Выбрать главу

Kate, sin embargo, no mostraba ningún interés en mis preocupaciones.

– Me dan igual sus problemas, y sé perfectamente que es Wild quien está detrás de los míos. Y sé que no hay nada entre Wild y Rochester, así que no hay nada que pueda usted decirle o hacerle a Rochester que pueda ayudarme.

Intenté razonar con ella durante casi quince minutos más, pero no dio su brazo a torcer. Pensé en echarla de la celda que le había conseguido, pero con eso no iba a arreglar nada. Así que la dejé, decidido a intentarlo de nuevo y decidido a pensar en algo con que poder presionarla para que hablara.

Al día siguiente recibí un mensaje para reunirme con Virgil Cowper en el Jonathan's. Llegué un cuarto de hora antes de la hora convenida, pero lo encontré sentado a una mesa solo, encorvado sobre un pocillo de café.

– ¿Qué ha descubierto? -le pregunté, sentándome frente a él.

Apenas si me miró.

– No hay ninguna prueba de que Samuel Lienzo suscribiera nunca acciones de la Mares del Sur.

No puedo decir que esta información me causara gran sorpresa. Teniendo en cuenta lo que sabía de la postura de mi padre con respecto a la Compañía y al Banco de Inglaterra, me hubiera sorprendido que fuera accionista.

– Sin embargo -continuó-, el caso de Balfour es completamente distinto. Tuvo acciones por valor de más de veinte mil libras.

No sabía hasta qué punto había tenido éxito Balfour como hombre de negocios, pero veinte mil libras era una cantidad astronómica para invertirla en un solo valor. Y si ese valor resultaba ser una ruina, me parecía que casi cualquier inversor acabaría también en la bancarrota.

– Dice usted que tuvo -pensé en voz alta-. ¿Así que no las tenía en el momento de su muerte?

– No puedo afirmar nada con respecto al momento de su muerte, pero el registro muestra que el señor Balfour compró sus acciones hace casi dos años y las vendió otra vez catorce meses después, hace hoy unos diez meses. Las acciones no subieron de manera insignificante en ese tiempo, y él consiguió una buena plusvalía.

Si Balfour había vendido sus acciones hacía diez meses, entonces su transacción con la Compañía de los Mares del Sur había tenido lugar diez meses antes de su muerte. ¿Cómo, entonces, podía este supuesto suicidio estar vinculado a la Compañía?

– ¿A quién se las vendió? -inquirí.

– Pues de vuelta a la Compañía, señor -me informó Cowper alegremente.

Eso era un golpe de mala suerte, porque si se las hubiera vendido a otro individuo, yo podría haberle seguido la pista. De nuevo el rastro terminaba en la Compañía y, de nuevo, no se me ocurría qué paso dar.

– Sí me encontré con otro nombre -me informó Cowper. Me ofreció una sonrisa torcida, como un ladrón de la calle ofreciendo un pañuelo caro por poco dinero.

– ¿Otro nombre?

– Sí. Relacionado con uno de los nombres que me dio.

– ¿Y qué nombre es ése?

Se acarició el hueso de la nariz con el dedo.

– Le costará otras cinco libras.

– ¿Y qué pasa si ese nombre no me dice nada?

– Pues que habrá malgastado usted cinco libras, me parece.

Sacudí la cabeza, pero me puse a contar las monedas de todas formas.

Cowper se las metió rápidamente en el bolsillo.

– El nombre con el que me encontré es también Lienzo. Miriam Lienzo, con dirección en Broad Court, Dukes Place.

Yo masticaba el aire.

– ¿Y es ése el único Lienzo que ha encontrado?

– El único.

No tenía ni tiempo de considerar qué significaba que Miriam tuviese acciones de la Mares del Sur. Con Cowper allí, necesitaba asegurarme acerca de mi padre y de Balfour.

– ¿Existe alguna otra posibilidad? -inquirí-. ¿Acerca del otro nombre, Samuel Lienzo?

– ¿Qué tipo de posibilidad? -fingió una carcajada y luego miró su café sin interés.

Pensé en cómo expresar mi idea.

