como del comercio, más mundano, de la vida diaria. Se veían carnicerías-loterías, donde al comprar un pollo o un conejo se participaba en el sorteo de un premio. Un mercader de té prometía que un tesoro de acciones de la Compañía de las Indias Orientales estaba escondido en una de cada cien cajas de sus productos. Un farmacéutico apostado a la puerta de su establecimiento ofrecía a gritos asesoramiento financiero barato.
Sería injusto por mi parte sugerir que la zona en torno a la Bolsa era el único lugar de la metrópoli al que las nuevas finanzas le habían hincado el diente. La locura por la ganancia monetaria se había apoderado de la ciudad con el restablecimiento legal de la lotería en 1719, el año de este relato, y las loterías ilegales llevaban años siendo populares en todas partes. Confieso que yo mismo hacía negocios con un barbero lotero que me apuntaba para un premio cada vez que me afeitaba, aunque mis visitas prácticamente diarias desde hacía ya más de dos años aún no me habían reportado beneficio alguno.
Había visitado la zona con anterioridad, pero ahora me producía una nueva fascinación. Mantenía la mirada alerta, como si cada hombre con quien me cruzara pudiera esconder la clave del asesinato de mi padre; en realidad era mucho más probable que a cada hombre con el que me cruzaba le importase un rábano la muerte de mi padre, a no ser que yo fuera capaz de demostrarle de qué modo le iba a costar dinero o a hacérselo ganar.
Elias y yo nos abrimos paso hasta la calle y llegamos rápidamente al Jonathan's, que estaba bastante lleno, y bullía con los negocios del día.
El Jonathan's, café de corredores y corazón mismo de la calle de la Bolsa, me parecía el más animado de los cafés que yo conocía. Los hombres se agrupaban, discutiendo con vehemencia, riéndose, o con aspecto grave. Otros estaban sentados a las mesas, hojeando a toda prisa pilas de papeles, bebiendo café. Y el ruido no era sólo el de la conversación. Mientras algunos daban a sus amigos palmadas en la espalda con cálida benevolencia, otros anunciaban su mercancía a gritos: «¡Vendo para el próximo sorteo de lotería, ocho chelines el cuarto de boleto!», «¿Alguien vende bonos de 1704?», «¡Tengo aquí una fábrica de hacer dinero para cualquiera que me brinde cinco minutos de su tiempo!», «¿Quién quiere invertir en el drenaje de pantanos? ¡Proyecto garantizado!».
Mirando a mi alrededor, podía entender por qué mis vecinos cristianos asociaban tan rápidamente a los judíos con la calle de la Bolsa, porque había una gran cantidad de israelitas en la sala, quizá más de cuantos yo hubiese visto juntos nunca en Dukes Place. Pero los judíos apenas eran la mayoría en el Jonathan's, y en absoluto eran los únicos extranjeros. Aquí había alemanes, franceses, holandeses -muchos holandeses, se lo aseguro-, italianos y españoles, portugueses y, por supuesto, una cantidad considerable de británicos del norte. Había incluso algunos africanos dando vueltas por ahí, pero me parece que eran criados, no agentes de bolsa. La habitación era una cacofonía de idiomas distintos, todos pronunciados a gritos al mismo tiempo. Era un confuso muestrario de papeles que cambiaban de manos, firmas, sobres llenos, café servido y café bebido. Me pareció el centro mismo del universo, y no era escasa mi admiración por quienes eran capaces de trabajar en un lugar tan lleno de distracciones.