Presidía su tribunal en un espacio bastante amplio pegado a sus propios aposentos, que se encontraban en el piso de arriba. Quizá los anteriores inquilinos hubieran utilizado la sala para bailes o entretenimientos de ese tipo, pero ahora albergaba sólo a los más desgraciados de las calles de Londres. El juez estaba sentado detrás de su imponente escritorio en un extremo de la sala, rodeado de alguaciles, secretarios y criados. Su mesa estaba cubierta de pilas de documentos, con unos pocos libros de derecho esparcidos aquí y allá, y una gran botella de vino de oporto, de la que a menudo se llenaba el vaso. A aquella hora, en plena tarde, el tribunal no estaba tan repleto de la gente más ruin que podía verse cruzar sus puertas. La costumbre de Duncombe era encargarse a primera hora de la mañana de la cosecha nocturna de prostitutas, borrachos, sinvergüenzas, allanadores de morada, atracadores y demás criminales recogidos por los guardias nocturnos.
Durante el día, un juez como Duncombe se encargaba de los asuntos retrasados que tuvieran que ver con estos criminales -como por ejemplo revisar el caso de un vagabundo a quien había condenado a unas cuantas semanas de trabajos en Bridewell- o tomaba declaración o revisaba los casos de mayor calado que se le presentaban.
Duncombe era un hombre avejentado, de mandíbula prominente, con los ojos pequeños y una nariz enorme llena de verrugas. Le quedaba sólo un escaso número de dientes, así que su rostro se derrumbaba grotescamente en torno a su boca, haciéndolo parecer un saco vacío colgando bajo una peluca amarillenta. Lo observé, pero no pude oír lo que le decía a una mujer de pie frente a él. Era joven, estaba muy sucia del arroyo de las calles, y sus ropas no hacían sino cubrir los secretos más delicados de su anatomía femenina. Duncombe le hacía preguntas con el rostro pétreo. Ella contestaba entre sollozos. Finalmente el juez realizó algún tipo de pronunciamiento, y la mujer se hincó de hinojos, dándole gracias a Dios a gritos. Uno de los alguaciles se acercó, la ayudó a levantarse y se la llevó fuera mientras ella bendecía a Duncombe con toda el alma. Esperé que su felicidad fuera un buen presagio para mí.
– ¿Señor Benjamin Weaver? -pronunció mi nombre en voz muy alta, para que se le oyese bien.
Duncombe examinó la sala con la mirada hasta que sus ojos se posaron en mí. Se negó a establecer ninguna intimidad conmigo, aunque me conocía perfectamente; yo frecuentaba su tribunal como testigo cuando traía ante él a faltreros a quienes había capturado, y le visitaba con cierta regularidad para obtener órdenes de arresto y procurarme alguaciles, pero a Duncombe no le gustaban gran cosa los apresadores de ladrones, y creía que yo debía de ser tan deshonesto como el resto de quienes se dedicaban a esa tarea.
– Acérquese -entonó-. Pero no demasiado, si hace el favor.
Me acerqué al estrado y procuré ignorar las risas de mi alrededor.
– ¿Cómo ha logrado usted ensuciarse de ese modo? -me preguntó-. Usted ha frecuentado esta sala, pero creo que es la primera vez que lo hace cubierto de orines.
– Iba caminando por la calle, señoría, cuando me di cuenta de que me perseguía un desconocido. Como no sabía que era un oficial de este tribunal, pensé que mi vida corría peligro. Busqué refugio en un callejón que, desafortunadamente, resultaba notable sólo por su porquería.
Me miró con gravedad.
– ¿Huye usted siempre de los desconocidos, señor Weaver?
– Estamos en Londres, señoría. ¿Quién que desee seguir vivo no huye de los desconocidos?
Los que habían oído mi respuesta rieron en señal de aprobación. Incluso al juez se le escapó una sonrisa.
– Le he llamado en relación con la causa abierta contra una tal Kate Cole, que será juzgada dentro de dos semanas por el delito de asesinato. Su nombre ha sido relacionado con este caso, y se me pide que le tome declaración.
