Выбрать главу

– Vale -dijo despacio-. Pero yo no quiero tener nada que ver con esto. Ustedes hagan lo que tengan que hacer, y si les cogen, yo no pienso decir que les he visto.

No era exactamente lo que yo quería, pero iba a tener que conformarme con eso. Así que le dije que si nos veíamos obligados a escapar a toda prisa, le enviaría la otra media corona por la mañana. Habiendo cerrado este trato, nos dirigimos hacia el despacho.

La habitación, que era oscura incluso de día, ahora daba una sensación mucho más maligna, y nuestras sombras se alargaban en el estrecho espacio de la cámara, que parecía envolvernos como un enorme ataúd. Me acerqué a la mesa, encendiendo unas cuantas velas por el camino, pero la luz macilenta de las escasas llamas creaba un ambiente más amenazante todavía.

Mientras yo intentaba que las condiciones de nuestra búsqueda invasiva fueran más soportables, Elias se paseaba por la habitación, examinando los libros de las estanterías y tocando los artefactos de Bloathwait.

– Ven aquí -susurré-. No sé cuánto tiempo tenemos, y quiero acabar con esta felonía cuanto antes.

Reuní unas cuantas velas sobre la gran mesa de Bloathwait, y comencé a hojear los imponentes montones de documentos extendidos sobre la superficie como si el viento los hubiese revuelto.

Elias se unió a mí junto a la mesa y levantó un trozo de papel al azar. La caligrafía de Bloathwait era apretada y difícil de leer. No iba a ser fácil descifrar estos escritos.

Puso la página a la luz de la vela, como si amenazarla con la llama fuera a obligarla a confesar sus secretos.

– ¿Qué es lo que estamos buscando? -preguntó Elias.

– No sé decirte, pero había algo que quería esconder. Busca algo que tenga que ver con mi padre o con la Compañía de los Mares del Sur o con Michael Balfour.

Los dos empezamos a hojear los papeles, procurando no dejar nada fuera del sitio en que lo encontrábamos. Había tanto sobre la mesa, y estaba organizado de una manera tan caótica, que no podía importarme que Bloathwait se diera cuenta de que alguien había estado rebuscando entre sus papeles. Con tal de que no pudiese probar que había sido yo, me daba por satisfecho.

– No me has dicho qué aspecto tiene tu viuda -dijo Elias, pasando el dedo por una línea de prosa embrollada.

– Presta atención a lo que estás haciendo -murmuré, aunque lo cierto es que encontraba reconfortante el sonido de su voz. Estábamos en medio de una tarea muy tensa: la mirada se me iba a cualquier sombra que se moviese, y mi cuerpo se ponía rígido con cada crujido de la casa.

Elias comprendió que mi réplica no significaba nada.

– Yo me puedo concentrar y hablar de viudas al mismo tiempo. Lo hago todo el tiempo mientras opero. Así que dime, ¿es una judía encantadora, de piel aceitunada y el cabello oscuro y los ojos bonitos?

– Pues sí -le dije, procurando no sonreír-. Es bastante bonita.

– No esperaba nada menos de ti, Weaver. Siempre has tenido buen ojo, a tu manera.

Me entregó un trozo de papel que contenía unas notas sobre un préstamo del Banco, pero no vi que pudiera sernos útil.

– ¿Estás pensando en el matrimonio? -me preguntó traviesamente, pasando a ocuparse de un fajo de papeles atados con un grueso cordel. Desató el nudo cuidadosamente y comenzó a revisar las páginas-. ¿Has empezado a plantearte crear un hogar, circuncidar a unos pequeñuelos?

– No comprendo por qué te divierte tanto que me guste esta mujer -dije hoscamente-. Tú te enamoras tres veces cada dos semanas.

– Cosa que me hace inmune a las burlas entonces, ¿no es cierto? Todo el mundo espera que yo me enamore. En cambio tú, el israelita pétreo, fuerte y luchador; ése es otro cantar.

