– De nuevo -dijo Wild en voz baja- me disculpo por este malentendido, y espero que seamos capaces de recuperarnos de esta debacle. ¿Podría ofrecerle algo de beber para calmarle?
Cojeó hacia una jarra de licor colocada sobre una mesa en mitad de la sala, con toda la intención de servirme él mismo el vino en lugar de llamar al criado para que realizase esa labor.
– Me vendría muy bien un vaso de vino.
Moví con cuidado mi cuerpo magullado, intentando encontrar una posición cómoda. Esta conversación, me dije, iba a ser muy parecida a una pelea en el ring. Tendría que ignorar el dolor, para mantener la cabeza fría aunque mi cuerpo me estuviese rogando que me rindiera.
Wild sirvió el vino, me lo entregó con gran deferencia y luego volvió a su silla.
– Tenemos tantas cosas de las que hablar. Es asombroso, no le parece, que no tengamos la oportunidad de conversar más a menudo.
Tomé un sorbo y comprobé que el vino efectivamente me calmaba los ánimos en pequeña medida. Me estiré en el asiento, me olvidé de las punzadas que me daba la cabeza, y miré a Wild a sus ojos de villano.
– Yo encuentro poca cosa que me asombre, señor Wild, y muchas que acaban con mi paciencia. Usted puede no haber tenido intención de maltratarme, pero he sido maltratado y mi disposición no es del todo amistosa, de modo que si tiene algún asunto que tratar conmigo, haga el favor de comunicármelo.
– Muy bien, señor Weaver, yo también soy un hombre apurado de tiempo -se sentó-. Si deseo tanto llegar a un acuerdo es porque sería muy fácil que nos convirtiéramos en adversarios. Después de todo, estamos en el mismo negocio, y me temo que puesto que yo he tenido tanto éxito en el apresamiento de ladrones, queda muy poco para usted. Sin embargo creo que hay amplias oportunidades en la recolección de deudas, la protección de caballeros, e incluso en el descubrimiento de la verdad escondida tras terribles crímenes, como por ejemplo el cometido contra su padre.
– ¿Qué sabe usted del asunto? -pregunté, deseando sonar tranquilo.
Él sacudió la cabeza, como ante la ingenuidad de mi pregunta.
– Le aseguro, señor, que ocurren muy pocas cosas en esta ciudad de las que yo no tenga noticia.
– Entonces puede decirme quién mató a mi padre -respondí.
– Vaya -sacudió la cabeza-, esa información se me ha debido de escapar.
– Quizá, entonces, es que la gama de la información que usted tiene no es tan amplia como le gustaría hacerme creer.
Sus ojos se encogieron con desaprobación.
– No debe usted sacar conclusiones apresuradas. Pero he oído hablar de sus apresuramientos, y de su mal genio también. Dígame, señor Weaver, ¿es cierto que de joven, cuando trabajaba los caminos quitándole a los demás la riqueza que ansiaba para sí mismo, era usted muy apreciado por el sexo débil? He oído decir que le conocían por el nombre del Caballero Ben y que las damas le amaban incluso mientras le entregaban sus anillos y sus joyas. Una vez tuvo que desanimar a la hija de un rico comerciante que deseaba escapar con usted.
No debí sorprenderme de que supiera tales cosas. Era cierto que había adoptado un nombre falso cuando trabajaba en los caminos, y como había muchos hombres por la ciudad que me conocerían de aquella época, era inevitable que Wild conociese mi pasado. Por mi parte, yo nunca había hablado de aquel tiempo desde que me establecí en Londres. Había algunos secretos que ni siquiera le había contado a Elias.
– No me interesa discutir mis pecados de juventud.
Me mostró otra sonrisa.
– No tiene nada de qué avergonzarse. He oído que una vez, cuando un compañero de aventuras amenazó con ponerse muy bruto con una dama cuya riqueza usted deseaba, usted se volvió y le disparó directamente a la cara, matándole en el acto.
Sentí al menos cierto alivio en su repetición de este rumor que me perseguía desde hacía algunos años; no porque me alegrara que me atribuyesen estas historias, sino porque probaba que Wild sólo oía los mismos chismes falsos que levaban años circulando. Su información tenía sus límites.
