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Dos

En aquellos tiempos mi negocio era aún nuevo; no tenía ni dos años de experiencia y todavía me afanaba en aprender los secretos de mi oficio. Había disputado mi último combate oficial como púgil unos cinco años antes, cuando no tenía más de veintitrés. Después de que aquella profesión llegase a un final tan abrupto, encontré maneras diversas de ganarme el sustento, o quizás debiera decir de sobrevivir. De la mayoría de estas vocaciones no estoy orgulloso, pero me enseñaron muchas cosas que me resultarían de provecho más tarde. Durante un tiempo estuve empleado en un patrullero que hacía el trayecto entre el sur de Inglaterra y Francia, pero este barco, como adivinarán mis perspicaces lectores, no pertenecía a la flota de Su Majestad. Cuando arrestaron a nuestro patrón bajo acusaciones de contrabando, fui a la deriva de aquí para allá, e incluso, aunque me ruborice reconocerlo, adopté el modo de vida de los ladrones de casas, y luego el de salteador de caminos. Las ocupaciones de esta naturaleza, aunque excitantes, rara vez resultan rentables, y uno se cansa de ver a los amigos con el dogal alrededor del cuello. Así que hice juramentos y promesas, y regresé a Londres a buscarme algún oficio honesto.

Es una lástima que no me anticipase a los púgiles de hoy en día, quienes, como el famoso Jack Broughton, cuando se retiran abren academias donde entrenan a los mozos que ocuparán su lugar. Broughton, de hecho, ha sido tan ingenioso que ha inventado unos artefactos a los que llama «guantes de boxeo»: una especie de voluptuoso acolchado para el puño. He visto estas cosas y sospecho que ser golpeado por un hombre que lleva estos guantes es casi como no ser golpeado en absoluto.

Yo era mucho menos listo que Broughton y no tenía ideas tan ambiciosas, pero sí tenía unas cuantas libras mal ganadas en el bolsillo, y buscaba un socio con quien abrir una taberna o algún otro negocio de ese tipo. Fue en esa época, mientras regresaba a pie a mis habitaciones ya entrada la noche, cuando tuve la buena fortuna de socorrer a un anciano acosado por una banda de mocosos ricos. A estos rufianes aristocráticos, conocidos en aquellos días como los Mohock (un nombre que suponía un insulto para los honorables salvajes de las Américas), nada les divertía más que pasearse por las calles de Londres, atormentando a quienes eran más pobres que ellos, rompiéndoles brazos y piernas, arrancándoles la nariz o una oreja, empujando a señoras mayores ladera abajo e incluso, aunque en contadas ocasiones, deleitándose con tan irreversible crimen como el asesinato.

Yo había leído acerca de estos cachorros arrogantes y había deseado tener la oportunidad de devolverles un poco de su propia violencia, de modo que ahora no sé si fue mi odio por los privilegios que estos hombres creían que les pertenecían o la bondadosa preocupación que me despertaba la anciana víctima lo que me atrajo a la pelea. Sólo puedo decir que cuando vi la escena frente a mí, actué sin vacilación.

Cuatro mohocks, vestidos de satén y fino encaje, y cubiertos con máscaras de carnaval italianas, rodeaban a un tipo mayor que se había encogido en el suelo y estaba sentado como una especie de niño grotesco con las piernas dobladas. Le habían quitado la peluca y la habían arrojado al suelo, y un delgado hilo de sangre le manaba de un corte en la cabeza. Los mohocks proferían risitas, y uno de ellos hizo un chiste obsceno en latín, que desató la abierta hilaridad de los demás.

– Ahora -le dijo uno de ellos al viejo- es usted quien elige -sacó el sable y rebanó el aire con la ensayada soltura de un maestro de esgrima, antes de arrimar la punta del arma a la cara del hombre-. ¿Prefiere perder una oreja o la punta de la nariz? Decídase pronto o le otorgaremos los dos premios en pago por sus esfuerzos.

Por un momento no hubo más sonido que la entrecortada respiración del hombre sitiado y el rumor de la mugre de la ciudad corriendo por el arroyo en mitad de la calle.

La rotura de pierna que había terminado con mi carrera en los cuadriláteros me dejó sin el aguante de un púgil, pero todavía me sobraban fuerzas para una breve riña callejera. Los mohocks estaban demasiado ebrios de crueldad, y de vino también, como para advertir mi presencia, de modo que me apresuré a ayudar a la víctima, despachando inmediatamente a uno de los mozos con un golpe feroz en la nuca. Antes de que sus compañeros se dieran cuenta de que me había metido en la pelea, ya había agarrado a un segundo truhán y lo había tirado de cabeza contra el muro, maniobra que lo dejó incapacitado para nuevas fechorías.

