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– No puedo -expliqué-. Sólo me parece la mejor opción que tengo. Espero -le dije con una sonrisa- estudiar lo general para descubrir lo particular.

Asintió.

– Muy bien, Weaver. Como no hay certezas, buscas lo probable. Todavía hay esperanza para ti.

Elias se levantó de la silla y se paseó tambaleante hacia la jarra de licor, que para su disgusto estaba ya vacía.

– ¿Qué te parece, Weaver, si salimos a celebrar mi triunfo? Visitamos el lupanar que prefieras y hablamos de probabilidad con las putas -le vi escudriñar los estantes en busca de otra botella de vino.

– Nada me gustaría más -le aseguré-, pero me temo que debo seguir con esta investigación.

– Lo sospechaba -respondió, pronunciando con bastante dificultad la palabra «sospechaba». Luego me invitó a varios soliloquios de su comedia, y aunque se olvidó de la mayoría de las palabras, le aplaudí vigorosamente. Después anunció que tenía algo de puterío del que ocuparse y otros compañeros de farras además de mí con los que compartir su jolgorio. Abrió la puerta después de varios intentos con el pomo y salió torpemente.

Escuché cómo Elias descendía ruidosamente por la escalera de la señora Garrison, y entonces me senté a la mesa de nuevo e intenté leerme el panfleto de mi padre. No puedo fingir que me sorprendiera descubrir que mi padre no era más accesible por escrito de lo que era en una conversación normal. Consideren las primeras palabras del documento:

No podemos menos de ser conscientes de que en los últimos años ha existido un estupor generalizado, un escándalo ciertamente, en relación con los crecientes poderes de determinadas facciones de la calle de la Bolsa; facciones que han dejado claras sus intenciones y que han luchado, contra los deseos más sensatos de quienes desean ver prosperar a la nación, por deshacer aquello que con tanto ímpetu se ha hecho en interés del Reino.

Después de esta primera frase, decidí comenzar a poner en práctica un juicioso método de lectura rápida, que produjo una oleada de acusaciones contra la Compañía de los Mares del Sur y de elogios al Banco de Inglaterra que nadaban sin piedad ante mi vista. Algunos párrafos tenían más interés que otros; no podía evitar leer con atención los pasajes en los que mi padre postulaba la existencia de una conspiración dentro de la propia Compañía: «Este fraude sólo puede haberse perpetrado con la cooperación de ciertos elementos dentro de la propia Gasa de los Mares del Sur. La Compañía es como un trozo de carne podrida y repleta de gusanos».

Pasé quizá una hora más con el manuscrito, hojeándolo, esperando que en alguna parte mi padre hubiera destilado las ideas en una conclusión comprensible. Una vez abandonada esta esperanza, decidí que para comprender los temas de los que hablaba, debía pasar el tiempo no frente al panfleto de mi padre, sino en el fragor de la batalla. De modo que me vestí con mi mejor chaleco y chaqueta, me peiné y me recogí el cabello con cuidado, y abandoné mis aposentos con aspecto muy aseado. Entonces tomé rumbo al Jonathan's, donde había decidido pasar unas cuantas horas entre los ingenieros de los mercados financieros de Londres. Si quería llegar a comprender sus intrigas, razoné, era necesario que conociese mejor a los propios corredores.

Encontré el café tan vivo como el día anterior, y aunque resultaba un sitio menos entretenido para pasar la tarde que una casa de placer con un escocés borracho, llegué a la conclusión de que la calle de la Bolsa, con su incesante actividad, tenía mucho interés. Tomé asiento junto a una mesa, pedí un pocillo de café, y comencé a mirar los periódicos del día.

