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– Entre mi tío y tú, Elias, me siento como si me hubiera matriculado en una de las universidades. No sé si soy capaz de desentrañar todo esto de la probabilidad y los Bonos del Estado y Dios sabe qué más -hice una pausa y pensé que quizá estuviera desechando lo que decía Elias con demasiada rapidez-. ¿Cómo se relaciona la probabilidad con estas compañías?

La sonrisa en el rostro de mi amigo me indicó que había estado esperando que le hiciese esa pregunta.

– Es la teoría de la probabilidad la que ha permitido la aparición de los valores. Para invertir, tienes que pensar en lo que es probable, no en lo que se sabe a ciencia cierta, y actuar en consecuencia. Considera el negocio de las aseguradoras. Un hombre paga a una aseguradora porque sabe que es posible que algo le ocurra a sus bienes. La compañía aseguradora, por su parte, acepta el dinero, sabiendo que en cada caso individual es probable que no ocurra nada, de manera que cuando se ve obligada a pagar, la mayor parte del dinero está seguro. Ahora bien, es posible que todos los barcos asegurados por una compañía acaben en el fondo del océano, y entonces la compañía iría a la bancarrota, pero un azar tan monstruoso no es probable, así que nuestros amigos los potentados de las compañías aseguradoras duermen la mar de bien por las noches.

Sentía que Elias estaba en la cúspide de algo que yo seguía sin entender.

– Nada de esto explica por qué el Banco de Inglaterra querría verse involucrado en un asesinato.

Los ojos de Elias se iluminaron como velas gemelas al retomar el tema de la villanía del Banco.

– De nuevo estás pensando en términos de probabilidad. ¿Qué podría, con toda probabilidad, explicar los dos asesinatos? El viejo Balfour murió en circunstancias misteriosas, y resultó que en sus finanzas había grandes agujeros de dinero. No sabemos cuánto, pero si es una cantidad que pudiera ser equivalente a la diferencia entre estar en la bancarrota o no, deberemos suponer que se trata, al menos, de diez mil libras. Quizá más. ¿Estás de acuerdo?

Le dije que sí.

– Entonces, los valores por una cantidad de esa envergadura serían, o bien acciones de las compañías de comercio exterior, o bien Bonos del Estado emitidos por el Banco de Inglaterra. En cualquiera de los dos casos, esos fondos no son transferibles, lo que quiere decir que para que alguien, aparte del dueño legal, posea esos valores, este último tendría que transferir oficialmente su titularidad al Banco en las horas oficiales de transferencia. Yo no puedo coger simplemente los fondos de Balfour y decir que son míos. O él o sus herederos tendrían que firmar la transferencia a mi nombre.

– Creo que te entiendo. Un ladrón común no ganaría nada con esos valores, de modo que el asesino tiene que ser alguien que esté involucrado en la compañía, porque sólo alguien así puede convertir los valores en beneficios.

– Exacto -dijo Elias.

– Pero eso no explica por qué tiene que estar involucrada la institución misma. ¿No podría el asesino ser un oficial de la compañía, alguien que pudiera transferir fondos robados a sí mismo o a un socio?

– Una sólida conclusión -Elias me sonrió con cierto paternalismo-. Pero me dijiste que el viejo Balfour y tu padre tenían un misterioso negocio entre manos antes de morir. De la fortuna de tu padre no parece que falten valores. A mi parecer, es posible por lo tanto que el motivo de estos asesinatos sea algo más que el robo. El viejo Balfour y tu padre sabían algo, o bien se traían entre manos algún negocio o planeaban algo que les hacía peligrosos para algunos hombres muy poderosos. Es que no paras de considerar la muerte del viejo Balfour por un lado y la de tu padre por otro. Y si estas muertes están relacionadas, entonces el móvil es más que el robo, y eso a mí me sugiere una conspiración, y las conspiraciones sugieren poder.

