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La cosa había empezado mal, y Siobhan comprendió enseguida que su «carta» jugaba exclusivamente según sus propias reglas. Se produjo un forcejeo en el que cedió la pata de una mesita de centro. El chapeado de pino dejó al descubierto el aglomerado. Siobhan se sintió peor que nunca; débil por haber embarcado a Rebus en aquello en vez de resolverlo sola; temblando y torturada en lo más profundo de su ser por la idea de que, sabiendo de antemano lo que sucedería, dejó que sucediera. Era instigadora y cobarde.

En el camino de vuelta pararon a tomar una copa.

– ¿Tú crees que hará algo? -preguntó ella.

– Fue culpa suya -contestó Rebus-. Si continúa acosándote ya sabe a qué atenerse.

– ¿A desaparecer del mapa, te refieres?

– Yo no hice más que defenderme, Siobhan. Tú lo viste -replicó él mirándola a los ojos hasta que ella asintió con la cabeza.

Era cierto: Fairstone se había abalanzado sobre él y Rebus le había empujado hacia la mesita con intención de neutralizarle sobre ella, pero se había roto la pata y cayeron al suelo durante el forcejeo. Todo había sucedido en un abrir y cerrar de ojos. Fairstone, con voz temblorosa de rabia, mascullaba que se largaran mientras Rebus le amenazaba con el dedo repitiéndole que «no se acercara a la sargento Clarke».

– Lárguense los dos.

– Se acabó, vámonos -había dicho Siobhan dando a Rebus una palmadita en el brazo.

– No esté tan segura de que haya acabado bien -farfulló Fairstone echando saliva por la comisura de los labios.

– Más vale que sí, amigo, si no quiere que empecemos con los fuegos artificiales -fue lo último que dijo Rebus.

Siobhan quiso preguntarle qué había querido decir con eso, pero lo que hizo fue invitarle a la última copa. Aquella noche, en la cama, se quedó adormecida mirando fijamente el techo hasta que de pronto se despertó aterrorizada; se tiró al suelo invadida por una oleada de adrenalina y salió del dormitorio a gatas, con el convencimiento de que moriría si se incorporaba. Superado el ataque, se puso de pie apoyándose en la pared del pasillo y volvió despacio a la cama, donde se tumbó hecha un ovillo.

«Es más corriente de lo que cree», le diría el médico más adelante, después del segundo ataque.

Entretanto, Martin Fairstone había presentado una denuncia de acoso que acabó retirando, pero no dejó de llamarla. Ella no le dijo nada a Rebus, prefería no saber lo que significaba «fuegos artificiales».

* * *

No había nadie en el Departamento de Investigación Criminal. Los agentes estaban de servicio o prestando declaración en los tribunales. A veces se perdían horas esperando a testificar y luego el juicio se eternizaba, el caso se sobreseía o el acusado presentaba recurso; otras veces resultaba que alguien del jurado estaba en paradero desconocido o una persona crucial para el caso caía enferma. Pasaba el tiempo y al final pronunciaban veredicto de inocencia; pero incluso cuando era de culpabilidad, todo se reducía en muchas ocasiones a una multa o el acusado quedaba en libertad condicional. Las cárceles estaban llenas y cada vez se recurría más a la pena de prisión como último recurso. Siobhan no creía haberse vuelto cínica, era puro realismo. Últimamente habían llovido las críticas. Se decía que en Edimburgo había más guardias de tráfico que policías, y cuando sucedía algo como lo de South Queensferry, la situación se agravaba. Permisos, bajas por enfermedad, papeleo y tribunales… no había horas suficientes en el día; Siobhan era consciente de que tenía trabajo atrasado. Su actividad se había resentido por culpa de Fairstone y no acababa de distanciarse del problema; si sonaba el teléfono sentía escalofríos y un par de veces hasta fue a la ventana instintivamente para ver si su coche estaba fuera. Era irracional pero no podía evitarlo. Y sabía, por supuesto, que no era un asunto del que pudiera hablar con cualquiera sin parecer débil.