– Que pensase que tenía acciones cuando en realidad no las tenía.

– Le aseguro que no lo entiendo -dijo Cowper. Se dispuso a beber del pocillo, pero no llegó a llevárselo a los labios.

– Entonces permítame que sea más preciso. ¿Existe alguna posibilidad de que tuviera acciones falsas de la Mares del Sur?

– No existe ninguna posibilidad -dijo apresuradamente-. Y ahora, si me disculpa… -comenzó a levantarse.

No estaba dispuesto a dejarle marchar. Alargué el brazo, lo agarré por el hombro, y le forcé a que volviera a sentarse. A lo mejor lo hice con demasiada fuerza. Hizo una mueca de dolor cuando le empujé al asiento.

– No juegue conmigo, señor Cowper. ¿Qué es lo que sabe?

Suspiró y fingió no sentirse impresionado por mi tono agresivo.

– Han circulado rumores por la Casa de los Mares del Sur, pero nada específico. Por favor, señor Weaver, podría perder mi empleo simplemente por especular acerca de la existencia de tal cosa. No deseo seguir hablando del tema. ¿No comprende el riesgo que corro por decirle cuanto ya le he dicho?

– ¿Sabe usted algo de un tal Martin Rochester? -pregunté.

Su rostro ahora se puso de un rojo encendido.

– Ya le he dicho, señor, que no pensaba hablar del tema.

Lo celebré internamente, porque Cowper acababa de darme mucha más información de la que yo esperaba; en su pensamiento, según parecía, las acciones falsas y Martin Rochester eran asuntos relacionados.

– ¿Qué cantidad le haría cambiar de opinión?

– Ninguna cantidad -se puso en pie y se abrió paso hasta la salida del café.

Me quedé sentado unos momentos, observando el bullicio a mi alrededor, indeciso acerca de cómo proseguir. ¿Podía la Compañía de los Mares del Sur haber asesinado al viejo Balfour para recuperar sus veinte mil libras? Obviamente no, porque acababa de enterarme de que había revendido las acciones a la propia Compañía. Además, si sus negocios eran tan gigantescos como sugería mi tío, y se contaban por millones, veinte mil libras no eran nada para una institución de tal calibre. ¿Podía haber aquí algo más, algo que se me hubiese escapado? ¿Y qué si su motivación consistía no en el dinero, sino en la ruina en sí misma? Llevaba toda la investigación suponiendo que el viejo Balfour había sido asesinado por dinero, mientras que mi padre había sido asesinado por otra razón, una razón relacionada con el robo cometido en los bienes del viejo Balfour. Ahora parecía que esas premisas eran erróneas, o como mínimo dudosas.

Mis reflexiones se vieron interrumpidas por uno de los mozos, que entró llamando a gritos a un caballero para quien traía un mensaje. Se me ocurrió una brillante idea, e inmediatamente pedí lápiz y papel y escribí una breve nota. Luego llamé al chico y le puse unos cuantos peniques en la mano.

– Anuncia esto dentro de un cuarto de hora -le dije-. Si nadie te contesta, lo rompes.

– Por supuesto, señor Weaver -me lanzó una sonrisa bobalicona y se dispuso a salir trotando.

Lo agarré por el brazo, no demasiado fuerte, sólo lo suficiente para detenerle.

– ¿Cómo sabes mi nombre? -le pregunté, soltándole el brazo. No quería que se sintiera amenazado.

– Es usted una persona famosa, señor -anunció, satisfecho de su conocimiento-. Un boxeador, señor.

– ¿No eres un poco joven para haberme visto pelear? -me pregunté en voz alta.

– Nunca lo vi pelear, pero he oído hablar de usted. Y luego alguien me lo señaló.

Mi cara no delató nada.

– ¿Quién me señaló?

– El señor Nathan Adelman, señor. Me pidió que le hiciese saber si lo veía. Aunque no me dio ningún mensaje para usted -su voz se convirtió en un hilo al sospechar, me parece que por primera vez, que Adelman podría no haber deseado que me dijera nada. Escondió el mal que ya había hecho sonriéndome de nuevo.