– Señora Bryce -comencé-, seré franco con usted, pero espero que me disculpe si también me muestro circunspecto. Me han contratado para descubrir si hubo algo que no fuera accidental en la muerte de Samuel Lienzo, y he llegado a la sospecha de que ciertamente puede haber algo, y de que su muerte puede estar relacionada con una información que había adquirido, una información que deseaba publicar en forma de panfleto. Yo tenía en mi poder, y he perdido, un ejemplar manuscrito del panfleto, y deseaba saber si el señor Lienzo había intentado publicar una copia de él antes de su muerte. Si resulté falso, o si sospechaba que usted lo estuviera siendo, fue sólo porque esta investigación me ha impuesto la necesidad de ser tanto discreto como suspicaz.
La señora Bryce sofocó un grito.
– ¿Está usted queriendo decir -comenzó- que cree que el señor Deloney tiene algo que ver con todo esto?
No tenía ninguna gana de hablar de mis sospechas, así que sólo le dije a la librera que mis sospechas con respecto a Deloney habían resultado equivocadas.
– Ese incendio que acabó con la tienda del señor Hodge… -insistí-. Ya que usted le conocía, no puedo evitar preguntarme si le pareció en alguna manera sospechoso el fuego.
La señora Bryce sacudió la cabeza.
– No me lo pareció. Con lo mucho que me dolió su muerte, no podemos estar buscando intención detrás de todos los desastres. No pensé nada más que en lo triste que era. ¿Está usted intentando sugerir, señor, que cree que su tienda fue incendiada y que él fue asesinado para evitar la publicación del panfleto del señor Lienzo? ¡Pero bueno, la sola idea es descabellada!
– Yo hubiera pensado prácticamente lo mismo -le dije- hasta hace muy poco. No digo que crea que las alegaciones sean ciertas, señora, pero me parecen al menos posibles.
– Supongo que el primer paso sería determinar si tenía el panfleto en su poder en el momento del incendio de la tienda. Da la casualidad de que fui yo quien se encargó de sus asuntos después de su muerte. Así lo estipulaba su testamento. La mayoría de sus cosas resultaron destruidas, pero algunos de sus inventarios se salvaron. Si quiere, podemos analizarlos.
Le di las gracias a la señora Bryce y juntos fuimos a su estudio, donde me mostró media docena de libros mayores que olían a quemado y a moho. Hodge los había escrito en una caligrafía densa pero legible, y por segunda vez en un periodo de tiempo muy breve me inquietó estudiar lo escrito por un hombre cuya vida, con toda probabilidad, le había sido arrebatada. Juntos estuvimos examinando los libros durante dos horas, bebiendo té mientras la señora Bryce me explicaba las anotaciones y me hablaba de algunas obras en particular, si estaban bien o mal escritas, si a su marido le habían gustado o no. Por fin, después de vernos obligados a encender varias velas para mitigar la creciente oscuridad, la señora Bryce encontró una línea en uno de los libros: «Lienzo: conspiración/papel».
Me la quedé mirando.
– Parece una prueba convincente -dije con voz queda.
La señora Bryce se tomó su tiempo para responder.
– No prueba que nadie matara al señor Hodge -dijo por fin-, pero de todas formas, le agradecería que no siguiese frecuentando mi establecimiento.
Veintiséis
Cuando regresé a casa de mi tío descubrí que el viejo Isaac, el criado, me esperaba con un gran paquete que acababan de entregar a mi nombre.
– ¿De quién es? -le pregunté a Isaac.
Sacudió la cabeza.
– El mozo que lo trajo no quiso decirlo, señor. Me lo dio, alargó la mano para que le diera una moneda, y se fue sin responder a ninguna pregunta.
Vacilé un momento, porque había algo en los mensajes secretos que me resultaba inquietante, y no me gustaba la idea de que los participantes en este juego fueran a buscarme a casa de mi tío.
Mientras inspeccionaba la caja, Miriam entró en la habitación y me saludó despreocupadamente. La expresión de mi rostro, sin embargo, le dio que pensar.