– La pistola falló -dije despacio-. Nadie resultó herido, y el hombre de quien habla fue colgado por sus crímenes en Tyburn.
– Sólo espero que lo entregase usted mismo, procurándose una bonita recompensa. Me parece una lástima que ahorquen a los enemigos sin recibir más compensación que la satisfacción de verles colgados.
Estudié su rostro, esperando alguna señal que me indicase adonde quería llegar. Pero no había nada que leer en su untuosa sonrisa.
– Me temo que el quid de su discurso se me escapa, señor.
– Ah, el quid. El quid, señor, es que deseo hablar de esta investigación en torno a la muerte de su padre.
– ¿Quiere que adivine? -le pregunté con impertinencia-. Usted quiere verme suspender la investigación.
Wild se rió, como un patrón benévolo se ríe de la ingenuidad de sus subalternos.
– No, señor Weaver. Exactamente lo contrario, en realidad. Deseo asegurarme de que hace usted progresos.
Seguí sentado pacientemente esperando sus explicaciones.
– Deseo mantenerle alejado de un negocio que considero mío -continuó Wild-. Al público le entusiasmo, y no tengo ningún deseo de competir con usted por el trabajo. Ya que el apresamiento de ladrones es un asunto tan desagradable, estoy seguro de que usted querrá encontrar otras formas de ganarse la vida. Por tanto debo encargarme de que su investigación en torno a estas dos muertes tenga éxito, ya que creo que tal conclusión le abriría a usted nuevas oportunidades, y ya no seríamos competidores.
Me miró de la manera más retadora que se pueda imaginar.
– Habrá notado que no dejo que el desgraciado asunto de Kate Cole me preocupe.
Tomé un trago de vino.
– Mejor que mejor -dije, fingiendo indiferencia.
En realidad, su aceitoso discurso sólo había exacerbado mi dolor de cabeza, y no quería decir nada que prolongase nuestra conversación.
– Sí, lo de Jemmy fue una lástima -continuó Wild alegremente-. No es mucha lástima que esté muerto, porque ese hombre no era de fiar y lo hubiera llevado yo mismo ante los tribunales antes o después. La pena es no haber recibido dinero por su muerte, pero ya le sacaré algún dinero a Kate, con lo cual me da lo mismo. Se podría haber preguntado usted si me sentiría a disgusto con usted por haberse inmiscuido en mi negocio de la manera en que lo hizo, pero le aseguro que no le guardo ningún rencor. Le prometo que su nombre nunca será mencionado en el juicio de Kate.
– Me alegro de oírlo -murmuré.
No puedo decir que me sorprendiese la intención de Wild de dejar que Kate fuera ajusticiada, pero la frialdad de su resolución me inquietó. ¿Se creía encantador o terrorífico?
– Sí, supuse que le alegraría -continuó-. Bien, ¿volvemos al asunto más urgente? De veras que quiero ayudarle.
– No pienso detenerle.
Era imposible que Wild creyese que me iba a engañar con sus exageradas muestras de hermandad; no veía qué ganaba yo fingiendo ser más ingenuo de lo que él podía esperar.
– Francamente, señor Wild, no le creo, y me asombraría sobremanera que usted esperase que le creyera. A lo mejor puede usted de cirme qué es lo que quiere, y entonces yo podré irme a casa a curarme de esta reunión.
Se puso una mano sobre el pecho.
– Me hiere usted, señor -se quedó inmóvil en esta posición, y luego pareció cambiar de opinión-. No, no es cierto. Por supuesto que no me hiere; si le he estado hablando de mis planes de dejar que cuelguen a Kate, no hay razón para que me vea como algo más que un intrigante; un intrigante endiabladamente bueno, eso sí. Lo cierto es que tengo mis razones para desear que tenga usted suerte en su investigación y logre descubrir la verdad detrás de estos asesinatos. Mi negocio prospera por la plaga de ladrones que hay en esta ciudad, pero el asesinato es algo muy distinto. Un asesinato es algo que nunca justifico. Es muy malo para mi negocio. Que un hombre descubra que le falta el reloj, es una cosa, pero cuando hay tramas para acabar con comerciantes acomodados, entonces la cosa cambia.