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Kate me miró de soslayo.

– Pues la mayoría de los caballeros me dicen que les gusta mi culo.

– Es que estabas sentada sobre él cuando te he visto -le expliqué.

Satisfecha, Kate se rió y se volvió hacia su bebida.

Yo me uní a ella, dando largos tragos, y dejé que Kate me animase a beber más. Incluso cuando bebía grandes cantidades era raro que el alcohol me hiciese perder la cabeza, pero además la nata que tenía en el estómago me protegía bien. Para mi consternación, estaba empezando a agriarse, y tuve que concentrarme en mantener a raya la desafortunada mezcla de líquidos. Apreté los dientes e hice caso omiso de mi incomodidad, fingiendo ser un bobo borracho, gritando, trastabillando las palabras y, en una ocasión, cayéndome de la silla.

– Se le sube enseguida el vino ¿eh, hombretón? -me dijo con una sonrisa de dientes irregulares-. Lo que necesita es un buen paseo, eso es. Para despejarse la cabeza. Y si nos buscamos un sitio más tranquilo. ¿Qué tiene eso de malo, eh? -me dio un buen apretón en el brazo y entonces se detuvo un instante, sorprendida por la resistencia del músculo donde esperaba encontrar una carne más flácida.

Después de rebuscar en el monedero para pagar la cuenta, procurando en todo momento que Kate viera que había más monedas de donde salían las primeras, me interné con ella en la noche de octubre. El anochecer había traído más frío y, estrechándola contra mí, dejé que Kate me guiase por un dédalo tortuoso de callejones londinenses. Comprendí que su objetivo era desorientarme, y, aunque tenía el seso mucho menos nublado por el vino de lo que ella creía, consiguió que estuviera completamente confundido en pocos minutos, ya que conocía bien las calles oscuras y laberínticas. Sólo podía estar seguro de que nos manteníamos cerca del río y de que avanzábamos en dirección al muelle de Puddle.

Era tarde y estaba bastante oscuro, y como estábamos tan cerca del río podríamos haber corrido peligro caminando en esa dirección. Un fuerte viento me soplaba a la cara la fétida peste del Támesis. Kate se abrazaba a mí tanto en busca de calor como para dirigirme hacia un camino en el que ella sabía que ningún caballero sobrio se aventuraría gustoso. Incluso un hombre avezado en el arte de la defensa personal evita adentrarse en las calles oscuras cerca del río, ya que en una época en la que bandas de ladrones violentos, en grupos de más de una docena, deambulaban libremente por las calles, uno podía ofrecer poca protección a sí mismo o a un compañero. Una mujer joven del brazo de un caballero que se tambaleaba debía de ser un objetivo muy apetecible; no podía más que esperar que los pasos rápidos que oíamos a nuestro alrededor perteneciesen a atracadores y a faltreros que conocían a Kate y que entendían lo que estaba haciendo, porque ciertamente había otros por allí que se acercaban sigilosamente a inspeccionarnos, pero siempre se iban, a veces entre carcajadas. En una ocasión nos rodeó un grupo de pajes de hacha, intentando molestar a Kate para que accediese a pagarle a uno de ellos para que nos iluminase el camino, pero ella ya conocía a estos pillos y los despachó con algunas afables agudezas.

Por fin me llevó hasta el final de un callejón sin salida donde la oscuridad era casi total. Debíamos de estar a unas diez yardas de la entrada y a sólo unos pocos pasos del final. El callejón era estrecho y las paredes de piedra despedían frescor; el suelo que pisábamos estaba húmedo, y de los charcos de agua podrida y de la basura en descomposición esparcida por el suelo ascendía un hedor fétido. Descubrimos un cajón de madera apoyado contra la pared casi a propósito para nosotros, y apenas pude creer que en esta zona de la ciudad pudiese existir un objeto, al que se le podían sacar al menos unos pocos peniques, que no hubiese sido aprovechado y vendido a los minutos de ser abandonado. De hecho, debiera haber sospechado algo, pero como estaba más preocupado por Kate, dejé a un lado mi curiosidad casi inmediatamente.

