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– Lo aprendí de William Balfour -le expliqué-, y lo que busco es información, no Bonos del Estado.

D'Arblay se mordió las mejillas ya de por sí hundidas, tomó un poco de rapé, y cruzó las manos ordenadamente sobre la mesa.

– Me temo que ha habido un malentendido. Yo no negocio con información de ningún tipo, hay tan poco que ganar y tanto que perder.

– Sólo busco justicia, señor D'Arblay, en nombre de su difunto jefe. El joven señor Balfour vino a mí con la creencia de que la muerte de su padre no era lo que parecía, y sospecha que podría haber algunas maquinaciones en la calle de la Bolsa que explicarían la farsa.

– La sola idea es despreciable -dijo D'Arblay-. Y ahora, si me disculpa, creo que tengo trabajo que hacer.

Comenzó a incorporarse, pero le detuve con la mirada.

– No creo que me esté usted entendiendo, caballero. El señor Balfour me ha explicado que de la fortuna de su padre faltaba una prodigiosa cantidad de dinero que no puede explicar. Como contable del difunto Balfour, usted habría sido el primer hombre que notase tal carencia. Y sin embargo, no fue así. Me pregunto cómo explica usted eso.

– Si me está acusando, preferiría que lo hiciera usted claramente -dijo D'Arblay con altanería-. Puedo asegurarle que no soy capaz de explicar el dinero que falta de la fortuna de Balfour, a no ser que tengamos en cuenta el juego, el exceso de bebida, vivir por encima de sus posibilidades y, podría añadir también, tres queridas muy caras, ninguna de las cuales merecía el mantenimiento que se les daba, en mi opinión. Me sorprende que el señor Balfour lo enviara a usted a una búsqueda tan necia. Él despreciaba a su padre como el que más, por vividor. El señor Balfour padre fue, en tiempos, trabajador y próspero, pero a medida que fue haciéndose mayor pensó que había adquirido el derecho de gastarse todo lo que había conseguido y, como el hijo veía que la fortuna desaparecía, empezó a odiar a su padre.

Asentí, meditando sobre la discrepancia con respecto a la versión que daba Balfour del mismo cuento.

– Y sin embargo usted le dijo a Balfour que creía que faltaban algunos valores de entre los activos de su padre.

– Yo no hice nada semejante. ¿Quién le ha contado esa ridícula mentira? -D'Arblay no esperó a que yo contestara-. Que faltan valores, pues vaya cosa. Mi difunto jefe era capaz sin duda alguna de perder valiosos trozos de papel, pero afortunadamente era yo quien ordenaba esos asuntos, no él. Fue gracias a mi habilidad como conseguí mantener su hacienda a flote durante tanto tiempo. Al final, pese a todo, estaba prácticamente arruinado, y, como sabe, no pudo soportar la vergüenza. Realmente hay muy poco que añadir a esta historia que pueda sorprenderle, aunque sí es un cuento con moraleja que muchos debían aplicarse -D'Arblay se cruzó de brazos, satisfecho de la sabiduría de su observación.

– ¿Se le ocurre a usted alguna cosa que pueda sugerir que la muerte del señor Balfour no fue lo que pareció?

– Nada -replicó D'Arblay con firmeza.

– ¿Y para quién trabaja usted ahora, señor D'Arblay?

– He ofrecido mis servicios a la señora Balfour para ordenar sus asuntos. Es una mujer necia, que durante mucho tiempo ha invertido el dinero en oro y piedras preciosas. La he convencido de que invertir en fondos le rendirá más beneficios.

– ¿Y podría usted decirme qué estaba previsto que heredase la señora Balfour de su marido, en caso, claro está, de que fuera solvente al morir?

D'Arblay frunció el rostro en una mueca esquelética de repugnancia.

– Nada de nada -dijo-. La señora Balfour tenía una herencia independiente. No hubiera heredado nada. La incompetencia de Balfour era un bochorno para ella, pero nada más.

Esto era precisamente lo que Balfour me había contado, pero como sus versiones presentaban varias discrepancias, quería saber cómo describía D'Arblay el acuerdo financiero al que habían llegado las partes.

– Ya veo. ¿Dónde podría yo encontrarle de tener alguna otra pregunta que hacerle acerca de este asunto?

– Déjeme que le sea franco, señor. No tengo ningún deseo de que usted vuelva a visitarme ni en mi lugar de trabajo ni en mi residencia. He soportado esta conversación sólo por cortesía hacia el difunto señor Balfour, que era un hombre amable; si bien necio. No puedo ofrecerle más información, de modo que no existen razones para que usted vuelva a buscarme.

– Le daré las gracias entonces por su ayuda.

Me puse en pie y le hice una reverencia antes de adentrarme más en la espesa confusión del café. Al ir caminando, abriéndome paso entre la multitud, hice esfuerzos por entender la conversación. Si habían robado algunos de los valores del viejo Balfour, entonces no había nadie en mejor posición para hacerlo que D'Arblay. Las sospechas de Elias con respecto a una conspiración y una trama podían no ir más allá de este contable, quien, por lo que yo sabía, podía haber tenido toda libertad para robar a su jefe. Por otro lado, sólo tenía la convicción de Balfour de que a su padre le habían robado. Uno de ellos seguro que mentía, pero si el mentiroso era D'Arblay, no tenía por qué ser también el ladrón. Un hombre así podía esconder un crimen para proteger su propia reputación.

No sería capaz de entender este crimen, o este supuesto crimen, a no ser que comprendiese mejor la Bolsa misma. Así que me pareció una buena idea aprovecharme de la biblioteca que albergaba el café, y fui hacia los estantes, donde comencé a buscar entre las montañas de material, que no estaban organizadas de ninguna manera que yo pudiese descifrar. Los propietarios mostraban poca preocupación a la hora de insultar a sus clientes, ya que muchos de los panfletos denunciaban a los corredores por ser judíos malvados y extranjeros que afeminaban a los ingleses con sus tejemanejes financieros. Pasé por alto los títulos que me parecieron demasiado estrechos de miras, como Un inventario de quejas de la Nueva Compañía de las Indias Orientales contra la Vieja. También rechacé las obras de intención demasiado compleja, como Una carta de un caballero del campo a un amigo en la ciudad acerca de la legislación reciente -no recuerdo nada más de ese título, porque la sola palabra «legislación» me hace sentir como si tuviera el cerebro cubierto de mantequilla.

Incluso de niño era asombrosamente inepto a la hora de enfrentarme a libros difíciles. Mis profesores se negaban a comprender por qué yo no era capaz de dominar lo que otros chicos encontraban más fácil. Con mucha frecuencia, veía cómo las palabras se volvían borrosas mientras las miraba, y me descubría pensando en dedicarme a cualquier otra cosa que no fueran los estudios. No era que no obtuviese ningún placer de la lectura, ya que a menudo disfrutaba de la ilícita emoción de los libros de caballerías o las novelas de aventuras -simplemente no deseaba nunca leer lo que otros querían hacerme aprender.

Quizá fue por eso por lo que finalmente me decidí por un fino tomo de unas treinta páginas que me pareció tan asequible como incendiario: La calle de la Bolsa abierta de par en par; o, crímenes de esa siniestra raza de criaturas, llamadas corredores de bolsa, y la verdad acerca de sus malvadas operaciones. Lo había publicado hacía poco el editor Nahum Bryce, cuyo nombre yo conocía por algunas novelas y libros de caballerías con los que me había deleitado. Aquí, pensé, estaba precisamente lo que yo buscaba: una historia de la calle de la Bolsa redactada en forma de aventura.