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La modestia de la casa me sorprendió, porque, como miembro de la junta directiva del Banco de Inglaterra, Bloathwait tenía que poseer una inmensa fortuna. Aunque tampoco es que viviera en la pobreza, yo me había imaginado algo más cercano al esplendor: habitaciones grandes, abiertas y soleadas, columnas clásicas, muebles espléndidos, y criados elegantemente uniformados. Quizá, pensé, un hombre mayor, soltero, que se dedica a sus negocios no tiene ni la oportunidad ni la inclinación hacia el placer.

Reconsideré este juicio, sin embargo, cuando, después de unos tres cuartos de hora, la entrada de una bonita criada interrumpió mis paseos. La chica estaba un poco entrada en carnes, pero resultaba agradable, con un vestido cuyo escote era tan bajo que deleitaría, supuse, las lascivas miradas de su amo. Su pelo era rubio claro, sus ojos de un delicioso color avellana, y tenía la piel lechosa y cubierta de pecas. Sin darse cuenta al principio de mi presencia, se detuvo en mitad del cuarto y dio un chillido al verme de repente.

– Dios me bendiga -dijo llevándose la mano al pecho-. Le ruego me disculpe, señor. No le vi, ni sabía que estuviera usted, o no hubiera pasado por aquí, teniendo visita. Pero es que hay que dar mu cha vuelta, y cuando no hay nadie, no veo que haya nada malo en pasar por aquí, aunque si el señor Bloathwait lo llega a saber me arranca el pellejo.

Le sonreí y le hice una reverencia.

– Benjamin Weaver, a su servicio.

– Oh -suspiró, como si un hombre con una chaqueta elegante nunca le hubiese dicho una galantería. Se me quedó mirando y luego, recordando quizá cuál era su sitio, bajó la mirada-. Yo soy Bessie -hizo una reverencia, y yo disfruté del rubor de su piel pálida y pecosa-. La moza de la colada.

Yo sabía que no era común que un solterón como Bloathwait mantuviese servicio femenino a no ser que lo requiriese para algo más que para fregar y lavar. Si tal era el caso con Bessie, pensé, entonces pudiera ser que su presencia aquí significase que era justamente el tipo de chica complaciente que podía resultarme útil.

– ¿Te gusta trabajar para el señor Bloathwait, Bessie? -me acerqué a ella, para poder ponerme justo delante de esta bonita moza de la colada.

– Oh, sí que me gusta -asintió con entusiasmo un poco exagerado, como si yo fuese a informar a alguien de que ella se encontraba insatisfecha.

– ¿Qué clase de hombre te parece que es?

Entreabrió un poco la boca. Sabía que la estaba interrogando, pero no sabía por qué.

– Oh, no sería capaz de responder a una pregunta así. Pero es un gran hombre, seguro -levantó la vista como si se hubiera acordado de algo-. Voy a tener que seguir con lo mío, señor. Si el señor Stockton, el mayordomo del señor Bloathwait, me encuentra aquí hablando con un caballero fino, seguro que no deja de hacerme preguntas.

– Pues no querría yo que eso ocurriese, claro. Pero sí me agradaría bastante, Bessie, que volviéramos a vernos alguna vez en el futuro. A lo mejor podríamos concertar una cita durante la cual no temiéramos al señor Stockton. ¿Te gustaría?

El delicioso rubor se extendió de nuevo por su rostro, su cuello y su escote. Cayó en una reverencia tan baja como rápida.

– Oh, sí señor. Me gustaría, señor.

– ¿Cuánto te gustaría? -le pregunté, tomando un chelín de mi monedero y poniéndoselo en la palma de la mano. Sujeté el dorso de su mano con la palma de la mía mientras con la otra le cerraba los dedos en torno a la moneda. Acaricié suavemente sus deditos gordezuelos con el pulgar.

– Mucho -suspiró.

– A mí también me gustaría mucho -aparté la mano y deslicé con suavidad los dedos sobre su cara-. Debes irte ya, Bessie, no vaya a ser que el señor Stockton venga a buscarte.

Volvió a hacerme una reverencia y se fue corriendo.

