Aunque el objetivo principal de Elias era burlarse de mí, había algo más en su tono de voz, una especie de tristeza, y una especie de emoción también, como si estuviéramos al borde de algo maravilloso y transformador.
– Ella nunca me aceptaría -dije al fin-. Así que es imposible contestar a la pregunta.
– Creo que ya la has contestado -me dijo suavemente.
Me escapé del interrogatorio al descubrir el borrador de una carta, dirigida a un nombre que no pude descifrar. La hubiese pasado por alto completamente, pero un nombre en la mitad de la página atrapó mi mirada. «Sarmento demuestra ser un idiota, pero dejemos eso ahora.» Era la única mención que hallé al empleado de mi tío. La referencia me hizo sonreír, y por alguna razón me proporcionó un extraño placer el saber que él y yo estábamos de acuerdo acerca del carácter de Sarmento.
Mi reflexión fue interrumpida por un ruido de pisadas que se acercaban desde el recibidor. Los dos nos apresuramos a volver a colocar en su sitio todos los papeles y apagar todas las velas. Pero nuestra frenética actividad cesó cuando vimos a Bessie entrar a toda prisa por la puerta, con la falda remangada para poder correr mejor.
– El señor Bloathwait está despierto -susurró-. Le ha despertado la gota. Se supone que le estoy preparando un chocolate, y luego piensa bajar. Así que denme mi media corona y lárguense.
Le di la moneda mientras Elias continuaba apagando las velas. Sólo podía esperar que pasase suficiente tiempo antes de que llegara Bloathwait y que quien volviera a encenderlas no se diese cuenta de que la cera estaba blanda y caliente.
Bessie nos llevó a través del laberinto de habitaciones hasta la entrada de servicio.
– No vaya a volver por aquí -me dijo-, a no ser que tenga otra cosa en mente. No tengo tiempo para las intrigas de ustedes los hombres de negocios. No me gustan mucho esas cosas.
Hizo una reverencia y cerró la puerta, y Elias y yo salimos cuesta arriba hasta la calle. Era tarde, y yo saqué la pistola para que cualquiera que pasase por ahí se lo pensase dos veces antes de decidirse a asaltarnos.
– ¿Ha sido una aventura productiva?
– Me parece que sí -le dije-. Sabemos que Bloathwait tenía conocimiento de los fraudes de la Mares del Sur, y que tenía alguna idea acerca de la relación de mi padre con ellos. Y tenemos ese nombre, ese tal Virgil Cowper. Te digo, Elias, que esta noche me da buena espina. Creo que la información que hemos sacado de Bloathwait nos va a resultar de lo más útil.
No pude distinguir si Elias no estaba de acuerdo o si simplemente quería regresar a sus aposentos y echarse a dormir.
Diecinueve
Me propuse acercarme a la Casa de los Mares del Sur aquella tarde, pero antes quería visitar a mi tío para informarle de mis aventuras con Bloathwait. Aún no estaba seguro de querer contarle lo que había visto hacer a Sarmento, pero me estaba cansando de jugar al ratón y al gato. Por el momento le haría saber que el director del Banco de Inglaterra me había dejado claro que tenía interés en la investigación.
Confieso que mi deseo de encontrarme con mi tío se veía incrementado en cierta medida por el deseo de ver a Miriam una vez más. Me preguntaba qué influencia tendría en nuestra relación el asunto de las veinticinco libras que le presté. Un préstamo de necesidad como éste podía producir incomodidad, y estaba decidido a hacer todo lo que estuviese en mi mano para evitar que tal cosa ocurriese.
La ironía de mi interés por Miriam me divertía; de haber conocido mejor a la bonita viuda de Aaron, quizá me hubiera planteado una reconciliación con mi familia hacía mucho más tiempo. Y sin embargo, incluso mientras iba canturreando por lo bajo, me cuestionaba mis propias intenciones. Pese a la opinión que el mundo tiene de las viudas, yo no podía ser tan sinvergüenza como para intentar aprovecharme de la virtud de una mujer que era casi una pariente, y que, además, estaba viviendo bajo la protección de mi tío. ¿Pero qué le podía ofrecer un hombre como yo? Yo, que amasaba al final del año unos pocos cientos de libras como mucho, no tenía nada para Miriam.
