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– ¿De qué desea usted hablar, señor Sarmento? -le pregunté al fin.

– Cuénteme su conversación en el carruaje con el señor Adelman la otra noche.

Apreté las manos una contra otra para parecer un hombre sumergido en sus pensamientos. Lo cierto es que sí que estaba sumergido en mis pensamientos, pero quise dar la impresión de estar pensando por ser inteligente, no por estar confundido.

– Primero, señor, me habla usted de mis tratos con el señor Lienzo, y ahora me pregunta por mis tratos con el señor Adelman. ¿Hay alguno de mis negocios del que usted no quiera hablar?

– ¿Negocios? -me preguntó con asombro-. ¿Es de negocios su asunto con Adelman?

– No he dicho que hayamos llegado a ningún acuerdo -le expliqué-. Sólo que hablamos de negocios. Pero aun así me gustaría mucho saber por qué me hace preguntas tan entrometidas acerca de mis negocios.

– Ha habido un malentendido -balbuceó Sarmento, intentando de pronto parecer obsequioso-. Sólo estoy interesado. Preocupado incluso. Adelman podría no ser el hombre por quien usted le toma, y no quiero que usted sufra.

– ¿Que no sufra, dice? Pero bueno, si hace unos días le vi hacerle la corte a Adelman durante toda la noche; ¿y ahora quiere usted prevenirme contra él? De verdad que no le entiendo.

– Soy un hombre que se conoce los entresijos de la calle de la Bolsa, señor, y usted no. Haría bien en recordarlo. Pero los hombres como Adelman y su tío son hombres de negocios, entrenados en las artes del fingimiento y la adulación.

Me incorporé de repente en la silla, asustando al señor Sarmento.

– ¿Qué está diciendo usted de mi tío?

– Su tío no es hombre con quien jugar, señor. Espero que no lo tome a la ligera. Quizá lo vea usted como un amable caballero de cierta edad, pero puedo asegurarle que es extremadamente ambicioso, y es una ambición que yo he llegado a admirar y a emular.

– Explíquese mejor.

– Vamos, vamos. Sé que está usted inmerso ahora en los negocios de su familia. Su tío le tira unas pocas monedas, y usted corre a recogerlas como un perro. Pero incluso usted podrá darse cuenta de que es raro que su tío tenga una amistad tan estrecha con un hombre odiado por su padre.

¿Mi tío tirándome monedas? ¿Adelman odiado por mi padre? Quería saber más, pero no me atrevía a descubrirme preguntando demasiado.

– No juegue conmigo -dije al fin-. Y debería recordarle que vigile su lengua cuando le hable a un hombre que se la arrancaría de la boca sin pensárselo dos veces.

– No tengo tiempo para juegos, Weaver -se burló de mi apellido pronunciándolo con afectación-. Se lo prometo, yo tampoco soy hombre con quien se deba jugar. Ya no está en el ring, y no puede pegar a los demás para que se aparten de su camino. Si desea usted pelear en la calle de la Bolsa, señor, encontrará usted que le pueden los hombres como yo, y que aquí utilizamos armas mucho más peligrosas que los puños.

Me miró de la manera más inanimada, como si compartiese mesa con un vegetal. No había nada amenazador ni en los gestos de su cuerpo ni en la expresión de su cara.

– Confieso que no sé cómo juzgarle, señor -dije por fin-. Tiene usted aspecto de querer amenazarme, y sin embargo no veo razón para que sea usted mi enemigo.

Sarmento volvió a ofrecerme algo que se parecía bastante a una sonrisa.

– Si usted no tiene intención de ser mi enemigo, entonces yo tampoco tengo intención de amenazarle.

– ¿Por qué le doy miedo? -le pregunté-. ¿Porque pueda heredar el negocio de mi tío? ¿Porque pueda casarme con Miriam? ¿Porque pueda retarle a una pelea? Seamos honestos el uno con el otro.

– Desprecio sus burlas -me contestó, no puedo decir que airadamente porque su tono no varió un ápice-. Haría usted bien en tener cuidado conmigo. Y con su tío, y con sus amigos.

