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– ¿Cuánto tiempo había transcurrido a todo esto del accidente?

– Unos cuantos días. En cuanto el juez aclaró el asunto, lo mandé a paseo, sí señor.

– Así que le parece razonable suponer que Fenn conocía al tal Rochester antes del accidente.

– Me figuro que sí, aunque tampoco me he dedicado a pensar en ello.

– ¿Tenía Fenn una familia, amigos, alguien que pueda saber dónde encontrarlo?

Se encogió de hombros.

– Yo sólo lo tenía trabajando, no me gustaba. No puedo decir que nos gustara a ninguno, y no puedo decir que me doliese tener una razón para echarlo. Tenía un genio endiablado. Y no le gustaba obedecer órdenes, tenía un par de fauces que te enseñaba a la mínima por el puro placer de enseñarlas. Ninguno de los chicos de aquí se tomaba las pintas con él. En cuanto terminaba lo que tenía que hacer se iba a donde tuviera que irse.

Le di media corona, recordándole que se pusiera en contacto conmigo en caso de recibir más información. Por la cara que puso, había variado ligeramente su opinión acerca de la generosidad del Hebreo.

Hice un alto en una taberna y pedí un almuerzo de fiambre y cerveza. Mi almuerzo fue interrumpido por la irrupción apresurada de un individuo preguntando si había alguien allí de nombre Arnold Jayens. Anunció además que le enviaban porque el hijo de Jayens se había lesionado en el colegio, que se había roto el brazo y el cirujano temía por su vida. Un hombre al fondo del bar dio un brinco y corrió hacia la puerta muy agitado, pero antes de que hubiera dado un paso en la calle, dos alguaciles le agarraron y le explicaron que sentían el engaño, que su hijo estaba bien, y que sólo querían escoltar al señor Jayens hasta la prisión de morosos. Era una trampa muy fea, y también una trampa que yo mismo había utilizado alguna vez en el pasado, aunque siempre me había arrepentido. Al mirar por la ventana y ver cómo se llevaban a aquel desgraciado, no pude evitar pensar en el dinero que le había prestado a Miriam, y me hinché de orgullo, con justicia, pensando en que la había salvado de un destino similar.

Me sacudí los pensamientos de mi prima política para poder reflexionar acerca de la información que había adquirido. Fenn había dejado rápidamente su trabajo en la cervecera para irse a trabajar para el gran Martin Rochester, un pez más gordo que Jonathan Wild. Sólo esperaba que fuera todo mentira, porque no me hacían ninguna falta más enemigos poderosos.

Pasé gran parte del día y la noche siguientes considerando el próximo paso que habría de dar, y por la mañana decidí buscar al contable del viejo Balfour, ese tal D'Arblay de quien Balfour me había hablado. Recordé que Balfour me había contado que D'Arblay había hecho del Jonathan's su casa, así que, teniendo en cuenta mi experiencia del día anterior, envié al mozo de la señora Garrison al café con una nota dirigida a D'Arblay, identificándome tan sólo como un hombre que necesitaba verlo por negocios. El chico regresó a la hora con un mensaje de D'Arblay que me informaba de que lo encontraría en Jonathan's hasta tarde aquel mismo día, y que esperaba mis instrucciones.

Así que conseguí un carruaje y de nuevo emprendí camino hacia la calle de la Bolsa y la colmena abarrotada que era aquel café. Estos lugares generan sus propios placeres, me parece, porque en cuanto crucé el umbral y mis sentidos fueron asaltados por los sonidos y los acres olores de aquella casa de comercio, nada me apeteció más que tomarme un pocillo de café fuerte, y sentir la tensa excitación de hacer negocios con cien hombres que habían tomado demasiado de esa bebida.

Le pedí a un mozo que me señalara al señor D'Arblay, y me indicó una mesa a la que estaban sentados dos hombres, encorvados sobre un solo documento.

– Es el toro -murmuró el chico, utilizando la jerga de la bolsa.

Los toros eran los que tenían interés en vender, mientras que ser un oso significaba que uno deseaba comprar. Y mirando a estos hombres, no era difícil determinar quién era cada animal. Dándome la espalda, pero de manera que podía verle la mitad de la cara, había un hombre que llevaría en este mundo unos cincuenta años, cada uno de los cuales le había dejado señales sobre un rostro flaco, envuelto en una piel pálida y muy estirada, con manchas. Todavía tenía pegado un poco de rapé a la nariz, carcomida a su vez por los estragos de la viruela. Su vestimenta, cortada a la moda, me informaba de su deseo de parecer un caballero, pero la tela rala de su traje rojo y negro, salpicado también de abundante rapé, e incluso la costura de su peluca eran de mala calidad.

