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Me alegró comprobar que los dos se habían alejado lo suficiente de la tienda como para que yo pudiera evitar ser visto. Deloney le besó la mano a Miriam y pronunció unas palabras que yo estaba demasiado lejos para oír, y luego la ayudó a subirse a un carruaje. Lo miró alejarse y luego tomó rumbo a Fore Street. Fui tras él y le vi procurarse un carruaje también.

Estaba decidido a saber más acerca de este caballero, de modo que cuando el carruaje se puso en marcha, rompí a correr, forzando mi pierna sana al empezar la carrera, para poder alcanzarlo sin hacerme demasiado daño. La calle estaba muy concurrida, así que no me fue muy difícil hacerlo. Haciendo el menor ruido posible, salté a la parte de atrás.

Agarrado a la calesa en movimiento, se me ocurrió por un instante preguntarme por qué estaba haciendo lo que estaba haciendo. Ciertamente había desarrollado afecto por Miriam, pero el afecto apenas justificaba una acción tan drástica. No podía menos de pensar que el asunto de la muerte de mi padre había infectado de alguna manera todas las otras preocupaciones de mi vida: todo me parecía urgente. Pese a eso, no puedo esgrimir que fuera la investigación lo que me ocupaba el pensamiento al apresurarme tras el desalmado que se había atrevido a besar la mano de Miriam. Lo único que me importaba, en aquel instante, era enterarme de quién era y qué dominio tenía sobre una mujer cuyo corazón deseaba poseer yo.

Era fácil ir agarrado al carruaje, ya que en los años posteriores a mi lesión de boxeo uno de mis mal reputados oficios había sido el hacer de lacayo -o, más bien, fingir que hacía de lacayo- con una adinerada familia de Bath. Mi plan era el de lograr acceso a la casa y, después, a la menor oportunidad, robarles despiadadamente. Pero enseguida supe que una cosa es despojar de sus bienes a desconocidos anónimos y otra muy distinta robarle las joyas a una señora muy amable que uno llevaba un mes escoltando por la ciudad. De modo que me conformé con obtener la intimidad de la hija mayor y luego desaparecer una noche, llevándome sólo unas pocas libras para mis necesidades más inmediatas.

Mi experiencia de ir montado en la parte de atrás de un carruaje me había dejado la suficiente habilidad como para vérmelas con el conductor cuando se dio la vuelta y me vio allí encaramado. Apretando la cabeza contra el coche para no perder el sombrero, me llevé la mano libre al bolsillo y saqué un chelín, que le enseñé. Luego me llevé un dedo a los labios para indicarle que guardara silencio. Él levantó dos dedos para indicar que quería dos chelines. Yo, a mi vez, levanté tres, para indicar que le agradecería que mirase hacia otro lado. Con una sonrisa que me comunicaba que no confesaría nada aunque le torturaran, el cochero siguió cabalgando.

El carruaje se acercaba a los alrededores del edificio de la Bolsa, y luego tomó rumbo oeste por Cheapside, hasta que llegué a pensar que nuestro destino era ir a la catedral de St. Paul a rezar. Pero el señor Deloney tenía unas intenciones mucho más disolutas, ya que su destino era el célebre establecimiento conocido como White's Chocolate House, la casa de juego más selecta de la ciudad.

White's ocupaba un edificio bastante agradable de St. James Street, cerca del mercado de Covent Garden. Yo nunca había entrado, pues había abandonado la afición al juego hacía muchos años; al mismo tiempo que abandoné los modos menos honestos de ganarme el pan. White's no había estado de moda cuando yo era más joven, y yo no me había ocupado de él desde mi regreso a la ciudad.

Cuando el carruaje se detuvo, me bajé de un brinco y me deslicé hacia las sombras mientras Deloney pagaba al cochero y entraba. Entonces emergí y, fiel a mi promesa, le di al hombre tres chelines y le recordé que nunca me había visto. Se tocó la gorra y se fue.

