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Con el librito en la mano, me acomodé en un sillón frente a una mesa libre y empecé a leerlo. Me decepcionó descubrir que contenía más inventiva que información, y que tampoco traía aventuras; se cebaba contra la hipoteca del futuro que suponía la deuda nacional, la corrupción de un Parlamento que cobraba sobornos, y la desaparición de la hombría de la nación derivada de la locura por la Bolsa. Me escandalizó descubrir una referencia breve a mi padre bajo un aparente disfraz: «S 1L n o, ese notorio agente de la raza hebrea, a quien se puede ver todos los días en la Bolsa, vaciando los bolsillos de ingleses honrados con sus promesas de riqueza nunca vista».

Descubrir que el padre de uno es calumniado no es cosa fácil. Había visto mi nombre impreso en anteriores ocasiones -en muchas ocasiones, de hecho-, y siempre me había parecido desconcertante, evidentemente, porque los negocios de un hombre son algo privado, y la palabra impresa es algo muy público. Pero estos nombres no estaban impresos en los periódicos, que son fugaces y en el fondo insignificantes. Esto era un panfleto, una cosa permanente que alguien podía guardar en su biblioteca. Yo comprendía que estas acusaciones hechas por el panfletista no eran más que hipérbole, la retórica de los que se oponían a los corredores de bolsa, pero el hecho de que mi padre fuese una figura tan importante dentro de su pensamiento me pilló por sorpresa. No podía decir que no reconociese los demás nombres, ya que había referencias a las tramas de N____________________n A____________________1____________________n, que no podía ser otro que Nathan Adelman; y el panfleto tenía mucho que decir acerca de la villanía de P____________________1 B____________________th____________________1, que no me quedó más remedio que concluir que sería el viejo enemigo de mi padre, Perceval Bloathwait. Este sinvergüenza, según el panfleto, disfrutaba de la superchería, manipulando los mercados en su propio beneficio, sin importarle ser la ruina de los demás y de la misma nación. Me resultaba extraño que los hombres que vivían lejos de la metrópoli, los hombres que conocían la calle de la Bolsa sólo a través de panfletos como aquél, pensaran en hombres como mi padre, Adelman y Bloathwait como en los personajes de ficción de una novela o un libro de caballerías.

Mis reflexiones sobre este tema se desvanecieron cuando percibí la figura bajita y redonda de Nathan Adelman de pie cerca de mí con una especie de amarga sonrisa en el rostro.

– ¿Ha venido usted a seguir los pasos de su padre? -me preguntó, inclinándose sobre mi mesa.

Me pareció una persona completamente distinta a la que había visto en casa de mi tío o en su carruaje. Aquí estaba en su elemento, y daba la impresión de coger fuerzas del caos que nos rodeaba. A pesar de su evidente pequeñez física, Adelman me dio la impresión de ser mayor, más poderoso, más seguro de sí mismo; ¿y por qué no me lo iba a parecer si todo el mundo a su alrededor se comportaba como si fuera un monarca de su propio pequeño reino? A unos diez pies por detrás de él, se había reunido una multitud de corredores. Todos deseaban unos pocos minutos de su tiempo, y debo decir que me divertía ser tan importante que el gran financiero se desentendía por mi causa de sus más urgentes asuntos. No es que me enorgulleciese personalmente, no me malinterpreten, pero el interés de Adelman por mí no hacía más que confirmarme que no estaba perdiendo el tiempo o persiguiendo sombras.

Le saludé, y me preguntó despreocupadamente con qué panfleto estaba pasando el rato.

– Ah -dijo, echándole un ojo-. Me temo que el autor no me tenía mucho aprecio. Ni a su padre tampoco, la verdad.

– ¿Y cree usted en lo que escribe el autor? ¿Cree usted en la corrupción de los agentes avariciosos?

– Creo que el problema aquí no es tanto la avaricia de los agentes sino la avaricia de los libreros -dijo Adelman. Se echó las manos a la espalda despreocupadamente y se balanceó sobre los talones.

– Esto que ha escrito el autor sobre usted y sobre mi padre me dice usted que es mentira. ¿Qué sabe de Perceval Bloathwait?

