No sabría decir por qué le pregunté acerca de un hombre que había contratado al asesino de mi padre, pero la idea de hacerlo había encontrado su hueco en mi pensamiento y su expresión en mi boca antes de que tuviera tiempo de sopesarla.
Me gustaría decir que la expresión en la cara de Adelman revelaba algo, pero no varió en absoluto. Su cara estaba tan congelada en la diversión plana de nuestra conversación, tan imperceptiblemente dejó de guiñar más los ojos o desviar la mirada, que no pude menos de sospechar que su falta de movimiento se debía a una impenetrabilidad estudiada. Adelman hacía grandes esfuerzos por ocultar lo que estaba pensando.
– Nunca he oído ese nombre -dijo-. ¿Quién es, y qué tiene que ver conmigo?
– ¿Nunca ha oído el nombre? -le pregunté con incredulidad.
Había estado reflexionando sobre lo que Elias me había contado acerca de la probabilidad, y se me ocurrió que si había de creer que mi padre había sido asesinado, entonces debía actuar como si los acontecimientos en torno a la muerte de mi padre estuvieran conectados. Rochester había contratado al hombre que había arrollado a mi padre, y aquí estaba Adelman, que quería que yo suspendiese mi investigación de ese hecho. ¿No era probable, me pregunté, que Adelman hubiese al menos oído hablar de Rochester?
– ¿Es posible que usted, señor, quizá el hombre más conocido y mejor informado de la Bolsa, no haya ni oído hablar de él? -insistí.
– Bueno, he oído hablar de él -dijo Adelman con una leve sonrisa bailándole en los labios-. Simplemente quería decir que no merece la pena lo que se oye decir de él -continuó-. Mi utilización del habla de la Corte le ha confundido, lo siento mucho. Debería haberme dado cuenta de que usted no está acostumbrado a esta exagerada manera de hablar. Pero en cuanto al tal Rochester, uno oye tan poca cosa de estos hombres de escasa importancia que los nombres no permanecen demasiado tiempo en la memoria.
– ¿Y qué ha oído hablar de él? ¿Quién es?
Se encogió de hombros.
– Un hombre pequeño dentro de la Bolsa. Nada más. Un corredor.
Un corredor. El tal Martin Rochester era un corredor, y el hombre que mató a mi padre estaba a sueldo de él. El hombre de la cervecera Anchor había comparado a Rochester con Jonathan Wild: no un agente, sino un jefe de ladrones. Quizá Elias tuviera razón en cuanto a la corrupción de la calle de la Bolsa, ya que ahora parecía que en la persona de Martin Rochester, las finanzas y el robo encontraban una sola voz.
– He oído -dije, presionando cuanto podía- que es un gran hombre.
– ¿Y de quién ha oído una sandez tan absoluta?
Hablé sin hacer ninguna pausa.
– De boca del hombre que mató a mi padre.
Adelman apretó los labios de forma fea y torcida. Sólo podía presumir que deseaba mostrarme su repugnancia, puesto que era un hombre que sabía esconder sus sentimientos.
– No me quedaré aquí mucho más tiempo -me dijo-, porque si anda usted con hombres de esa calaña, no quiero formar parte de su círculo. Déjeme decirle tan sólo esto, señor Weaver: su barco navega sobre aguas traicioneras.
– Quizá necesite asegurar mi proyecto -le sonreí.
Adelman respondió a mi broma con seriedad característica.
– Ninguna compañía le asegurará. Está usted en peligro de irse a pique.
Pensé en lanzar otro chascarrillo, pero cambié de opinión y consideré sus palabras. El hombre con quien estaba hablando no era un simple rufián callejero cuyas amenazas podían espantarse con risas. Era uno de los hombres más ricos del Reino, y también uno de los más poderosos. Y sin embargo se estaba tomando el tiempo de hablar conmigo, de intentar asustarme para que no siguiera mi camino. No podía tomarme este asunto de una manera frívola, ni podía despreciarlo con frases ingeniosas. No tenía ni la más remota idea de cuál podía ser el interés de Adelman en mi investigación, ni cómo podía estar él relacionado con las muertes de Balfour y de mi padre, pero no podía ignorar el hecho de que un hombre de su posición estaba a mi lado de pie en un sitio público, hablándome de mi aciago destino.