Antes de que pudiera responder, Sarmento se había puesto en pie, empujó a un corredor de baja estatura para apartarlo de su camino, y se abrió paso entre la multitud. No estaba seguro de qué quería sugerir sobre mi tío, pero que me previniese acerca de Adelman me preocupaba más que cualquier otra cosa que hubiera dicho, porque ahora Sarmento hacía insinuaciones acerca de un hombre a quien, en casa de mi tío, sólo había querido agradar.

Empujado por la curiosidad, me levanté de la mesa y fui hacia la salida, donde vi que Sarmento se marchaba. Tras esperar un momento, seguí su ejemplo, y le vi dirigirse en dirección norte hacia Cornhill. Una vez hubo llegado a esa concurrida calle, resultaba fácil seguirle de cerca. Caminaba a buen paso, tejiendo un rumbo entre el gentío avaricioso que venía a hacer negocios en la calle de la Bolsa.

Tomó dirección oeste, hacia el lugar en el que Cornhill se cruza con las calles Threadneedle y Lombard, y aquí el espesor de la muchedumbre empezó a disminuir, así que me rezagué bastante, me tomé un instante para tirarle un penique a un mendigo, y continué la persecución a una distancia prudencial.

Para entonces Cornhill se había convertido en Poultry, y Sarmento giró a la derecha hacia Grocers Alley, mucho menos concurrida. Esperé un momento y le seguí al callejón que llevaba a Grocers Hall, que era la sede del Banco de Inglaterra. Sarmento se dirigió al enorme edificio que, como el propio edificio de la Bolsa, se levantaba como testimonio arquitectónico de los excesos del último siglo.

Sarmento se apresuró hacia un carruaje aparcado delante del Hall. Para poder ponerme más cerca, me aproximé a un grupo de caballeros que andaban por allí, puse acento del campo y les expliqué que me había extraviado y que necesitaba que me informasen del camino más corto al Puente de Londres. Los londinenses pueden no ser los más sociables del mundo, pero no hay nada que les guste más que dar direcciones, y ahora, mientras estos cinco caballeros se peleaban por darme las mejores instrucciones, el carruaje empezó a moverse despacio, pasando por delante de mí. Pude ver que Sarmento conversaba concentradamente con un hombre de rostro ancho lleno de facciones demasiado pequeñas. La pequeñez de su nariz y de su boca y de sus ojos era aún más absurda por la enorme peluca negra que llegaba casi hasta el techo del carruaje y descendía ondulada en tirabuzones gruesos. Era una cara que había visto hacía poco y que no me costó reconocer. No puedo decir que sintiese otra cosa que no fuese la más absoluta confusión cuando vi que Sarmento se iba en coche con Perceval Bloathwait.

Dieciocho

Ya no podía fingir ante mí mismo que mis sospechas con respecto a Bloathwait nacían del vago fantasma de un terror infantil. Había cubierto una cosa sobre su mesa, algo que no había querido que yo viese. Eso en sí mismo podía significar poco; podía haber estado apuntando algo relacionado con sus finanzas personales, o con las rameras, o con su afición por los niños pequeños, no había forma de saberlo. Sería muy raro que un hombre como Bloathwait no tuviera sobre la mesa nada que mereciese la pena esconder de un enemigo en potencia. Pero el vínculo con Sarmento, un hombre a sueldo de mi tío, era un asunto completamente diferente. Bloathwait mantenía una conexión secreta con mi familia, y sentí que tenía que saber cuál era.

Mis aventuras juveniles como fugitivo me habían curtido bien para este oficio de investigar asesinatos, y supe que era hora de utilizar mis habilidades como allanador de moradas. Hacía mucho tiempo que había aprendido que no había instrumento más eficaz para entrar ilegalmente en una casa que el interés de una doncella bobalicona, así que compuse una irresistible lettre d'amour, que envié doblada alrededor de un chelín. No albergaba apenas dudas de que Bessie la lavandera respondería amablemente a mi misiva, y cuando recibí la contestación qué deseaba menos de una hora más tarde, me froté las manos de emoción.