Al ver que yo observaba sus movimientos entornó los ojos con desaprobación.
– Espero sus órdenes -dijo lacónicamente-. He dispuesto un cuarto de hora como máximo para esta entrevista, pero me reservo el derecho de acortar ese espacio de tiempo en caso de considerar que la reunión es improductiva.
No se podía estar seguro nunca con una criatura como Bloathwait, pero tuve la impresión de que mi presencia le ponía nervioso, y sentí una extraña emoción, por poder hostigar a este hombre que tanto me había hostigado a mí de niño. Estábamos allí sentados como iguales, o al menos como no del todo desiguales. En cualquier caso, él sentía que le convenía escuchar lo que yo venía a decirle.
– ¿Y qué es lo que desea usted que produzca esta conversación? -pregunté, optando por ser deliberadamente elíptico.
Bloathwait parpadeó como una bestia obtusa.
– ¿Qué expectativas voy a tener? Es usted quien viene a verme a mí.
Deseando librarme de su frío escrutinio, pensé que era mejor no seguir evitando el tema.
– He venido, señor Bloathwait, porque estoy investigando la muerte de mi padre.
Su rostro no mostró ninguna emoción, pero garabateó una nota en un trozo de papel.
– Me resulta muy extraño que venga usted a mí -no levantó la mirada al hablar-. ¿Cree usted que yo sé algo de las operaciones de los carruajes de alquiler?
Me dolió un poco esta contestación. Se me ocurrió que, a pesar de mis esfuerzos por darme importancia, aún me sentía bastante infantil en presencia de Bloathwait, como si él fuera un pariente mayor o un maestro; ponerle nervioso, descubrí, me hacía sentirme travieso en lugar de poderoso. No iba a llegar a ninguna parte si me estremecía cada vez que me miraba con desaprobación, así que involuntariamente tensé los músculos del pecho y decidí tratarle como a cualquier otro hombre.
– Claro que no -dije, fingiendo impaciencia-. Pero según mis recuerdos usted sí conocía bastante a mi padre.
Levantó la cabeza una vez más.
– Su padre y yo trabajábamos ambos en la Bolsa, señor Weaver, cada uno a su manera. Asistí al funeral de su padre sólo por cortesía, nada más.
– Pero usted le conocía bastante -insistí-. Eso es lo que he oído.
– No voy a responder acerca de lo que usted haya oído o haya dejado de oír.
– Entonces se lo contaré yo -le dije, encantado ahora de haber tomado las riendas de la conversación-. Me han dicho, señor, que usted se acostumbró durante toda su vida a estar al corriente de los asuntos de mi padre. Que se familiarizó usted con sus negocios, sus conocidos, sus idas y venidas. Sé que al menos en una ocasión se ocupó usted brevemente de las idas y venidas de sus hijos, y que más tarde trasladó ese interés al propio padre.
Me ofreció la más débil de las sonrisas, dejando a la vista un muro de dientes torcidos e incongruentemente grandes.
– Su padre y yo habíamos sido enemigos. Ya veo que usted alberga algún recuerdo de esa animosidad. Aunque la enemistad terminó hace mucho tiempo por mi parte, he aprendido que lo más sabio es asumir que los congéneres de uno suelen ser menos generosos que uno mismo -hizo una pausa breve-. Mantuve una familiaridad distante con su padre por si acaso él me deseaba mal. Eso nunca resultó ser cierto.
– Esperaba -continué- que, como usted efectivamente había mantenido esa familiaridad, pudiera darme alguna idea acerca de quién podía desearle mal.
– ¿Por qué cree que alguien pudiera desearle mal? A mí me habían hecho creer que su muerte fue un desafortunado accidente.
– A mí me han hecho creer otra cosa -expliqué. Y procedí a informarle de las sospechas de William Balfour.