Creo que mi aspecto no revelaba el temor que sentía, pero lo cierto es que era como si me hubieran vuelto a golpear en la nuca los rufianes de Wild. Me gusta pensar que abandoné la vida de criminal en parte porque no podía justificar la inmoralidad de esa vida. Aunque eso es hasta cierto punto verdad, sin duda lo es igualmente que como apresador de ladrones no tenía que vérmelas con las azarosas decisiones del sistema de justicia. No quiero ofender a los caballeros de los tribunales, pero no es ningún secreto que nuestro sistema penal, alabado en toda Europa por su severidad y rapidez, es una cosa terrible y digna de temer, y que ningún hombre, inocente o culpable, desea verse ante a él.
Mi miedo por tanto estaba muy justificado. Aunque no hubiese oído hablar en mi vida de Kate Cole ni supiese en absoluto de qué me estaba hablando el juez, ello no me garantizaría en modo alguno que no acabara colgado de una cuerda en el árbol de Tyburn. Sabía que iba a tener que proceder despacio y con cuidado.
– No tengo nada que declarar -dije, intentando con todas mis fuerzas parecer cansado y confundido-. No tengo ningún conocimiento acerca de este asunto.
Era un tema peliagudo, y aunque no me gustaba cometer perjurio ante la ley, sentía que no tenía elección. Decir la verdad con respecto a esto sería comprometer el anonimato de Sir Owen, que yo había prometido proteger. Lo único que podía hacer era intentar ganar tiempo.
– ¿Nunca ha oído hablar de Kate Cole? -preguntó el juez con escepticismo.
– Nunca -dije yo.
– Pues eso me ahorra bastante tiempo, ¿verdad?
Y fue entonces cuando supe que éste era un asunto financiero, no jurídico. Duncombe no hubiera dejado de tomarme declaración con tanta rapidez si estuviese buscando justicia en lugar de plata. La idea no me gustó en absoluto; si a Duncombe le estaban pagando para involucrarme en esto, entonces cualquier soborno que yo pudiera ofrecerle, y que él aceptaría, no me haría ningún bien. Era norma entre los administradores de justicia aceptar sobornos de todas las partes contendientes pero favorecer a la más poderosa. No tenía nada que hacer contra Wild en este aspecto.
– Señalaré que niega usted todo conocimiento de esta persona y de sus crímenes -dijo Duncombe-. Sin embargo, debe usted ser informado de que su juicio se celebrará en el Old Bailey dentro de exactamente dos semanas, y que habrá usted de estar preparado para que le llamen como testigo de la defensa. No podrá usted abandonar Londres entre hoy y esa fecha, ya que este tribunal puede volver a necesitarle. ¿Ha comprendido, señor Weaver?
Asentí.
– Creo que comprendo perfectamente, señoría.
– Entonces sólo me queda recomendarle que se dé un baño.
Con eso Duncombe me dio permiso para irme, y después de darle una amistosa palmada en la espalda al pobre alguacil, me fui de la sala con sensación de desaliento. Me imaginaba prestando declaración en el juicio de Kate Cole por asesinato. Y aunque estaba dispuesto a mentir ante alguien como Duncombe, no me sentía preparado para cometer perjurio en un juicio por asesinato en el Old Bailey. De llegar las cosas a ese punto, estaría obligado a decir la verdad, y por tanto habría de hacer saber a Sir Owen cómo se habían desarrollado los acontecimientos.
Duncombe había dicho que iba a ser testigo de la defensa. Eso significaba que no era Wild, sino Kate, quien había dado mi nombre, ya que no había razón para que Wild quisiese defender a una mujer cuya condena le proporcionaría a él cuarenta libras. Pero no era capaz de imaginar cómo Kate se había enterado de mi nombre, y de haberlo hecho, qué habría de ganar involucrándome sin ponerse en contacto conmigo primero. Sin duda comprendía que estaba ansioso por mantener mi nombre fuera del juicio y que hubiera hecho muchas cosas para conseguirlo. Era posible que Wild hubiese efectivamente metido mi nombre en el asunto para ponerme en contra de Kate. ¿Consistía su plan en ahorcar a Kate y arruinar mi reputación de un solo golpe? No podía ni empezar a adivinarlo. Elias me había aconsejado que investigase estos asuntos utilizando las probabilidades, no los hechos, pero para descubrir lo probable tenía al menos que haber lógica, y en todo esto yo no era capaz de encontrarla.