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La fortuna nos sonrió, porque nada más entrar un trío de hombres dejaron libre una mesa delante de nosotros, y nos movimos con rapidez para ganarla antes que un grupo de hombres que llevaban más tiempo esperando, mientras negociaban de pie. Gritando por encima del barullo, le pedí a un chico que pasaba a nuestro lado con una bandeja llena de platillos sucios que nos trajera café y hojaldres.

Miré en torno a mí con asombro. No visitaba el Jonathan's desde la infancia, cuando mi padre nos traía a mi hermano y a mí a rastras para que observáramos cómo trabajaba. Solíamos quedarnos sentados, mudos e incómodos, paralizados a medias por el terror romo que siente un niño ante la presencia inexplicable de la locura adulta, y a medias por el puro aburrimiento. Ahora, de nuevo en el café y ya adulto, en mi propia visita de trabajo, aún me sentía pequeño, sobrecogido y un poco intimidado. Al menos aún no estaba aburrido.

El chico nos trajo café y comida, y Elias no perdió tiempo en meterse un hojaldre entero en la boca.

– ¿Conoces al señor Theodore James, el librero del Strand? -me preguntó, con la voz apagada por la pasta y la mermelada.

– He pasado por su tienda.

Elias vibraba de excitación al hablar.

– Deberías entrar alguna vez. Es un hombre espléndido. Imprimió mi volumen de poemas, ¿sabes? El señor James posee cierta influencia, que ha utilizado para conseguirme audiencia con el señor Cibber en el Teatro Real de Drury Lane, para que considere la posibilidad de montar mi obra dramática. Es algo increíblemente emocionante, la verdad. Me mareo sólo de pensar que mi obra se represente en un escenario. Es verdaderamente maravilloso, ¿no crees?

No podía evitar sonreír. Elias, después de todo, era un hombre de muchos talentos.

– No tenía ni idea de que tuvieras una obra lista para representar -le estreché la mano con alegría.

Soltó una risita bobalicona.

– Y no la tenía. Le diré que he trabajado con ahínco. Pero no con demasiado ahínco, porque no quiero que crea que soy uno de esos dramaturgos tontos que se creen un Jonson o un Fletcher. La escribí ayer -añadió en un susurro.

– ¿Una obra entera en un día?

– Bueno, he visto suficientes comedias como para saber cómo ordenar estas cosas. Y sin embargo, a pesar de las prisas, no carece de algún giro original. La he llamado El amante confiado. ¿Quién puede resistirse a una obra con un título tan alegre? Venga, Weaver, te considero un hombre de gusto. Déjame que te la lea.

– Me encantaría escuchar tu trabajo, Elias, pero tengo que admitir que estoy un poco preocupado. Te prometo que la oiré en otra ocasión, pero ahora necesito que me aconsejes en el asunto este de Balfour.

– Por supuesto -dijo, escondiendo el fajo de papeles que se había sacado del bolsillo-. La obra sin duda puede esperar. Ha llegado al mundo tan recientemente que descansar seguro que le viene bien.

No podía evitar que Elias me pareciese un amigo extraordinariamente simpático.

– Gracias -le dije, esperando no haberle ofendido despreciando sus esfuerzos literarios-, porque me hace mucha falta tu ayuda en este asunto. Ando un poco perdido. Aquí tenemos, después de todo, dos hombres que se conocían, aunque no fueran amigos, que murieron ambos con veinticuatro horas de diferencia. Uno en misteriosas circunstancias y el otro en circunstancias escandalosas. Te aseguro que se dice por la ciudad que hay algo raro en todo esto, pero no tengo ni idea de cómo empezar a decidir qué es exactamente lo que chirría. Voy a intentar localizar al hombre que atropello a mi padre, pero no creo que me lo vaya a poner demasiado fácil.

Nuestra conversación fue interrumpida momentáneamente por uno de los mozos, que pasó a nuestro lado haciendo sonar una campana.

– Señor Vredeman, Un mensaje para el señor Vredeman.

Estas interrupciones eran parte del trabajo en Jonathan's.

A Elias no le costó trabajo pasar por alto la distracción.