El atardecer casi había dado paso a la noche, y me quedé de pie en la calle preguntándome qué hacer una vez dentro. Sabía muy poco acerca de ese lugar, y no quería que mi presencia allí resultara demasiado llamativa. Era el hogar de los ricos, de los elegantes y de los privilegiados, y, aunque no me asustaban aquellos hombres, no sabía hasta qué punto me iba a venir bien abrirme paso y curiosear sin más hasta encontrar al hombre que buscaba.

Las calles sombrías no estaban vacías en absoluto; la gente caminaba por la calle a poca distancia, incluyendo el gran número de fulanas que frecuentaban esta parte de la ciudad, y yo debiera haber sido más cauto de lo que fui, porque mientras estaba allí de pie, mirando a mi alrededor con la boca abierta como un bobo, sentí la punta afilada de un arma apretada contra la espalda.

No apretaba con mucha fuerza, quizá me hubiese rasgado la piel un poco, pero nada más. Por el tacto me pareció que era una espada, no un puñal. Eso significaba que habría más distancia entre la punta del filo y la mano que lo sujetaba. Esa distancia era ventajosa para mí.

Permanecí inmóvil un segundo largo hasta que oí al culpable decir:

– Deme la cartera y no le hago nada.

Por su voz pude oír que no era más que un chaval, no mayor de doce o trece años, y aunque no podía girarme para mirarle, me creía más que capaz de plantarle cara al joven rufián, que no podía conocer demasiado bien el arma que indudablemente habría robado. Di un paso rápido hacia delante y a la derecha y después, para confundirle, me di la vuelta entera muy deprisa hacia la izquierda. Mientras él le clavaba su arma al aire en el lugar donde había estado yo, le agarré por la muñeca y apreté muy fuerte hasta que la espada, vieja y herrumbrosa, se le cayó de la mano y botó contra el suelo. Manteniendo la vista fija en él, recogí su arma, y luego le retorcí el brazo por la espalda y le empujé cara a la pared.

Al mover al chico, me percaté de que dos caballeros observaban mis acciones con extraordinario interés, pero ahora no podía ocuparme de ellos. Toda mi atención estaba dirigida a este ladronzuelo, que era, como había sospechado, bastante joven. También estaba flaco, mal vestido, y desprendía un olor sorprendentemente desagradable.

– Así que quieres algo de mi monedero, ¿eh? -le pregunté.

Admito que su valentía me impresionó.

– Pues sí. ¿Qué tiene?

Le solté, di un paso atrás, y me llevé la mano al monedero.

– Aquí tienes dos peniques -le dije-. Quiero que me hagas un recado. Si lo haces bien, te doy un chelín.

Se volvió despacio.

– Vale, señor. Déjeme ver el dinero.

Ahora uno de los dos caballeros empezó a gritarme.

– No irá a dejar que se vaya de rositas, ¿no?

– Si estaba tan interesado en su apresamiento, ¿por qué no me ha ayudado entonces? -le espeté.

– No me interesaba su apresamiento, sino el que usted le apresara. Era eso por lo que había apostado.

– Deja de quejarte -se burló su amigo-. Has perdido, Harry. Paga y déjalo.

Éste es el tipo de hombre que uno encuentra delante de la White's Chocolate House.

Dejé a los jugadores y me dirigí al chico, a quien le di la dirección de Elias y un breve mensaje, y lo vi marchar, esperando que regresaría con la esperanza de cobrar el chelín en lugar de conformarse con los dos peniques. Esperaba que Elias estuviese en casa, ya que creía que su reciente jornada de celebración le habría dejado económicamente impedido para gozar de la noche durante una semana o dos. Mientras mi ladrón recadero estuvo ausente, mantuve la mirada pendiente de la puerta para asegurarme de que el señor Deloney no saliera, y también echaba ojeadas a mi alrededor, porque no quería que me tomasen por tonto por segunda vez. La espera me pareció interminable mientras me paseaba arriba y abajo de St. James's Street, observando cómo, a medida que aumentaba la oscuridad, la gente que paseaba por Covent Garden adquiría un aspecto más siniestro y desesperado. Por fin apareció Elias, con el chaval detrás.

– ¿Y mi chelín? -exigió el chico.

– ¿Y el mío? -repitió Elias-. Me merezco algo por esta imposición.