Escuchaba a los hombres hablarse a gritos de un lado al otro de la sala, debatiendo los méritos de tales o cuales valores. Había voces que gritaban que querían comprar. Voces que querían vender. Oía discusiones en todas las lenguas vivas y por lo menos en una muerta. Pese a la confusión circundante, al principio aprendí mucho, y disfruté bastante de estar allí, sintiéndome como si fuera otro corredor judío en la calle de la Bolsa. Había algo verdaderamente contagioso en la exuberancia de aquel lugar donde acontecimientos que hacían época siempre estaban a punto de suceder, siempre estaba a punto de hacerse o de destruirse una fortuna. Yo ya había estado en muchos cafés, donde los hombres daban rienda suelta a su vehemencia hablando de escritores, de política o de actrices. Aquí los hombres hablaban de sus fortunas, los resultados de sus discusiones podían hacerles ricos o pobres, célebres o infames. El café de los corredores convertía la discusión en riqueza, las palabras en poder, las ideas en verdad, o al menos en algo que se parecía muchísimo a la verdad. Yo me había hecho mayor en un mundo sin ambigüedad, de violencia y pasiones. Ahora me sentía como entre una raza de hombres diferentes, en una tierra extraña y ajena gobernada, no por los fuertes, sino por los astutos y los afortunados.

Después de unos tres cuartos de hora, reconocí al contable de mi tío, el señor Sarmento, entre un grupo de desconocidos que se ocupaban con afán de sus negocios. Extendidos sobre la mesa había una serie de documentos, y algunos de los hombres los leían. Este ritual continuó durante un rato, y luego todos los hombres se despidieron de una manera que me pareció afable.

Sarmento no había dado señal alguna de haberme visto, pero cuando terminó con sus asuntos, dobló sus papeles y se me acercó con decisión.

– ¿Le importa que le acompañe, señor Weaver? -me preguntó en un tono tan neutro e inescrutable como su rostro. No encontraba ni rastro del cachorro que daba brincos detrás del señor Adelman en casa de mi tío. Aquí sólo se veía la expresión seria de un hombre para quien la vida no era más que una sucesión de situaciones de mayor o menor tensión.

– Me encantaría -le dije con una cortesía que se quedó colgada en el aire como un mal olor.

– No me imagino qué asunto puede traerle a este café -me dijo con aire ausente-. ¿Está usted pensando en meterse en los valores?

– Sí -le contesté secamente-. Creo que voy a ganarme la vida como corredor registrado en la calle de la Bolsa.

– Se burla usted de mí, pero no ha contestado todavía a mi pregunta.

Tomé un sorbo de café.

– ¿Qué cree usted que hago aquí, señor Sarmento?

Pareció escandalizarse ante esta pregunta.

– No le creo tan burdo como para hablar de ello abiertamente. Nunca he tenido la presunción de juzgar el negocio del señor Lienzo, pero esperaría que usted, por respeto hacia él, fuera sutil. Aún recuerda, espero, lo que significa su familia.

Sarmento era difícil de leer, pero tenía aspecto de estar satisfecho por haber resuelto un enigma complejo.

– ¿Qué sabe usted de este asunto? -pregunté con suavidad. Pensé que quizá pudiera engañarle para que me contara… no sé qué. Sólo sabía que no confiaba en él, y eso me pareció razón suficiente para proseguir.

– Le aseguro que sé lo suficiente. Quizá más de lo que debiera.

– Me encantaría saber más de lo que debiera -le dije con enorme calma.

Sarmento me sonrió. Era la sonrisa torcida y mal formada de un hombre para quien el humor no era algo que resultase natural.

– No creo que le convenga. ¿Sabe usted lo que yo creo, señor Weaver? Creo que tiene usted ambiciones que están muy por encima de sus habilidades.

– Le agradezco la buena opinión que tiene de mí -le hice una breve reverencia.

– ¿Qué? ¿Hemos de comportarnos nosotros con la cortesía de nuestros vecinos ingleses? Ésa no es nuestra manera de hacer las cosas, todas esas tonterías de «me honra usted» y «a su servicio». Nosotros decimos lo que pensamos.

Me estremecí ante la idea de que estaba actuando como un inglés, fingiendo ser algo que no era. Que este hombre fuera un miembro de mi raza me llenaba de una especie de vergüenza. Era algo extraño, porque estaba tan acostumbrado a identificarme a mí mismo como judío de un modo tan peculiar, oyendo lo que los británicos de mi entorno tenían que decir de los judíos, preguntándome cómo debía sentirme frente a sus palabras. Pero lo que tenía aquí era otra cosa; durante la última década había tenido muy pocas ocasiones de identificarme a mí mismo como un judío en relación con otros judíos; era como si estuviese a la defensiva de alguna manera, como si fuera miembro de un club y deseara verle a él expulsado.