– Bloathwait -el buen humor de Adelman se desvaneció como la grasa de un conejo en el espetón-. Sí, lo cierto es que se merece los insultos que recibe. Es un pillo astuto, y nos da mala reputación al resto de nosotros.

– Supongo que no dirá usted eso porque él sea un miembro de la junta directiva del Banco de Inglaterra, y por tanto un enemigo de su Compañía de los Mares del Sur.

– La Compañía no es precisamente mía pero, como usted sugiere, sí que me intereso por ella. Defiendo a la Compañía porque sus prácticas son dignas de elogio; no defiendo sus prácticas por mi asociación con ella.

– Su lealtad es admirable, pero me pregunto hasta dónde llega. Este panfleto que estoy leyendo contiene algunas ideas convincentes. No me creo su afirmación de que el corretaje sea malvado en sí mismo, pero no puedo evitar sentirme persuadido por el razonamiento de que la avaricia, en cualquiera de sus formas, supongo, pero en este caso la de los corredores de bolsa, puede transferir la villanía de una acera a otra. Quizá sólo haya un paso entre servirse del engaño para comprar y vender y, tal vez, el asesinato.

Adelman se puso considerablemente tenso.

– Observo que no ha tomado usted en cuenta mis recomendaciones, señor Weaver. No tiene usted ni idea del daño que puede hacernos a todos si un judío se pone a denunciar un asesinato.

Nuestra conversación fue interrumpida en ese punto por un caballero de tez enrojecida de unos veinticinco años, que se desplazó apresuradamente hasta el centro del café. Traía la peluca torcida, y su pecho daba muestras de que tenía dificultades para recuperar el resuello. Aun así consiguió emitir un grito ensordecedor.

– ¡Vengo del Ayuntamiento! -clamó para quien quisiera oírle-. Nadie hace negocios con la administración de lotería. No hay fondos suficientes. ¡Va a ser todo un desastre!

Un enjambre de hombres se levantaron de sus asientos de un brinco y se pusieron a gritar todos al mismo tiempo. Pero se podía oír un nombre que se repetía una y otra vez. «D'Arblay.»

Miré hacia donde estaba sentado y observé que su mesa estaba ahora rodeada de una maraña de hombres que querían vender sus activos.

– ¿Aún quiere comprar boletos, señor? Tome éstos. Le daré muy buen precio -D'Arblay se ocupaba de cada hombre tranquilamente, examinando lo que le vendían y negociando el coste.

Adelman lanzó una carcajada suave.

– No me puedo creer que esa trampa aún funcione. Fíjese que los hombres que le están comprando a D'Arblay son todos más jóvenes. No llevan mucho tiempo en la Bolsa.

– ¿Quiere usted decir que el hombre que hizo el anuncio está compinchado con D'Arblay?

Adelman asintió.

– Claro. Crea el pánico, hace que los crédulos piensen que la lotería no está bien financiada. Estos hombres venden a menor precio, y D'Arblay consigue un sustancioso beneficio. Es un truco primitivo de corredor, pero está claro que sigue produciendo ganancias para aquellos que se atreven a hacer lo que es evidentemente una bobada.

Observé la frenética escena con una especie de diversión distante.

– ¿Está usted dispuesto a involucrarse en estos asuntos? -me preguntó Adelman, distrayéndome del barullo de la venta frenética-. Todo este negociar en bolsa que está viendo… usted no lo entiende, y no hay razones para que se moleste en comprenderlo. ¿Por qué no considera usted mi oferta de trabajar con caballeros que conozco?

– Me lo estoy pensando, señor Adelman, y me halaga la atención que me muestra, por favor no lo dude. Mientras tanto, creo que usted comprenderá que me interese descubrir la verdad acerca de lo que le ocurrió a mi padre. ¿Qué hijo haría menos? Especialmente -añadí, para evitar de raíz cualquier respuesta dolorosa- un hijo que tiene tanto que compensar. Y ahora que hemos explicado por qué hacemos lo que hacemos, ¿podría decirme, señor, qué sabe de un hombre llamado Martin Rochester?