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Reanudé nuestro paseo, esperando que el movimiento llevase a Sir Owen a un tema de conversación más relevante.

– Y es usted un tipo con bastante aire de saber divertirse -continuó-. Apostaría a que es usted un hombre amante de los placeres. Le aseguro que yo lo soy. Seré franco con usted. Me gusta el juego, y me gustan las putas. Me gustan mucho las putas, sí señor.

Animado por este espíritu, pregunté:

– ¿Y usted les gusta a ellas, Sir Owen?

Por un instante temí haberle ofendido, pero se echó a reír con una carcajada espesa como un tazón de chocolate.

– Les gusta enormemente mi dinero, señor Weaver. Eso se lo puedo asegurar. Les gusta tanto como a los dueños de las casas de juego. Porque a todos los hombres (y también a las mujeres) les gusta el dinero. A mí me gusta el dinero -dijo alargando las sílabas, perdiendo el hilo al cruzarnos con un grupo de hermosas señoritas, todas hechas un mar de risas porque se les había roto un parasol.

– Tanto como las putas -sugerí, para rescatar la conversación.

Chasqueó los dedos.

– Exacto. Las putas. Sí, bueno, mi afición a las putas me ha metido en un pequeño embrollo, me temo -hizo una pausa, para reírse de una broma que se le acababa de ocurrir-. Pero no necesito un médico. No es esa clase de embrollo. Esta vez no. Verá usted, anoche tuve un encuentro amoroso con una ramera poco conforme con ser una simple ramera, con ganarse la vida honradamente con un honrado revolcón. Parece ser que abusé ligeramente del vino, y esa fulana abusó de mí llevándose todo lo que llevaba yo encima.

Sir Owen cortó en seco su relato para hacerle una profunda reverencia a una dama muy maquillada que llevaba un elaborado vestido en verdes y amarillos y el cabello recogido en un moño muy alto, al estilo Hannover. Ella apenas se dignó a devolverle el saludo al barón y siguió su camino. Sir Owen procedió entonces a explicarme que le habían engañado para que diese un paseo con la puta después de que, casualmente, le hubiesen debilitado a base de copas, que le habían animado a beber hasta sobrepasar la ya considerable cantidad a la que estaba acostumbrado. Cuando despertó, en un callejón, le habían levantado abrigo, reloj, zapatos, espada, portamonedas y cartera.

– Yo no soy un hombre rencoroso -me aseguró-. Estoy dispuesto a dejar que se quede con todo, pero he de recuperar la cartera. Tiene mucho valor para mí, y sólo para mí. Es muy importante que la recupere, y que lo haga lo antes posible.

Pensé en esto por un momento.

– ¿Conoce usted el nombre de esa puta o un lugar donde pueda encontrarla?

Él sonrió.

– Cuando era joven, el cura de mi parroquia siempre me advertía de que ser tan putañero sería mi ruina, pero he aquí que ser putañero me trae beneficios. Sé su nombre, sí señor, porque la he visto trabajar, aunque antes de anoche no había tenido el disgusto de conocerla, digamos que, íntimamente. Creo que, quizá, por su forma de practicar el oficio, los hombres no suelen volver por más. Se llama Kate Cole, y la he visto en muchas ocasiones en una taberna llamada Barrel and Bale. Creo que tiene allí una habitación alquilada, pero no estoy seguro.

Asentí. Nunca había oído hablar de esa puta, pero había miles de su mismo oficio en Londres. Incluso un hombre tan entusiasta como Sir Owen no podía pretender conocerlas a todas.

– Encontraré a Kate Cole para usted entonces.

Procedió a describirme su aspecto con sumo detalle, dándome más información de la que iba a necesitar para encontrar a una mujer completamente vestida.

– Confío -dijo después, bajando la voz- en que no hace falta que insista en la cuestión de la discreción. Seguro que un hombre de su posición comprende las necesidades de un hombre de la mía.

Le dije que le entendía perfectamente, aunque me pregunté por qué había decidido mostrarse conmigo por todo el parque si deseaba que todo quedase en secreto.

Sir Owen me sorprendió al adivinar mis pensamientos.

