– No vuelva a hablar de semejante cosa. No sabe usted el daño que puede causar. Esas palabras son como un encantamiento mágico que, si se pronuncian en voz demasiado alta en el sitio equivocado, pueden destruir el Reino.
Adelman se relajó un poco. Volvió a sentarse.
– Perdone que me altere, pero hay cosas de las que usted no sabe nada. No puedo quedarme de brazos cruzados y ver cómo destruye todo lo bueno que hemos hecho.
– Me habla de servir a la nación, pero no es usted distinto de Bloathwait, que busca servirse a sí mismo. Yo debo creer que estas cosas, que le haré la cortesía de no volver a mencionar, existen. Continuaré con ese aspecto de mi investigación, de modo que hará usted bien en contarme lo que sepa.
– No es más que un rumor malicioso -dijo Adelman, después de rumiarlo un momento- que nació de Bloathwait. Un fraude, como su carruaje del Pretendiente. Por lo que yo sé, ha producido y puesto en circulación acciones falsas para darle base a su historia, pero le aseguro que no es más que una estrategia para arruinar la reputación de esta Compañía, y usted, señor Weaver, no es más que un instrumento de aquellos que desean propiciar esta ruina.
– ¿Y qué si le digo que mi padre creía en la existencia de estas acciones falsas, que creía que alguien de dentro de la Casa de los Mares del Sur las había producido?
– Le diría que ha sido usted vilmente engañado. Su padre era un corredor demasiado perspicaz como para creer en un rumor de semejante falsedad.
Esperé un momento, con la esperanza de poner nervioso a Adelman.
– Tengo pruebas -dije por fin. Decidí no aclarar si tenía pruebas de las acciones falsas o de la creencia de mi padre en su existencia.
– ¿Qué tipo de pruebas? -el rostro de Adelman enrojeció ahora bajo la peluca.
– Sólo le diré que son pruebas que a mí me han convencido.
Exageraba mi fe en el panfleto de mi padre; por lo que yo sabía, no era más que retórica e hipérbole, pero creía tener ventaja sobre Adelman y quería utilizarla hasta sus últimas consecuencias.
– ¿Qué es lo que tiene? -exigió-. ¿Una acción falsa?
Pronunció esas palabras tan bajo que casi ni movió los labios.
– Si eso es lo que tiene -continuó-, déjeme prometerle que lo que usted posee es una burda falsificación. Algo así jamás habría podido salir de la Casa de los Mares del Sur: de tener usted algo no es más que una cosa diseñada para dar la impresión de ser algo que no es, algo que no puede ser.
– ¿La falsificación de una falsificación? -dije al borde de la hilaridad-. ¿Un engaño dentro de un engaño? Qué encantador. Esto de la Bolsa es tan diabólico como dicen sus enemigos.
– Dígame su precio por esta prueba suya. No se crea ni por un momento que yo piense que lo que tiene sea prueba de nada, pero si he de pagar para evitar que circulen rumores, lo haré.
Espero no desilusionar a mi lector si digo que, por un instante, me pregunté cuál sería mi precio. ¿Cuánta lealtad le tenía yo a mi padre? ¿Tanta como para rechazar una cantidad de dinero que se me ofrecía por hacer lo que llevaba tantos años haciendo: olvidarle? ¿A cuánto podía referirse Adelman cuando me pedía que le diese mi precio? ¿Mil libras? ¿Diez mil? ¿No sería más inteligente aclarar a qué se estaba refiriendo antes de rechazar su oferta?
Siempre me siento un poco decepcionado cuando descubro que no tengo estómago para la maldad o el cálculo que podían redundar en mi propio beneficio. Y quizá para compensar la guerra que bullía en mi interior, me coloqué la máscara de la indignación.
– ¿Mi precio? Mi precio es saber quién mató a mi padre y a Balfour, y por qué. No existe otro precio.
– Maldito sea, señor.
Tiró con fuerza los cubiertos sobre la mesa.
Admito que estaba disfrutando de este momento de poder, y no veía razón para no darme el gusto.
– ¿Me está maldiciendo usted? ¿Qué le parece maldecirme otra vez mañana al alba en Hyde Park?