El oso con el que hablaba tendría unos veinte años menos que él. Tenía uno de esos rostros muy abiertos, felices, y escuchaba cada palabra de D'Arblay con la atención intensa y casi babeante de un hombre que ha nacido para la idiotez.

Me acerqué cuanto pude e intenté ser discreto para escuchar la conversación.

– Creo que estará usted de acuerdo -estaba diciendo D'Arblay, con una voz que me pareció muy alta y muy aguda para un hombre tan maduro- en que ésta sería la manera más inteligente de proteger su inversión.

– Pero no entiendo por qué he de proteger la inversión -respondió su interlocutor, con más confusión que reticencia-. ¿No es el azar el objetivo mismo de la lotería? Debo arriesgarme a perderlo todo si quiero tener una oportunidad de ganar.

D'Arblay aplanó los labios en una sonrisa condescendiente.

– No está usted tentando a la suerte por proteger su inversión. Sus boletos le cuestan tres libras cada uno, y si no gana nada, la cantidad le será repuesta en un periodo de treinta y dos años. Ésta es una inversión extraordinariamente pequeña. Simplemente le estoy ofreciendo la oportunidad de asegurar sus billetes de lotería por un dos por ciento adicional durante diez años.

– ¿Pero es cuestión de suerte? -preguntó el hombre-. ¿No está garantizado?

D'Arblay asintió.

– Igual que usted, deseamos mantener intacto el espíritu de la lotería. Puede usted asegurar sus boletos con una especie de lotería de seguridad: cada boleto perdedor le incluye a usted en un sorteo de beneficios adicionales, y a sólo un chelín por boleto creo que convendrá usted conmigo en que sus oportunidades de ganar se ven considerablemente incrementadas sin aumentar excesivamente el riesgo de perder.

Su socio movió la cabeza de arriba abajo.

– Bueno, hace usted que parezca muy atractivo, señor, y siempre me he considerado un buen jugador -deslizó unas monedas por encima de la mesa -. Me gustaría asegurar cinco boletos.

Los hombres se dieron cita para apuntar los números de los boletos y, tras estrechar la mano de D'Arblay, el hombre se fue del Jonathan's.

Durante todo este intercambio, yo había esperado de pie detrás de D'Arblay, quien ahora, sentado a la mesa solo, clavó la mirada en el frente y dijo:

– Ya que ha estado usted escuchando mi conversación tan de cerca, ¿debo suponer que tiene usted algo que tratar conmigo?

Di un paso al frente para que pudiera verme.

– Así es.

Le di mi nombre y le recordé que había preguntado por él aquella mañana.

D'Arblay se incorporó lo suficiente como para hacerme una reverencia.

– ¿En qué puedo servirle, señor? ¿Desea usted comprar o vender?

– Si quisiera comprar -dije muy despacio, deseando saber algo más de aquel hombre antes de interrogarle-, ¿qué me ofrecería?

Me senté a la mesa y le miré de frente, intentando imitar el aspecto ingenuo del hombre que acababa de marcharse.

– Pues bueno, cualquier cosa que pueda ser vendida, evidentemente. Dígame qué acciones desea y se las proporcionaré en dos días.

– ¿De modo que me vendería usted cosas que no tiene?

– Por supuesto, señor Weaver. ¿No ha hecho usted negocios nunca en la Bolsa? Pues entonces es usted muy afortunado por haberme encontrado tan pronto, porque puedo prometerle que no todos los hombres con los que se encuentre le servirán con tanta honestidad como yo. Ni podría usted esperar encontrar un hombre tan bien situado como yo. No necesita más que darme el nombre de lo que le interesa, señor, y puedo prometerle que se lo procuraré en un espacio de tiempo aceptable, o le devolveré el dinero con mis mejores deseos. Nadie ha tenido razones todavía para llamarme un pato cojo -fanfarroneó, utilizando el lenguaje de la Bolsa para referirse a los hombres que vendían lo que no podían conseguir-. Creo, además, que encontrará, una vez que hayamos concluido nuestro negocio, que mi minuta es muy competitiva. ¿Puedo preguntarle cómo conoció mi nombre?