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– Supongo que su vida es como la de cualquier mujer de cierto nivel -tartamudeé, sintiéndome un poco necio-. Toma lecciones para incrementar sus conocimientos de música, de arte y de idiomas, aprende a bailar, hace visitas de sociedad, lee.

– Sólo libros aceptables para damas jóvenes, por supuesto -dijo Miriam mientras evitábamos a un grupo de chavales que corrían por el mercado sin atender a la gente o a los objetos con que chocaban.

– Por supuesto -asentí.

– Creo que tiene usted un conocimiento espléndido del típico día de una mujer de cierto nivel -me dijo-. ¿Cómo es un día típico para usted, Benjamin?

Casi me paro en seco.

– ¿Qué quiere decir? -pregunté como un tonto.

– En un día cualquiera, ¿usted qué hace? No me parece que sea una pregunta muy difícil. Le he preguntado al señor Lienzo por sus asuntos y me ha dado una respuesta muy sosa acerca de cargamentos, archivos y la redacción de cartas. Me pregunto si su vida es menos aburrida.

– Yo no la encuentro aburrida -contesté con cautela.

– Entonces a lo mejor podría contármela.

Evidentemente no podía hacer eso. ¿Cómo iba nunca mi tío a perdonarme si le contaba a su nuera cuentos de palizas a faltreros y de cómo mandar a un caballero arruinado a la cárcel por sus deudas?

– Pues mi oficio consiste en ayudar a gente que necesita que un hombre les encuentre cosas -comencé despacio-, a veces encontrar a gente y a veces bienes extraviados. Eso es lo que hago a lo largo del día: encontrar cosas.

Estaba bastante satisfecho de la ambigüedad con la que había conseguido describir mis actividades.

Ella se rió.

– Esperaba que me describiese ese proceso con más detalle. Pero si siente que es un tema poco delicado que no debe tratarse con una mujer joven, le entiendo muy bien -una sonrisa diabólica le cruzó los labios-. Podemos hablar de otra cosa. Dígame, ¿tiene usted pensado casarse?

No podía ni imaginar cómo había tenido la audacia de preguntarme algo tan poco apropiado, pero lo había hecho, y de un modo atrevido, además. Sabía que estaba siendo indecorosa, y le importaba un rábano. De hecho, estaba disfrutando de violar las más estrictas reglas de la cortesía en mi presencia. Me pregunté si debía entender esto como una muestra de su favor o de su creencia de que yo era un villano de tal calibre que no me daría cuenta de lo que ella estaba haciendo.

– Hay mujeres a las que, digamos, admiro -le dije-. Pero no tengo planes de boda por el momento.

– Entiendo -seguía sonriendo, disfrutando de mi incomodidad-. Debe de ser estupendo ser hombre y poder ir a donde le venga a uno en gana.

– Sí que es estupendo -le dije, entusiasmado porque se me hubiera ocurrido tan deprisa una respuesta galante-, pero al final sólo vamos a donde quieren que vayamos las mujeres a las que admiramos, así que es posible que no tengamos la libertad que imagina.

– Espero que se case usted bien, primo -su voz parecía modulada con cuidado-. Cásese con alguien de dinero. Siga mi consejo.

Las palabras salieron de mi boca antes de que pudiera detenerlas.

– Un consejo que siguió su difunto marido.

– Sí -admitió-. Pero espero que usted tenga mayor cuidado con la fortuna de su mujer del que Aaron tuvo con la mía. Supongo que no eligió perderse en el mar, pero podría haber elegido no llevarse mi independencia consigo. Y cualquiera que intentara arrebatarme las pocas libertades de las que disfruto, ¿no sería un canalla?

No estaba seguro de comprenderla.

– ¿Se refiere al señor Sarmento?

Miriam parecía dispuesta a contestar, pero luego cambió de opinión.

– Ya he terminado aquí -me explicó-. Podemos volver a casa. Sé que tiene trabajo que hacer.

Comenzamos a caminar hacia Houndsditch.

– A lo mejor podría llevarme al teatro alguna noche -sugirió.

Mi corazón dio un brinco ante aquello.

