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Le hice una reverencia a mi tío, condenándome al mismo tiempo por devolver su generosa calidez con mi cortesía formal. Pero no albergaba ningún deseo de vivir y comerciar entre una pandilla de turcos con turbante, y menos aún de ocupar con tanta facilidad el hueco dejado por mi primo muerto.

Al día siguiente me desperté tieso por la paliza recibida de manos de los hombres de Wild, y la piel en torno a mi ojo derecho estaba morada e hinchada. Mi tío ya se había ido al almacén para cuando bajé, así que me senté a la mesa del desayuno con las dos señoras de la casa. Mi tía me preguntó que si me había vuelto a dar por pelear en el ring. Miriam se me quedó mirando con una especie de horror.

Después del desayuno seguí a Miriam hasta la salita, donde había empezado a hojear los periódicos. No pude evitar sentir que había cierta frialdad en su comportamiento para conmigo, y supongo que también lo había en el mío. Sabía que no tenía ningún derecho a guardarle rencor por tener un amante, pero le guardaba rencor de todas formas. Creo que quería que ella se comportase de tal modo que hiciera que mi rencor desapareciese o lo hiciese crecer. Sólo sabía que ella me importaba y que su galanteo con un hombre que yo sabía que era un zascandil me atormentaba.

– Ahora va a ser un verdadero miembro de la familia -me dijo.

– Mi tío me ha permitido amablemente que me quede aquí durante un periodo difícil.

Pasó una página.

– Es un hombre generoso, entonces.

La miré fijamente.

– ¿La he ofendido de alguna manera, Miriam?

Me devolvió la mirada.

– Usted sabe algunas cosas acerca de las cortesías sociales. ¿Lo ha hecho?

¿Se habría enterado de alguna manera de cómo había seguido a Deloney? Si lo había hecho, ¿se atrevería a enfrentarse conmigo? No me parecía posible.

– No se me ocurre cómo he podido hacerlo, señora.

– Entonces -respondió-, es probable que no lo haya hecho.

No tenía ganas de jugar con ella a estos juegos.

– Si decide lo contrario -le dije-, sólo espero que me informe de mi transgresión para poder pedirle disculpas.

– Es usted demasiado gentil -me dijo, y volvió a mirar el periódico.

Tenía demasiadas cosas que hacer como para insistir, de modo que simplemente le hice una reverencia y me fui. Me pareció que la hora era suficientemente apropiada, así que tomé rumbo a casa de Balfour, pero su casera me dijo que ya no residía allí.

– El caballero vive ahora con su madre -me dijo-. Yo pensaba que conocía a esa clase de personas, y estaba segura de que iba a tener que llamar al alguacil si quería ver a alguien de su calaña pagar la renta. Pero no hace ni tres días coge y me da todo lo que me debe y me pide que le embale sus cosas y que se las mande a su madre, eso me dice. Y eso es lo que he hecho.

Conseguí la nueva dirección de Balfour y le di las gracias por atenderme. Luego alquilé un carruaje hasta la casa de su madre en Tottenham Court Road. El criado me tuvo esperando una hora larga en un recibidor esmeradamente decorado antes de que entrase Balfour en el cuarto como una exhalación, en busca de alguna cosa que por fin se metió en el bolsillo antes de dirigirse a mí. Observé que había tenido cita con el sastre, porque había sustituido su traje elegante pero raído por algo mucho más fino y más nuevo. Llevaba una chaqueta de color amarronado con un chaleco burdeos debajo, y las mangas adornadas con mucho encaje dorado. La camisa era de la seda blanca más elegante y más limpia, e incluso su peluca -muy del estilo de la suya antigua- estaba bien cardada, era de proporciones correctas, y estaba muy aseada. Balfour era un hombre nuevo, y tenía las ropas que lo demostraban.

– ¿Qué quiere? -preguntó, como si no hubiese sabido que estaba yo allí y no se hubiese percatado de mi presencia hasta ese momento. Se dirigió a una estantería y allí fingió estar ocupado buscando un volumen-. ¿Y cómo se atreve a venir aquí con esa marca en la cara, que parece usted un rufián callejero recién salido de una trifulca?