– ¿Le preocupa algo?
Me sentía incómodo bajo el calor de su mirada fija en mi ojo amoratado, pero al menos parecía haber olvidado su frialdad anterior, y quizá eso fuera suficiente para mí.
Le enseñé el paquete. Ella se limitó a encogerse de hombros.
– Ábralo -dijo.
Tomé aire y empecé a deshacer el embalaje. Miriam me observó con curiosidad mientras lo hacía y encontraba dentro el más peculiar contenido. Era un disfraz y una entrada a un baile de máscaras que se celebraría esa noche en Haymarket. La nota que acompañaba a la invitación decía:
Caballero:
Le animo a que asista al baile del señor Heidegger esta noche, donde muchas de las preguntas que usted se hace obtendrán respuesta. En un lugar donde todos están disfrazados, uno puede sentirse con libertad de hablar abiertamente. Aguardo el momento de reunirme con usted en el lugar donde espero demostrarle que soy,
Un amigo
Miriam intentó leer la nota, pero la doblé rápidamente y la escondí de su vista.
– Qué intrigante -comentó-. Como en una novela de amor.
– Sí, se parece demasiado -observé mientras sacaba el disfraz.
Quizá mi contacto secreto albergara la esperanza de alejar de mí toda sospecha haciéndome aparecer bajo la luz más obvia, porque el disfraz que me proporcionaba era el de un mendigo tudesco. Las ropas consistían en un traje raído y las acompañaba un sombrero flojo y una colección de baratijas variadas pegadas a una bandeja. La máscara cubría sólo la parte superior de mi cara, con agujeros para los ojos por encima de dos ojos diminutos pintados, con aspecto maligno, colocados sobre una nariz falsa enorme y grotesca. Por debajo y por encima de la máscara había grandes cantidades de pelo rojo para cubrir desordenadamente mi propio cabello y disimular la parte baja de mi rostro con una impenetrable maraña de barba falsa.
– Hay alguien -observé- que tiene un grotesco sentido del humor.
– ¿Le ayuda eso a determinar quién le ha enviado el disfraz?
– La verdad es que no -reflexioné-, a no ser que haya sido mi amigo Elias.
– ¿Va a ir? -me preguntó Miriam. Sonaba excitada, como si la idea de esta intriga le pareciera emocionante, e igual que un romance, sin verdadero riesgo de peligro.
– Oh, supongo que sí -le dije.
Pero no deseaba ir siguiendo las indicaciones de mi anónimo patrón. Así que hice llamar a Elias, que fue tan amable de retirarse de un ensayo de su obra para visitarme en Broad Court.
Miriam y yo estábamos sentados en la sala, aunque ella apenas me hablaba. Yo permanecía en estado contemplativo mientras ella leía un libro de versos. Varias veces creí que había estado a punto de hablarme, pero se reprimió. Deseaba que me contara lo que le preocupaba, pero mis propios pensamientos estaban tan ocupados en el asunto que me traía entre manos que apenas se me ocurría cómo formular mi pregunta. Así que no dije nada hasta que Isaac trajo a Elias a la habitación. Pude ver por la expresión de su rostro que estaba dispuesto a hacer alguna gracia referida a mi gente, pero se lo pensó mejor al ver a Miriam, cuya belleza le cortó el aliento.
– Weaver -me dijo-, ya veo que has sido muy sabio al no hablar de la beldad de tu prima, porque tesoros así han de mantenerse en secreto, no vaya a ser que los roben -le hizo a Miriam una reverencia profunda.
– Pero a usted no lo ha mantenido en secreto, señor -respondió Miriam-, porque a mí me ha hablado de su gran amigo Elias, un ser digno de toda su confianza, de quien depende más que de ningún otro hombre vivo.
Elias se inclinó de nuevo, resplandeciendo de orgullo.
Miriam sonrió con placer.
– También me ha contado que su gran amigo es un libertino que contará cualquier mentira con tal de acabar con la inocencia.
– ¡Dios santo, Weaver!