– Aquí nadie nos molestará -dijo-. Podemos tener un poco de intimidad.

La seguí en silencio, cual cómplice servicial de una aventura lujuriosa. Debo decir que no entiendo a los caballeros a quienes les place mantener apresurados escarceos en húmedos callejones o bajo puentes mohosos. Sin embargo, si los hombres renunciasen a semejantes satisfacciones callejeras, creo que la mitad de las putas de Londres se verían obligadas a recurrir a las casas de caridad.

Me senté en el cajón y dejé caer la cabeza a un lado. Kate se agachó y me dio un beso en la comisura de los labios. Era una chica lista, ya que lo que quería saber era si mi borrachera era más poderosa que mi deseo. Si yo la hubiese estrechado contra mí para centrar el beso, habría sabido que aún no estaba fuera de juego.

No me moví.

– No estará pensando en quedarse dormido antes de que podamos conocernos mejor, ¿no? -me preguntó, con la esperanza de que fuera eso precisamente lo que iba a hacer.

Kate Cole conocía bien su oficio. Algunas putas rateras hubieran atacado entonces, pero ella se quedó de pie en silencio, observándome durante unos buenos cinco minutos, dejando, según ella creía, que me durmiese más profunda y certeramente hasta estar segura de no interrumpir mi reposo. Entonces se arrodilló a mi lado y empezó a desabrocharme la chaqueta; sus dedos encontraron hábilmente la faltriquera de mi reloj. Kate tenía mucho talento, cosa que advertí con vacilante admiración, puesto que ella también había estado bebiendo vino, pero el licor parecía no haberle afectado en absoluto; movía los dedos con destreza por mi barriga, y supe que si no actuaba con celeridad tendría que pedir que me devolviese el reloj además de la cartera de Sir Owen.

Con un movimiento rápido y abrupto que calculé que sorprendería a Kate y le haría perder el equilibrio, me puse en pie y la derribé sobre la mugre de la calle. Se cayó de espaldas, como yo quería, y sólo se mantuvo separada del suelo apoyándose en las manos. Su postura me beneficiaba, porque no iba a poder moverse rápidamente. Yo, mientras, saqué una imponente pistola de bolsillo que siempre me aseguraba de llevar encima y la apunté con ella.

– Disculpe la estratagema, señora mía -le dije-. Le aseguro que no soy ciego a sus encantos, pero vengo a solucionar los asuntos de otro caballero.

– Bastardo estafador -masculló. Incluso en aquella oscuridad yo veía su mirada moverse, calculando. ¿Quién era yo? ¿A qué había venido? ¿Cómo podía ella sacarme ventaja?

Mantuve la pistola sujeta con buen pulso. Mi rostro reflejaba calma y determinación. Las putas y los ladrones no solían respetar la autoridad, ni la ley, ni incluso el peligro, pero respetaban el terror, y nada aterrorizaba más rápidamente a la chusma callejera que un enemigo que mostraba control sobre sus pasiones.

– Esto no tiene por qué convertirse en algo más que un asunto sencillo -le dije en tono tranquilo-. Déjame que te explique el trato. Anoche conociste a un caballero con quien tuviste una aventura similar a la que hoy planeabas conmigo. Te llevaste algunas de sus pertenencias, y él quiere que se las devuelvas. Dame lo que a este hombre le pertenece y no te haré daño. Él sabe quién eres, pero no te denunciará si colaboras.

Si Kate sentía terror, no lo mostraba. Se mordió el labio inferior como un niño haciendo pucheros.

– Y si yo digo que es usted un mentiroso y que yo anoche no me acerqué a ningún caballero, ¿entonces, qué?

– Entonces -respondí tranquilamente- te daré tal paliza que te dejaré sangrando e inconsciente, rebuscaré en tu habitación hasta encontrar lo que ando buscando, y cuando despiertes te hallarás en la prisión de Newgate sin más esperanza que la de saber cuándo es la fecha de la próxima ejecución. Como verás, tienes un pequeño problema, querida. ¿Por qué no colaboras para que pueda terminar mi trabajo?