Bloathwait me escuchó como un estudiante en una clase magistral. Tomaba notas mientras yo hablaba, y parecía estar reflexionando sobre los aspectos confusos de mi narración. Cuando terminé, cambió su expresión a una de vago regocijo, sacudiendo la cabeza y torciendo su pequeña boca en una sonrisa condescendiente.
– Con ser Balfour hijo sólo la mitad de tonto que Balfour padre, entonces es ya el doble de tonto que cualquiera al que pueda hacérsele caso. Le diré lo siguiente: no tengo ningún desprecio por la pobreza, ninguno en absoluto. Si un hombre comienza con nada y termina con nada, es como la mayoría de los hombres sobre la faz de la tierra. Algunos hombres se enriquecen y se vuelven despectivos con respecto a otros hombres que son pobres o que comenzaron siendo pobres. Yo sólo desprecio a los hombres que una vez fueron ricos y se volvieron pobres. Yo he tenido reveses, usted, obviamente, eso lo sabe, pero un verdadero hombre de negocios es capaz de revertir sus reveses. Balfour lo malgastó todo en placeres disparatados, y no le dejó nada a su familia. Le desprecio.
– Yo creo que hay que darle cierto crédito a lo que dice el hijo. Si bien no hay que darle ninguno al hijo mismo -añadí tras un instante.
Toqueteó la esquina de un trozo de papel.
– ¿Tiene usted alguna prueba de estas sospechas?
Pensé que era mejor no compartir aún ninguna información. Deseaba saber lo que sabía Bloathwait, no cómo iba a responder a la poca información que ya tenía yo.
– Si tuviera pruebas -dije-, no tendría necesidad de solicitar su ayuda. Ahora mismo sólo tengo sospechas.
Se inclinó hacia delante, como para señalar que ahora deseaba prestarme toda su atención.
– Le diré que yo albergaba una especie de antipatía personal por su padre. Se lo digo sin vacilaciones. En asuntos de la Bolsa, sin embargo, no podía evitar respetarle, como respetaría a cualquier hombre que defendiese al Banco de Inglaterra. Haré por tanto todo lo que pueda para ayudarle, para así honrar a todos los hombres que honran al Banco. No puedo decirle que crea en su fantástica historia de tramas de asesinatos y valores perdidos, pero si usted desea realizar algún tipo de investigación, en absoluto le impediré que proceda.
Pensé que sería mejor reconocer lo que él claramente veía como una muestra de generosidad por su parte.
– Gracias, señor Bloathwait.
Se acarició la barbilla pensativamente.
– Y además no me gusta la idea de que alguien pueda asesinar a alguien de su raza con impunidad -continuó-. No hace falta que le diga que nosotros los disidentes sufrimos casi tantas incomodidades como ustedes los hebreos, y detesto pensar que cualquiera pueda matar a otro sin temor al castigo siempre y cuando su víctima no sea miembro de la Iglesia anglicana.
– Respeto su sentido de la justicia -dije con cautela.
Se reclinó en el asiento y extendió las manos sobre la gran explanada de su pecho.
– Ojalá supiera de algo que pudiera ayudarle. Sólo puedo decirle esto: en las semanas anteriores al accidente, oí algunos rumores acerca de su padre. Al parecer se había convertido, de alguna manera, en enemigo de la Compañía de los Mares del Sur.
Me concentré en ofrecer un aspecto sólo levemente curioso, aunque deseaba hacerle mil preguntas, ninguna de las cuales podía formular. Que Bloathwait hubiese oído hablar de la enemistad entre mi padre y la Compañía no probaba gran cosa, pero me confirmaba la importancia del panfleto que mi tío había descubierto.
– Cuénteme algo más acerca de lo que oyó.
– Me temo que no hay nada más -me dijo con un despreocupado movimiento de la mano-. La gente no habla mal abiertamente de la Compañía, señor Weaver. Es con mucho demasiado poderosa como para enfrentarse a ella. Sólo oí que su padre se había metido en un asunto que podía dañar los intereses de la Mares del Sur. Nunca supe de la naturaleza del asunto ni de la del daño.