– Nada me gustaría más, ¿Cree usted que mi tío aprobaría que viniese usted al teatro conmigo?

– Puede que no le entusiasme la idea -me explicó-, pero me lo ha permitido alguna vez en el pasado, siempre que fuese protegida de los peligros del lugar. Creo que usted puede proporcionarme la protección adecuada.

– Tenga por seguro que nunca permitiría que corriese usted ningún peligro.

– Me alegro de oírlo.

No estábamos nada lejos de casa de mi tío, justo doblábamos la esquina de Shoemaker Lane, cuando me percaté de la presencia de un concurrido grupo de gente al final de la calle. Unas veinte personas reunidas en semicírculo, abucheando y riéndose con lo que a mis oídos sonó como malicia. Medí con precaución la composición de la turba, y vi que era pobre y de malas intenciones.

– Miriam -le dije con decisión-, debe usted ponerse a salvo.

Había una sombrerería de señoras a menos de cien pies de nosotros en High Street.

– Métase en aquella tienda y quédese allí. Si hay algún criado, dígale que vaya a llamar al guardia.

Arrugó el rostro en un gesto de exasperación.

– No me considerará incapaz de…

– ¡Ahora! -le ordené-. Váyase a esa tienda. Iré a buscarla dentro de un momento.

Ningún ciudadano de Londres necesita que le explique los peligros de las multitudes de esta gran metrópoli. No había forma de saber cuándo se iba a crear una turba, pero cuando ocurría, llegaba con la misma violencia y el mismo terror que una tormenta, y se disipaba con igual rapidez. Había visto disturbios que se formaban por naderías, como el arresto de un ratero. Una vez fui testigo de la formación de un tumulto en torno a un sujeto a quien habían pillado robando un reloj de pulsera. No puedo decir ni cuándo ni cómo comenzó pero, mientras esperaban al guardia, la multitud empezó a ponerse violenta con el individuo, empujándole de un lado a otro como si fuera un perro muerto en la Fiesta del Alcalde. Debido a su enfado, a su ira y a su frustración, el individuo aquel empezó a devolver los golpes, derribando a uno de sus torturadores de un golpe tremendo en la mandíbula. En venganza, la multitud se le echó encima, y alguien -cuya única motivación era la emoción del acto en sí- encontró un trozo suelto de ladrillo y lo tiró a la ventana de una cristalería. Bajo estas frágiles condiciones, el ruido fue como una chispa sobre estopa seca. Hombres y mujeres fueron agarrados y golpeados sin criterio. Se prendió fuego a una casa. Un niño fue arrollado, casi mortalmente. Y sin embargo, en media hora, la multitud había desaparecido, como una nube de langostas, sin dejar rastro. Incluso el ratero se había desvanecido.

Habiendo sido testigo de los tumultos de Londres, sabía cómo acercarme a esta turba con cautela, porque cualquier cosa podía prenderla. Al aproximarme, pude oír aplausos y risas agudas, y vi que el círculo de alborotadores rodeaba al viejo tudesco que me había dado el reloj de arena. Un hombre grande con la cabeza afeitada, adornado con un mostacho espeso y caído de un naranja encendido, agarraba al hombre por la barba. Parecía ser alguna clase de trabajador, la ropa era de lana barata, rota y manchada, mostrando suciedad y músculo a través de los desgarros de la tela. Al adelantarme, el trabajador tiró con fuerza de la barba del viejo, y el tudesco se tropezó, evitando el suelo sólo por la fuerza de la mano que le sujetaba los bigotes.

– ¡Alto! -grité abriéndome paso entre la multitud.

El aire sabía a odio, a violencia y a ira. Un día y otro día de trabajo duro y mal pagado les dejaba hambrientos de un pobre infeliz contra quien clamar venganza. Esta gente vivía en un mundo diferente al de los caballeros del club de Sir Owen, pero oía las mismas historias. Los judíos estaban corrompiendo a la nación, quitándole la riqueza a los ingleses, intentando convertir un país protestante en uno judío. Me habían hablado de este tipo de ataques, pero nunca había visto uno. No uno como éste. Sabía que a esta gente no le iba a hacer ninguna gracia mi intromisión, y me concentré en ocultarles mi temor.