Alcé una mano. Estaba oyendo un crujido, como de pisadas. Los dos permanecimos inmóviles a la luz titilante de las velas durante unos minutos, escuchando sólo el ruido de nuestra propia respiración y el tictac del gran reloj de Bloathwait. ¿Qué íbamos a hacer si de pronto apareciese Bloathwait, con una vela en la mano y su enorme cuerpo envuelto en la bata? Podía reírse, echarnos, burlarse de nosotros -o podía entregarnos al juez y utilizar su inmensa influencia para vernos ahorcados por allanamiento de morada-. Se me pasaron por la cabeza todas las posibilidades, la burla y la suficiencia y la risa siniestra, o la prisión y la horca. Me llevé la mano a la empuñadura de mi cuchillo, luego a la de la pistola. Elias me vio hacerlo; sabía en qué estaba pensando yo. Mataría a Bloathwait. Me echaría a las carreteras, abandonaría Londres para no regresar jamás. No iba a enfrentarme a un juicio por esta aventura mía, ni podía permitir que Elias conociese los horrores de la prisión. Resolví hacer lo que creía necesario.

El ruido había cesado, y después de unos momentos en los que no podía terminar de creerme mi propia certeza de que el peligro había pasado, le hice señas para seguir a lo nuestro.

– Me das que pensar -dijo Elias, intentando nuevamente levantar mis ánimos, y los suyos propios-. Pasando todo este tiempo entre tus correligionarios, ¿estás pensando en volver al redil? ¿Mudarte a Dukes Place y convertirte en una figura respetada en la sinagoga? ¿Dejarte barba y todo lo demás?

– ¿Y qué si lo hiciera?

La idea de regresar a Dukes Place se me había pasado por la cabeza, no como una decisión tomada, sino como un interrogante: ¿cómo sería vivir allí, ser un judío entre muchos en lugar de ser el único judío que conocían mis amistades?

– Sólo espero que, cuando encuentres el camino de la abstención y la devoción, no te olvides del todo de los amigos de tu disipada juventud.

– Podías considerar la idea de convertirte a nuestra fe -le dije-. Supongo que la operación puede resultarte un poco dolorosa, pero no recuerdo especialmente estar incómodo.

– Mira esto -me enseñó un papel-. Es Henry Upshaw. Me debe diez chelines, y anda en negocios con Bloathwait por valor de doscientas libras.

– Deja de buscar chismes -le dije-. No debemos permanecer aquí más tiempo del necesario.

Llevábamos allí unas dos horas y los dos nos estábamos poniendo nerviosos, pensando en lo necios que habíamos sido, cuando un papel me llamó la atención, no por nada que tuviera escrito, sino porque me resultaba familiar. Tenía el mismo tipo de esquina rasgada que había visto en el documento que Bloathwait intentó esconder de mi mirada.

Cogiéndolo con cuidado, vi que en el margen superior decía «¿Ca. M. S.?». Mi pulso se aceleró. Debajo había escrito «¿falsificación?» y debajo de eso «advertencia Lienzo». ¿Quería decir que había recibido una advertencia de mi padre, que él había advertido a mi padre, o incluso que entendía la muerte de mi padre como una advertencia?

Un poco más abajo había escrito «Rochester», y después, debajo de eso, «Ca. M. S. Contacto: Virgil Cowper».

Llamé a Elias y se lo enseñé.

– ¿Pueden ser éstas notas que tomó después de vuestra entrevista? -me preguntó.

– Nunca le mencioné a Rochester -dije- y no tengo ni idea de quién es Virgil Cowper, así que aunque éstas sean notas que tomó después, nos demuestra que hay algo que no me ha contado.

– Pero éstas pueden no ser más que sus propias especulaciones. No prueban nada.

– Es verdad, pero al menos tenemos un nombre que no teníamos antes. Virgil Cowper. Sospecho que es alguien de la Compañía de los Mares del Sur, y a lo mejor puede decirnos algo.

Saqué un papel y apunté el nombre, y luego seguí mirando entre los papeles. Por entonces Elias se había empezado a aburrir, y comenzó a mirar las notas encuadernadas de las estanterías, donde sólo encontró páginas de nombres, cifras y fechas incomprensibles.

Seguimos trabajando juntos en silencio, los dos excitados con nuestro descubrimiento. No estábamos perdiendo el tiempo. No creí, sin embargo, que Elias fuera capaz de mantener prolongados periodos de silencio.

– Al final no has contestado a mi pregunta -dijo por fin-. ¿Te casarías con esa viuda si ella te aceptase?