Me levanté muy despacio, hasta convertirle en un enano frente a mi altura completa. Nos miramos fijamente el uno al otro, como un luchador que mide las fuerzas de su oponente en el cuadrilátero.
– ¿Me está usted amenazando, señor? -le pregunté al cabo de un momento.
Me impresionó poderosamente, porque no mostró ninguna señal de sentirse intimidado. No sólo fingió no darle importancia a mi superior estatura sino tampoco a la ira que había en mi rostro. Realmente no le importaba nada.
– Señor Weaver, la diferencia entre nosotros en cuanto a familia, fortuna y educación es tan grande que su pregunta, hecha de manera tan belicosa, dice bien poco de usted. Debe usted reconocer que yo me rebajo a hablar con usted como con un igual, y ahora usted se ha aprovechado de mi generosidad. No, no le estoy amenazando. Sólo deseo aconsejarle, ya que usted ni es capaz de ver ni le importa ver el camino que ha emprendido. La calle de la Bolsa, señor, no es un juego de puños en un cuadrilátero, donde gana la fuerza. Ni siquiera es un juego de ajedrez, en el que todas las piezas están puestas sobre el tablero para que los dos jugadores lo vean todo pero sólo el de más talento vea mejor. Es un laberinto, señor, en el que sólo alcanzará a ver unos pocos pies por delante de usted; nunca verá lo que le espera en el futuro, y nunca estará seguro de la dirección que deja atrás. Hay hombres posados por encima del laberinto, y mientras usted intenta averiguar lo que le espera a la vuelta de la siguiente esquina, los hay que le ven a usted, y ven el camino que busca con perfecta claridad, y no les es difícil bloquearlo. Por favor, no intente extraer más información de lo que le estoy diciendo. No le estoy sugiriendo que su vida o su seguridad estén en peligro. No es tan dramático. Pero para conocer las cosas que usted desea saber, incluso si sus sospechas son ciertas, habrá de cruzarse con hombres que no comparten ninguna responsabilidad directa en la muerte de su padre, pero que creen que sus averiguaciones les expondrán a una luz a la que no desean ser expuestos. Estos hombres pueden bloquear su avance. Usted nunca verá su mano ni sospechará cómo están moviendo las piezas. No puede usted tener éxito.
Yo no bajé la mirada.
– ¿Es usted uno de esos hombres?
– ¿Habría de decírselo si lo fuera?-sonrió-. Quizá sí. No tendría nada que perder.
– Esos hombres -le dije, con la voz tan queda que apenas era audible por encima del estruendo de la sala- intentaron quitarme la vida hace dos noches. Si sabe usted quiénes son, infórmeles de que no conseguirán detenerme.
– No conozco a nadie que pudiera ejecutar una acción tan vil -dijo apresuradamente-. Y siento oír que sucedió. Puedo prometerle que ningún hombre de negocios se involucra en semejantes tramas. Debe de haber sido usted víctima de algún enemigo creado por algún otro asunto.
No dije nada acerca de esta especulación que, después de todo, no era improbable.
Adelman intentó ahora ablandarse ligeramente.
– Yo a usted le admiro, señor; no he mentido sobre eso. A pesar de su entusiasta falta de cortesía, le deseo lo mejor. Le muestra usted al mundo que no todos los judíos somos mendigos despreciables o intrigantes peligrosos. Soy de la opinión de que su padre querría que utilizase usted sus talentos para enriquecerse y fortalecer a su familia, no que perdiese el tiempo en un negocio para tontos que le reportará enemigos que nunca conocerá y le dañará de maneras que nunca será capaz de comprender.