– Tienes entre manos un asunto complicado -convino Elias mientras sorbía el café. Yo me daba cuenta de que quería hablar más de su obra, aunque había algo en este tema que le parecía irresistible.

– Parece -expliqué- que hay alguien que no quiere que descubra la verdad que se esconde detrás de estas dos muertes. Alguien intentó acabar con mi vida hace dos noches.

Ahora había logrado captar toda la atención de Elias, sin ninguna duda. Le conté la historia de mi encuentro con el carruaje, insistiendo especialmente en las palabras de despedida del cochero.

– No puede tratarse de un asalto fortuito -observó-, ya que dices que el culpable sabía que eres judío. Los que asesinaron a Balfour y a tu padre no quieren que reveles sus crímenes.

Yo había observado aquel brillo en su mirada en otras ocasiones en las que me había ayudado. La verdad es que estaba acostumbrado a ver ese brillo cuando colaboraba conmigo en asuntos de mujeres jóvenes y atractivas. Sin embargo, esta investigación despertaba obviamente la curiosidad voraz de Elias.

– Estos malhechores se han tomado mucho trabajo en ocultar sus acciones, y ahora parece que se tomarán aún más para mantener escondidos sus secretos. Te va a ser difícil descubrirlos.

– No sólo difícil -suspiré-. Me temo que imposible. Estoy acostumbrado a seguir las pistas que la gente deja descuidadamente. Ahora me enfrento a unos hombres que han tenido cuidado en no dejar ni rastro de su presencia, hombres que, de hecho, han tomado medidas extremas para crear confusión en torno a sus actos. No sé si hay un camino por el que pueda avanzar.

– Supongo… -Elias levantó la cabeza pensativamente-. Tiene que haber un rastro, sólo que no del tipo que estás acostumbrado a buscar. Un rastro de ideas y motivos, ya que no uno de testigos. Tendrás que hacer algunas conjeturas, como comprenderás, pero eso no es problema.

– Hacer conjeturas no va a llevarme a ninguna parte -ahora me preguntaba si Elias no estaría persiguiendo alguna quimera precisamente cuando yo necesitaba su claridad-. Cuando alguien viene a verme porque requiere mi ayuda para encontrar a un acreedor, ¿acaso me pongo yo a hacer conjeturas acerca de su paradero? Por supuesto que no. Averiguo lo que puedo de su vida y costumbres y luego lo busco allí donde sé que voy a encontrarlo.

– Lo buscas donde crees que vas a encontrarlo, puesto que no sabes si estará donde te lleva tu razonamiento. Haces conjeturas todos los días, Weaver. Sólo te estoy sugiriendo que hagas conjeturas más amplias. Locke, sabes, escribió que quien no admite nada más que lo que puede ser demostrado claramente, no estará seguro de nada más que de perecer pronto. En tu caso, parece que esto será aún más cierto de lo que Locke pretendía.

– Eso no es más que un juego de palabras, Elias. Estos juegos no me ayudan.

– No es verdad. Creo que estás más acostumbrado a actuar guiándote por la especulación de lo que te parece. En este caso vas a tener que adoptar algunas premisas razonables y proceder como si fueran ciertas. Tu labor consiste en analizar lo general y sacar conclusiones particulares, porque lo general y lo particular siempre están relacionados. Piensa en lo que dice el señor Pascal acerca del cristianismo: escribe que puesto que el cristianismo recompensa la adherencia a sus principios y castiga la no adherencia, mientras que lo que no es cristianismo no ofrece ni recompensas ni castigos, cualquier hombre razonable optaría por convertirse al cristianismo, ya que al hacerlo obtiene la máxima probabilidad de beneficio y la mínima probabilidad de castigo. Pues bien, lo del cristianismo a ti no te afecta, y me parece que Pascal estaba más o menos dando por sentado que el cristianismo es la única religión a disposición de un hombre razonable. Su pensamiento es precisamente lo que te permitirá resolver este asunto, porque habrás de trabajar con probabilidades en lugar de con hechos. Si solo puedes guiarte por lo probable, más tarde o más temprano llegarás a la verdad.