El viejo, a quien yo había creído tan indefenso como una mujer, vio como los dos equipos se igualaban rápidamente, y se incorporó en una postura más varonil, pegando bruscamente al asaltante que le había amenazado con el sable, haciéndole soltar el largo y elegante filo y enviándolo con estruendo a la oscuridad. Yo me batía ahora a puñetazos con uno de los dos hombres que permanecían en la batalla, mientras que mi compañero, que debió de sacar fuerzas de la indignación, recibía unos cuantos golpes tremendos en la cara soportando con valentía el dolor. Le manaba abundante sangre de un nuevo corte sobre el ojo izquierdo, pero demostró ser un guerrero animoso y se mantuvo en juego durante el tiempo que transcurrió hasta que apareció un guardia del barrio, con la linterna en alto, al final de la calle. Los mohocks, al ver al vigilante, decidieron interrumpir su pasatiempo, y los dos villanos que quedaban en pie reunieron a sus camaradas caídos y se fueron cojeando a lamerse las heridas y a inventarse historias que pudieran explicar sus magulladuras.

Mientras se aproximaba el vigilante, me acerqué a mi compañero de armas y le sujeté por los hombros para enderezarle. Me miró fijamente con los ojos cansados, la mirada borrosa por la sangre y el sudor, y luego me ofreció una amplia sonrisa.

– ¡Benjamin Weaver! -exclamó-. ¡El León de Judea! Caramba, nunca pensé que volvería a verle pelear. Y aún menos que lo haría desde tan cerca.

– Tampoco entraba en mis planes -le dije, cogiendo aliento-. Pero me alegra haberle sido de ayuda a un hombre en apuros.

– Y aún ha de alegrarse más -me aseguró-, porque que me condenen a servir al mismo Satanás si no recompenso su valor como se merece. Deme la mano, caballero.

El infortunado se presentó entonces como Hosea Bohun, y me rogó que le visitara al día siguiente para poder así ofrecerme una pequeña recompensa en señal de gratitud. Para entonces ya había llegado el guardia: un tipo debilucho, poco dotado para su oficio. Como había perdido a los asaltantes, el vigilante consideró una gran idea llevarse a las víctimas al calabozo como castigo por estar en la calle después del toque de queda, pero el señor Bohun salpicó su discurso hábilmente con los nombres de sus amigos, incluyendo el del señor alcalde, y despachó al vigilante.

Al día siguiente descubrí que había tenido la fortuna de socorrer en una situación de vida o muerte a un comerciante muy adinerado de la Compañía de las Indias Orientales, y en la espléndida casona del señor Bohun, este hombre agradecido me recompensó con una suma no inferior a las cien libras, y la promesa de ayudarme si se presentaba la ocasión. Y es cierto que me ayudó, ya que la historia de cómo le habían asediado los mohocks y de cómo tuvo la suerte de enfrentarse a ellos con Benjamin Weaver a su lado, encontró eco en los periódicos. Al poco tiempo recibí las visitas de otros hombres -algunos elegantes, otros pobres, pero todos con ofertas para pagarme por mis habilidades-. Un caballero preparaba un viaje a su casa de campo y deseaba que cabalgase a su lado para protegerle a él y a sus bienes de los salteadores de caminos. Otro era un tendero cuyo establecimiento era asaltado regularmente por una panda de rufianes; quería que pasase algún tiempo en su tienda a la espera de los villanos, a quienes debía recompensar por sus fechorías. Otro más quería que cobrase la deuda de un sujeto escurridizo que había sorteado con éxito a los alguaciles durante más de un año. Quizás la petición más significativa (una que de nuevo colocó mi nombre en los titulares) vino de una señora venida a menos cuya única hija, que no tenía ni doce años, había sido atacada de la forma más ignominiosa por un marinero. Había testigos del ataque pero esta mujer no lograba encontrarlos ni a ellos ni al propio marinero. Pronto descubrí que no había más que hacer preguntas, escuchar las habladurías y seguir las pistas que iban dejando atrás los culpables imprudentes. Este marinero, como puede que sepan mis lectores, fue condenado por violación y yo mismo tuve el placer de presenciar su ahorcamiento en Tyburn.