– No me importa que el mundo sepa que le he visitado, o incluso que le he visitado para pedirle ayuda en un caso de robo. Pero prefiero que no diga usted nada más. Al mundo no le importa qué sea lo que me han robado, ni cómo lo perdí.

– Estoy absolutamente de acuerdo -le dije asintiendo para tranquilizarle-. Estoy seguro de que todos los hombres con los que he trabajado pueden dar fe de mi discreción.

– Espléndido. Si los hay que desean hacer especulaciones acerca de lo que estoy haciendo aquí con usted, dejémosles -me dijo con altanería-. Si mancillan mi buen nombre, le aseguro que tendrán que darme explicaciones, pues no existe un solo hombre en Londres que ose insultarme. Puedo asegurarle que no soy un espadachín mediocre -afirmó sujetando teatralmente la empuñadura de su espada- y he vivido unos cuantos amaneceres en Hyde Park defendiendo mi honor.

– Entiendo lo que quiere decir -le dije, aunque no era cierto. ¿Intentaba fanfarronear o me estaba haciendo una advertencia?-. Sir Owen, ¿puedo preguntarle por qué no busca la ayuda del señor Jonathan Wild, siendo como es el hombre más requerido en caso de robo?

Y siendo también indudablemente el que más probabilidades tenía de devolverle sus pertenencias con toda celeridad, añadí para mí, ya que esa puta casi con toda seguridad sería empleada suya, junto con tantas otras fulanas rateras de Londres.

– Wild es un ladrón -me dijo con voz contenida- y todo Londres lo sabe, o por lo menos lo saben quienes no son tontos. Un hombre como usted… estoy seguro de que usted lo sabe. Creo que esa puta pertenece a su cantera de ladrones, y que me condenen al fuego eterno, señor, si voy a pagar dinero por lo que es mío por derecho al mismo villano que me lo ha robado. De veras le digo que no entiendo cómo Londres le considera un servidor público cuando no es más que un zascandil cuyos elaborados trucos le han hecho rico a él y han esquilmado a la ciudad -su rostro se había enrojecido ya profundamente. Consciente de que se había excedido en el calor de su discurso, hizo una pausa para recomponerse-. Dígame -continuó más fríamente- ¿cuánto me va a pedir por recuperar una cartera?

– ¿Llevaba usted en ella billetes bancarios? -le pregunté.

– Sí. Creo que unas doscientas cincuenta libras.

– Mis honorarios, Sir Owen, suelen ser de una guinea por un objeto de la categoría de una cartera, más el diez por ciento del valor de los billetes. Se lo redondeo en veinticinco libras.

– Eso es sin duda lo mismo que me cobraría Wild, y me parece inaceptable. Le pagaré el doble de lo que me pediría Wild, porque quiero que mi dinero acabe en manos de un hombre honrado. Usted encuéntreme a esa puta y devuélvame la cartera con su contenido, y le pagaré cincuenta libras. ¿Qué me dice, señor? Estoy seguro de que a un púgil como usted no le da miedo cruzarse en el camino de Wild.

Sentí euforia al pensar en tamaña cifra, ya que, como casi cualquiera en Londres, y, de hecho, al igual que la propia nación, tenía algunas deudas incómodas. E igual que el conde de Stanhope, nuestro Primer Lord del Tesoro, me había vuelto bastante hábil a la hora de pagarle a un acreedor por aquí y a otro por allá para evitar la ruina, y mantener un tren de vida que, estrictamente, estaba por encima de mis posibilidades. Cincuenta libras producirían un gran impacto en mi escasa liquidez, pero incluso mareado ante la idea de tanto dinero, le mostré a Sir Owen sólo mi fría determinación.

– Me encanta cruzarme en el camino de Wild -le prometí. Aunque Wild y yo nos habíamos visto una sola vez, competíamos de manera vigorosa, y nada me divertía más que encontrar las cosas que sus hombres robaban. Mi proceder, en la medida de lo posible, consistía en no delatar a los ladrones que trabajaban para Wild, puesto que su amo no tenía los mismos escrúpulos, y mi piedad para con estos faltreros me había procurado cierta gratitud.