Lo cierto es que no soy el tipo de hombre al que se le caigan los anillos por utilizar un chelín o dos para conquistar a la moza de la colada de un caballero, pero tenía en mente algo más que los placeres de la carne. Me parecía útil tener una confederada flexible dentro de la casa de Bloathwait, y si encima era una belleza flexible, miel sobre hojuelas.

Unos diez minutos después de la partida de Bessie el lacayo zarrapastroso regresó y me dijo que Bloathwait me recibiría. Le seguí a través del vestíbulo hasta una puerta cerrada. Llamó una vez y la abrió revelando una habitación abarrotada de muebles, decorada en los mismos tonos apagados del recibidor.

El estudio, a pesar de todo, dejaba entrar más luz, pero la claridad que penetraba por las ventanas hacía poco por disipar la sensación de oscuridad, igual que la evidente limpieza de estas habitaciones hacía poco por disipar la sensación de estar levantando polvo al andar. Las paredes estaban cubiertas de estanterías con libros, con los volúmenes ordenados con el tamaño como criterio. En el suelo cerca de muchas de las estanterías había libros mayores apilados sin aparente cuidado, y había hojas de papel sueltas sobre las estanterías y metidas entre las páginas de los libros.

Para ser un hombre por cuya casa daba la impresión de que las apariencias le importaban poco, Bloathwait había diseñado su estudio atendiendo a cada detalle. Era un hombre enorme, y su mesa de trabajo de tamaño exagerado le impedía parecer un adulto ridículo sentado en una silla construida para un niño. Estaba sentado con el aire de dignidad que su tamaño sugería, ya que este hombre, después de todo, era una de las figuras más importantes del mundo financiero de Londres.

Bloathwait estaba atendiendo a sus asuntos con una rigidez formal, con la sombría peluca negra y el traje negro cerniéndose sobre su gran masa corporal como una nube de tormenta. Una mano manchada de tinta navegaba por los papeles con una furiosa precipitación, como si nunca fuera a haber tiempo suficiente para todo el trabajo que aún le quedaba por hacer, y, en su obsesión, me pareció a medias un loco y un canalla: un hombre igualmente capaz de ordenar mi muerte como de derramarse el tintero sobre el regazo.

Supongo que tenía un aspecto que se diferenciaba poco del que tenía el hombre al que yo recordaba de mi infancia; aquella criatura era enorme, llena de facciones grotescamente desproporcionadas por lo pequeñas: boca, dientes, nariz, ojos, todo ello perdido en un rostro ancho y carnoso. Ahora había algo que me pareció más desagradable que terrible, más dado a suscitar repugnancia que temor. Aun así, sabía que si me lo acabase de encontrar por la calle, si hubiese aparecido en la periferia de mi visión, me hubiese helado la sangre.

Echándome sólo una mirada fugaz, Bloathwait utilizó el antebrazo para limpiar un espacio de papeles, y luego agarró una hoja para revisarla. Pilas y más pilas de documentos cubrían por completo la superficie de su mesa; algunos de ellos estaban completamente llenos de una letra diminuta y apretada, mientras que otros tenían sólo unas pocas palabras. No podía imaginarme que un hombre tan importante para el funcionamiento del Banco de Inglaterra pudiera prosperar en semejante caos.

– Señor Weaver -dijo al fin. Puso la pluma sobre la mesa y me miró. Un viejo reloj, tan ancho como un hombre y alto como un hombre y medio, empezó a emitir unas campanadas de sonido oxidado, pero Bloathwait elevó la voz por encima del ruido mecánico-. Siéntese, por favor. Confío en que me dirá el motivo de su visita con toda prontitud.

Al ir a sentarme en una silla de aspecto cojo frente a la mesa, le vi alargar el brazo para coger un pliego común que se encontraba en el borde mismo del alcance de su mano. Fue un movimiento sutil, cauto y despreocupado al mismo tiempo, pero me llamó la atención, como lo hizo también el trozo de papel que cubrió con él. No sabría decir qué contenía, escrito en una caligrafía desordenada, pero alguna palabra o frase de aquella página me inquietó en el momento preciso que Bloathwait la escondía de mi vista. Con la mano libre cogió un volumen de gran tamaño y lo colocó sobre el papel. Entonces me brindó su atención.