Dieciséis
Pasé la noche visitando unas cuantas tabernas y posadas, con la esperanza de aprender algo más acerca de Bertie Fenn, el conductor que había arrollado a mi padre. Nadie que yo conociese pudo decirme lo que necesitaba saber. La mayoría no había oído hablar de él, pero unos pocos sí tenían noticia de su asociación con un oscuro personaje llamado Rochester. No pude encontrar a nadie que supiera dónde estaba, pero hice saber que recompensaría generosamente cualquier información con una bonita cantidad. Sabía que siendo tan franco se multiplicaban las posibilidades de que el hombre al que perseguía se enterase de mi búsqueda. Este conocimiento, o bien le llevaría a esconderse más aún, o bien le haría venir a mi encuentro.
Abandonada la esperanza de enterarme de nada más aquella noche, me aposenté con una reconfortante cerveza en la taberna de Bedford Arms, en la Little Plaza de Covent Garden. Este antro diminuto y húmedo atraía a los rufianes y sinvergüenzas habituales del vecindario, la mayoría de los cuales se ganaba la vida robando, conque mantuve un ojo alerta mientras me bebía la jarra sentado en silencio en una esquina. A veces, en lugares como aquél, me encontraba con un conocido o dos, y la mayoría de las veces agradecía la compañía, pero no tenía ninguna gana de beber con amigos aquella noche. Tenía demasiados enigmas que resolver.
El principal de ellos era el panfleto de mi padre y sus implicaciones. ¿Podían resultar ciertas las elucubraciones filosóficas de Elias? ¿Podía una compañía registrada como la Mares del Sur verdaderamente recurrir al asesinato para mejorar su rendimiento? Seguía encontrando la idea fantasiosa, pero no podía deshacerme de la convicción de Elias a la luz de lo declarado en Una conspiración de papel. Este panfleto, sin embargo, explicaba poco en el fondo y daba pie a muchos interrogantes. Incluso si mi padre había contraído una enemistad mortal con alguien de la Compañía de los Mares del Sur, aún me quedaba por saber de qué modo había resultado implicado Balfour. Y, puestos a averiguar, también necesitaba entender la naturaleza del vínculo con Bertie Fenn, que había arrollado a mi padre, y el nuevo jefe de Fenn, Martin Rochester.
La otra preocupación importante que me ocupaba el pensamiento era la belleza de ojos oscuros que acababa de entrar en la taberna, con el claro objetivo de que alguien la invitase a una jarra de vino. No deseo que mis lectores crean que al fijarme en esta chica había perdido todo aprecio por Miriam; nada sería más falso. De hecho, me interesaba por los placeres de esta accesible criatura precisamente porque creía que los encantos de Miriam me estaban prohibidos. Las veinticinco libras que le había enviado a mi prima política podían procurarme una cierta gratitud, pero por unos pocos chelines, aquí podía procurarme una gratitud mucho más íntima de forma mucho más inmediata.
Cuando me disponía a levantar mi jarra a la salud de aquella seductora, la puerta de la taberna se abrió de golpe y media docena de hombres, la mayoría empuñando pistolas, irrumpieron en la sala. Instintivamente me llevé la mano a la espada, pero enseguida me di cuenta de que su negocio no iba conmigo, ya que a la cabeza del grupo estaba el mismísimo Jonathan Wild. Su lugarteniente, Abraham Mendes, echó una ojeada alrededor del local y luego señaló a un sujeto de aspecto canallesco que estaba sentado con un par de rameras al fondo de la taberna. Si Mendes me había visto, no dio muestras de ello. Echó a un lado unas cuantas sillas y se abrió paso hacia su presa.
El viejo, una masa flaca de piel picada de viruela y mechones ralos y canosos, no podía hacer más que terminarse la cerveza y esperar la llegada de Mendes y de los demás. Quizá se había guardado para sí parte del botín de Wild, como había hecho Kate Cole, o quizá simplemente era tan viejo que ya no era un ladrón lo suficientemente eficaz como para que Wild lo mantuviese. Daba lo mismo: Wild ahora lo enviaría a que lo juzgasen e, inevitablemente, a que lo condenasen. El gran apresador de ladrones se embolsaría su recompensa, y estos apresamientos públicos no harían sino incrementar su reputación como heroico enemigo del crimen.