Al acercarme a casa de mi tío, llegando a Berry Street desde Grey Hound Alley, me sacó de mis ensoñaciones un mendigo desgarbado que se materializó tan repentinamente que me sobresaltó. Era un judío tudesco -como llamamos los judíos ibéricos a nuestros correligionarios del este de Europa- de mediana edad quizá, aunque parecía no tener edad, a la manera de esos hombres mal alimentados y oprimidos por los trabajos y las calamidades. Mis lectores puede que ni sepan que hay distintas categorías de judíos, pero nosotros nos dividimos por nuestras culturas de origen. Aquí en Inglaterra, los que descendemos de ibéricos fuimos los primeros en regresar durante el siglo pasado y hasta hace poco éramos más numerosos que nuestros parientes tudescos. Debido a las oportunidades que encontraron nuestros antepasados entre los holandeses, la mayoría de los hombres de negocios y los corredores de Inglaterra son ibéricos. Los tudescos son perseguidos y acosados con frecuencia en sus tierras de origen, y cuando vienen aquí se encuentran sin oficio ni profesión, y por tanto la mayoría de los mendigos y pordioseros que hay por las calles provienen del este de Europa. Estas distinciones no están grabadas en piedra, ya que hay tudescos ricos, como Adelman, y no hay escasez de pobres entre los judíos ibéricos.
Me gustaría decir que yo no tenía prejuicios contra los tudescos simplemente porque su aspecto y su idioma me resultaban raros, pero lo cierto es que los hombres como este pedigüeño me parecían un bochorno; me parecía que arrojaban una luz espantosa sobre el resto de nosotros, y me avergonzaba de su ignorancia y de su desvalimiento. Los huesos de este hombre casi se le salían de la piel apergaminada, y sus ropajes negros extranjeros le colgaban como si se hubiese limitado a colocarse la ropa de cama alrededor del cuerpo. Llevaba la barba larga, a la moda de sus compatriotas, y un llamativo casquete sobre la cabeza, con guedejas ralas asomándole por debajo. Allí de pie, con una sonrisa bobalicona dibujada en la cara, preguntándome en mal inglés si deseaba comprar una navaja o un lápiz o un cordón para los zapatos, me sobrecogió el deseo, intenso y sorprendente, de derribarle, de destruirle, de hacerle desaparecer. Creí en aquel momento que eran estos hombres, cuyo aspecto y modales eran repulsivos para los ingleses, los responsables de las dificultades que los demás judíos sufríamos en Inglaterra. Si no fuera por este bufón, que le daba a los ingleses algo ante lo cual escandalizarse, no me hubieran humillado de ese modo en el club de Sir Owen. De hecho, no encontraría tantos obstáculos a mi paso que me impiden conocer lo que le ocurrió a mi padre. Pero incluso esto era una mentira, me dije, porque sabía que lo cierto era que este pedigüeño no hacía que los ingleses nos odiasen; simplemente les proporcionaba un punto donde concentrar su odio. Era un marginado, era difícil de mirar, su habla maltrataba el idioma, y nunca podría fundirse con el resto de la sociedad de Londres, ni siquiera al modo que lo hacían los extranjeros. Este hombre me hizo odiarme a mí mismo por lo que yo era, y me hizo desear golpearle. Comprendí esta pasión tal y como era; supe que le odiaba por razones que no tenían nada que ver con él, así que apreté el paso, esperando que él y los sentimientos que había despertado en mí se desvanecieran.
Pero al apresurarme, le oí llamarme.
– ¡Señor! -gritó-. Yo sé quién es usted.
Esta declaración sólo avivó mi ira, porque ¿qué podía yo, el hijo de una de las familias judías más importantes de Londres -y éste era un título que yo no solía repetir-, tener que ver con un mendigo como él? Cerré los puños y me encaré con él.
– Yo le conozco -me dijo de nuevo, señalándome-. Usted…
Sacudió la cabeza, incapaz de encontrar las palabras.