Permanecí en silencio un momento, considerando los hábiles brincos que daba Elias de conclusión en conclusión. No me terminaba de creer lo que decía, pero no podía negar la habilidad que demostraba para extraer respuestas posibles de lo que yo había visto como un batiburrillo de datos sueltos.

– ¿En qué tipo de conspiración estás pensando?

Elias se mordió el labio inferior.

– Dame un chelín -me dijo por fin. Agitó la mano con impaciencia al ver mi gesto de perplejidad-. Venga, hombre, no seas sieso, Weaver. Pon un chelín sobre la mesa.

Me llevé la mano al bolsillo y rebusqué hasta encontrar un chelín que deposité de un golpe.

Elias lo cogió antes de volverlo a poner sobre la mesa.

– Es una pena de chelín -observó-. ¿Qué le ha pasado?

Era efectivamente una pena de chelín. Habían limado los bordes hasta convertirlo en un pedazo informe de metal de apenas la mitad de su peso original.

– Lo han recortado -le dije-. Lo mismo que uno de cada dos chelines en el Reino Unido. ¿Estás sugiriendo que las compañías están involucradas en el recorte de monedas?

– No, no exactamente. Sólo quiero demostrar la idea de lo que están haciendo estas compañías. Nuestros chelines son recortados y limados, y la plata que sobra se funde y se vende en el extranjero. Ahora tienes un chelín que contiene quizá tres cuartas partes de su metal original. ¿Aún vale un chelín? Bueno, pues sí, más o menos, porque necesitamos un elemento de cambio para que la nación funcione sin sobresaltos -sujetó la moneda en alto entre el índice y el pulgar-. Este chelín recortado no es más que una metáfora, si quieres, de la ficción en la que se ha convertido la idea del valor en este Reino.

Fingí que no le había visto meterse la moneda en el bolsillo.

– De ahí el éxito del billete bancario -observé-. Al menos en parte, por lo poco que entiendo. Si la plata no circula, sino que se mantiene intacta allí donde no puede dañarse, la representación de la plata proporciona una medida de valor segura. La ficción se sustituye así por la realidad, y tu ansiedad con respecto a estos nuevos mecanismos financieros se disuelve.

– ¿Pero qué ocurriría, Weaver, si no hubiese plata? ¿Si la plata se sustituyese por billetes de banco, por promesas? Hoy estás acostumbrado a sustituir un billete de banco por una gran cantidad de dinero. Quizá mañana olvides que un día utilizaste dinero real. Intercambiaremos promesas, y ninguna de esas promesas se cumplirá nunca.

– Incluso si algo tan absurdo llegara a suceder, ¿qué daño habría en ello? Después de todo, la plata sólo tiene valor porque todo el mundo está de acuerdo en que lo tiene. No es como la comida, que tiene utilidad en sí misma. Si todos estamos de acuerdo en que los billetes de banco tienen valor, ¿cómo es que son menos valiosos que la plata?

– Pero es que la plata es plata. Las monedas se recortan porque te puedes llevar la plata a España o a la India o a la China e intercambiarla por algo que deseas adquirir. Eso no puedes hacerlo con un billete de banco, porque no hay nada que apoye la promesa fuera de su lugar de origen. No lo entiendes, Weaver: estas instituciones financieras se dedican a restarle valor a nuestro dinero para sustituirlo por la promesa del valor. Porque en cuanto controlen la promesa del valor, controlarán toda la riqueza misma.

– ¿Es ésta la conspiración de la que hablas? ¿Me estás diciendo que crees que una de las compañías está conspirando para hacerse con el control de toda la riqueza del Reino?

Elias se inclinó hacia delante.

– No una de las compañías -me dijo en voz baja-. Todas ellas. Por separado, juntas… da lo mismo. Han descubierto el poder del papel, y quieren explotarlo.

– ¿Y crees que mi padre y el viejo Balfour consiguieron de alguna manera estropear ese plan?