Dos de los hombres, bajo la supervisión de Mendes, agarraron al resignado sacrificio humano por los sobacos y lo pusieron en pie. Wild se mantuvo alejado y miraba en torno a la taberna, quizá con la esperanza de discernir el estado de humor del local, y al pasear la mirada sus ojos se encontraron con los míos. Esperaba que apartase la vista, pero lo que hizo fue avanzar cojeando para hablar conmigo.
– Buenas noches tenga usted, señor Weaver -me hizo una reverencia profunda. Su mueca daba la impresión de que sabía algo gracioso, casi como si compartiésemos un chiste.
Levanté la jarra en señal de saludo, pero la expresión de mi cara dejaba claro que no tenía intención de honrarle.
– Confío en que su investigación actual siga progresando -me dijo con simpatía picarona.
No pude menos de colegir que se refería al caso de Sir Owen, ya que él mismo se había involucrado, aunque fuera indirectamente, al delatar a la pobre Kate. ¿Eso era lo que le hacía tanta gracia? ¿El haber mandado a una mujer a una horca casi segura para que la castigasen por algo que había hecho yo?
– Un negocio complicado, el asesinato -continuó.
– El que usted haya delatado a Kate lo convierte en el asunto más complicado del mundo -repliqué.
Se rió suavemente.
– Usted no me está entendiendo. No me importa nada el asunto de Kate Cole. Me refiero a su investigación actual. Como le digo, un asunto muy complicado. Los hay que creen que si no encuentran al canalla inmediatamente, nunca lo encontrarán, pero usted merece toda mi confianza.
Abrí la boca para responder, pero no salió ni una palabra.
No importaba que yo me hubiese quedado sin habla. Viendo que sus hombres le esperaban, Wild se inclinó de nuevo y se fue de la taberna con ellos tras de sí.
El lugar irrumpió en cuchicheos al momento de salir el apresador de ladrones; para la mayoría de los parroquianos, este arresto era más que un chisme, era un asunto de negocios. Les oía especular acerca de las razones que habían llevado a Wild a elegir a este hombre, porque el viejo tonto se lo había buscado, y porque, al fin y a la postre, cada uno de los hombres que quedaban confiaban en no ser jamás presa del mismo destino.
Levanté la vista de la bebida y vi a la chica morena y bonita sentada a unas pocas mesas de donde me encontraba yo, y me lanzó una mirada, con la esperanza de llamarme la atención. Me di media vuelta, porque mis inclinaciones románticas se habían esfumado junto con Wild. No era la tiranía con la que Wild gobernaba a sus soldados lo que había agriado mi humor, porque lo cierto era que ya estaba acostumbrado a escenas así. Lo que ocurría era que no podía dejar de darle vueltas a las palabras que Wild me había dicho. ¿Cómo se había enterado él de que yo estaba investigando la muerte de mi padre? Y, lo más importante quizá, ¿por qué sentía la necesidad de hacerme saber que se había enterado? Intenté convencerme de que su única preocupación se basaba en la rivalidad laboral, pero había demasiada malicia en la expresión de Wild como para poder aceptar esa explicación. Ni me atrevía a adivinar por qué, pero mi investigación sin duda significaba algo para él. De tener razón, de poder confiar en mi instinto, entonces, antes de descubrir quién había matado a mi padre, tendría que vérmelas con el hombre más peligroso de Londres.
No perdí más tiempo antes de visitar a Perceval Bloathwait en su casa adosada en Cavendish Square. En lugar de escribirle una carta servil rogándole que me recibiera, adopté un método más directo: uno que funcionó con más eficacia de lo que me había atrevido a esperar. Simplemente me presenté allí después de mediodía y le entregué mi tarjeta a un lacayo descuidadamente vestido, que me invitó a esperar en un estrecho recibidor. La habitación se resentía por la ausencia de ventanas, y la poca luz que recibía llegaba comida por los muebles, en marrones y rojos apagados, y por los sombríos retratos de puritanos, sin duda los antepasados de Bloathwait, que colgaban torcidos de las paredes. No pude encontrar ningún libro con el que pasar el rato, de modo que, a falta de otra ocupación, me puse a pasear por la habitación con lenta intensidad. Pensé que mis pisadas levantarían una nube de polvo de la vieja moqueta, pero los muebles de Bloathwait sólo estaban viejos, no sucios.