Pensé que me gustaría enseñarle cómo se comportaba un rufián callejero en una trifulca, pero procuré concentrarme en el asunto que nos traíamos entre manos.

– Vengo a informarle de mis progresos.

Dio unos golpecitos con el pie, pero no se volvió para mirarme.

– Qué espantoso aburrimiento. ¿No le había dicho que se mantuviera alejado de aquí?

– Si lo prefiere, podemos retirarnos a un café a continuar con nuestros negocios.

– ¿Negocios dice usted? -se volvió para mirarme, con la cara retorcida en una mueca de desprecio y superioridad, no cabe duda de que practicada durante horas frente al espejo-. Eso es inexplicablemente presuntuoso, ¿no le parece? ¿Y por qué íbamos usted y yo a tener negocios juntos, si se me permite la pregunta?

– Usted contrató mis servicios, señor Balfour -respondí, con cuidado de mantener el tono tranquilo.

Balfour resopló.

– Supongo que es cierto que hice una cosa así de ridícula, ¿verdad? Bueno, pues ahora me arrepiento. Madre y yo hemos arreglado nuestras diferencias, y ya no me hace falta preocuparme por asuntos sórdidos de corredores y judíos.

Echó un fugaz vistazo en derredor, ansioso por encontrar una palabra definitiva con la que poner punto final a nuestra conversación, pero yo no estaba dispuesto a dejarle ir así como así. No podía decir por qué quería deshacerse del asunto, ni siquiera que me importase gran cosa, pero sí creía que tenía información que podía serme útil.

– Dígame -comencé, como si nuestra conversación hubiera sido de lo más agradable hasta ese momento-, ¿sabe usted si su padre tenía negocios con la Compañía de los Mares del Sur?

– No puedo decirle que lo sepa ni que me importe -me dijo con impaciencia-. Realmente debo pedirle…

Decidí no dejarle pedir nada.

– Señor Balfour, estoy ahora absolutamente convencido de que mi padre fue asesinado, pero no he encontrado pruebas que vinculen su muerte a la de su padre. Si desea usted descubrir la verdad acerca de este asunto, voy a necesitar al menos que colabore conmigo.

– Mi padre era un viejo tonto -me respondió-. Un comerciante ambicioso, y nada más. Nadie se molestaría en matarle. Es hora de que se vaya, Weaver.

Me levanté despacio.

– ¿Ya no le interesa recuperar las acciones que usted creía que le habían robado a su padre?

– Siempre termina siendo un asunto de dinero con ustedes, ¿verdad, Weaver? Dígame, ¿ha oído hablar del pequeño judío que se mató al caerse del balcón del teatro de Drury Lane? El empresario le entregó amablemente a la pobre y llorosa madre una bolsa de plata para mostrar cuánto lo sentía. «Pero, señor -dijo la judía-, tiene que darme además medio chelín, porque el pequeño Isaac sólo vio media representación, así que le hubieran devuelto la mitad del precio de la entrada» -soltó una carcajada, pero era forzada. Yo me mantuve impasible.

Balfour me estudió durante un momento y luego se fue hacia la puerta.

– Igual que cualquier otro trabajador, puede usted presentarme una factura por el trabajo que haya realizado. Ahora, estoy seguro de que sabrá disculparme, pues tengo otros asuntos a los que atender.

Me preguntaba hasta dónde podía presionar a Balfour y qué ganaría con seguir presionándole. La reconciliación con su madre había acabado claramente con cualquier deseo que tuviera de conocer las circunstancias que rodearon la muerte de su padre. ¿Le resultaba yo ahora un incordio? ¿Un recuerdo de los espantosos meses en que su futuro pendió de un hilo? ¿O se había enterado de algo que no quería que yo supiese? Quizá la conexión entre su padre y el mío no era tan amistosa como yo había sospechado. Balfour era débil; había perdido la independencia, y su riqueza estaba en manos de una madre a quien apreciaba poco -una madre, no podía menos de suponer, que torturaría a Balfour en pago por recuperar su riqueza-. Vi que perdía muy poco intentando hacerle ceder.