El rostro de Adelman perdió el rubor y hacía juego ahora con el color de su peluca.
– Le aseguro, señor, que nunca me bato en duelo. Me parece una práctica barbárica, y que además sólo se realiza entre iguales. Debería usted avergonzarse de haber mencionado siquiera tal cosa.
– Participar en un duelo es algo peligroso -admití-. Pero insultar a un hombre a la cara, señor Adelman, también es una práctica peligrosa. Voy a decirle que me estoy cansando de sus esfuerzos por disuadirme de mi empeño. Nadie va a disuadirme. Nadie me va a comprar. Ésta investigación, señor, finalizará cuando llegue a su conclusión, y ni un momento antes. Si he de desenmascarar a la Compañía de los Mares del Sur, al Banco de Inglaterra, o a cualquiera que haya tenido mano en estas muertes, no vacilaré en hacerlo.
Me puse en pie y desde mi altura miré con ira a este hombre que, quizá por primera vez en muchos años, no sabía cómo responder.
– Si desea usted que sigamos conversando acerca de este asunto, sabe dónde puede encontrarme, y siempre estaré a su disposición.
Me di la vuelta y me fui, lleno de satisfacción; sentía, por primera vez desde que había empezado a buscar la verdad tras la muerte de mi padre, que era posible que hubiese adquirido cierto grado de fuerza.
Tenía ganas de volver a mis aposentos, porque el encuentro con Adelman me había dejado sorprendentemente cansado. Mis esperanzas de quitarme las botas y tomarme una copa se esfumaron, sin embargo, cuando vi que mi casera me esperaba a la puerta de la casa. La expresión de su cara me decía que no iba a poder descansar aún. Vi que estaba ansiosa y cansada, pero de haber estado yo menos cansado habría visto sin duda las señales del miedo en sus ojos hundidos y en su complexión pálida.
– En la sala hay unos hombres que han venido a visitarle, señor Weaver -me dijo con la voz temblorosa.
– Unos hombres -murmuré-. No me diga que no son caballeros cristianos, señora Garrison. ¿Debo pensar que el Rajá hindú y su séquito han parado por aquí a honrarme con una visita?
Juntó las manos en un gesto de súplica.
– Están en la sala.
Fue mucho lo que se me pasó por la cabeza en los pocos segundos que me llevó entrar de golpe en la habitación. ¿Había venido el alguacil a arrestarme por el asesinato de Jemmy? Al cruzar el umbral vi a cinco hombres, vestidos razonablemente bien, pero la malicia de sus ojos señalaba la falsedad del buen corte de sus trajes y la calidad de sus pelucas. Tres de ellos estaban sentados en el sofá, con las piernas estiradas con aire de cómoda falta de respeto. Había dos de pie detrás del sofá, uno de ellos jugando arriesgadamente con el jarrón de porcelana de la señora Garrison. El otro se llevaba la mano a un bulto de la chaqueta donde yo sabía que sólo podía haber una pistola.
No eran los hombres del alguacil.
– Ah -dijo el hombre del jarrón. Lo dejó en su sitio con fuerza, esperando quizá ver una grieta abrirse camino desde la base-. Por fin aparece el gran señor Weaver. Nos ha tenido aquí todo el día, sí señor. Eso no es muy cortés, ¿no le parece, amigo mío?
La señora Garrison no me había seguido, pero permanecía en el recibidor para poder oír lo que ocurría.
No podía ni imaginarme quiénes podían ser, pero su presencia me intrigó. Comprendí que podía estar en grave peligro, pero creía también que estaba muy cerca de enterarme de muchas cosas acerca de las muertes sobre las que estaba investigando.
– Si tienen ustedes algún negocio del que hablar -dije con severidad-, entonces díganmelo. Y si no, váyanse de aquí.
– Mírale -dijo uno de los hombres del sofá-. Se piensa que puede decirnos lo que tenemos que hacer.
– Señor Weaver -dijo el líder-, hemos venido a llevarle de visita. Nuestro jefe le invita a ir a verle. Y para asegurarse de que no se pierde usted por el camino, nos ha pedido que le llevemos nosotros mismos.