Sonó el teléfono. Era el de la mesa de Rebus. Si no contestaba, la centralita pasaría la llamada a otra extensión. Se dirigió a la mesa de Rebus deseando que dejase de sonar, pero no dejó de hacerlo hasta que cogió el receptor.

– ¿Diga?

– ¿Quién habla? -dijo una voz de hombre enérgica y formal.

– La sargento detective Clarke.

– ¿Cómo estás, Siob? Soy Bobby Hogan.

Le había dicho al inspector Hogan que no la llamara Siob. Mucha gente lo prefería, para abreviar. Casi todo el mundo lo escribía mal. Recordó que Fairstone la había llamado Siob varias veces en un exceso de familiaridad. No le gustaba que la llamaran así y debía reprender a Hogan, pero no lo hizo.

– ¿Mucho trabajo? -dijo.

– ¿Sabes que me encargo de lo de Port Edgar? -contestó él-. Bueno, qué tontería, claro que lo sabes.

– Sí, ya he visto que sale muy bien en la tele, Bobby.

– Me encanta que me halaguen, Siob, pero la respuesta es «no».

– Yo ahora no tengo tanto trabajo -dijo ella sonriendo y mirando los montones de papeles que lo desmentían.

– Si necesito un par de manos extra te lo diré. ¿No está John ahí?

– ¿Don Simpático? Está de baja. ¿Para qué lo quiere?

– ¿Está en su casa?

– Yo podría darle el recado -añadió ella intrigada por el tono de impaciencia en la voz de Hogan.

– ¿Sabes dónde está?

– Sí.

– ¿Dónde?

– No ha contestado a mi pregunta: ¿para qué lo quiere?

Hogan suspiró profundamente.

– Porque necesito un par de manos.

– ¿Sólo las suyas?

– Eso parece.

– Qué decepción.

– ¿Cuánto puedes tardar en decírselo? -añadió Hogan sin hacer caso del comentario.

– Puede que no se encuentre bien del todo para ayudarle.

– Me sirve igual, a menos que esté con respiración asistida.

Siobhan se recostó en la mesa de Rebus.

– ¿Qué está pasando?

– Dile que me llame, ¿de acuerdo?

– ¿Está en el colegio Port Edgar?

– Que me llame al móvil. Adiós, Siob.

– ¡Un momento! -añadió Siobhan mirando hacia la puerta.

– ¿Cómo dices? -masculló Hogan.

– Acaba de llegar. Se lo paso.

Tendió el receptor a Rebus y al mirarle y ver lo desaliñado que venía pensó que se había emborrachado, pero enseguida lo comprendió: se había vestido como había podido, traía la camisa remetida de mala manera y la corbata simplemente colgada al cuello. En lugar de coger el receptor que ella le tendía, lo que hizo Rebus fue agachar la cabeza y arrimar la oreja.

– Es Bobby Hogan -dijo Siobhan.

– ¿Cómo estás, Bobby?

– John, no se oye bien…

– Acércamelo un poco -musitó Rebus mirando a Siobhan.

Ella le arrimó el auricular a la mejilla y advirtió que tenía el pelo sucio, aplastado por delante y de punta por detrás.

– ¿Se oye ahora mejor, Bobby?

– Sí, ahora sí. John, tienes que hacerme un favor.

Rebus notó que el auricular se movía y miró a Siobhan, que dirigió la vista hacia la puerta. Él volvió la cabeza en esa dirección y vio que en el umbral estaba Gill Templer.

– ¡A mi despacho! -exclamó-. ¡Inmediatamente!

Rebus se pasó la lengua por los labios.

– Bobby, te llamo dentro de un momento. La jefa quiere hablar conmigo.

Se incorporó, mientras la voz de Hogan sonaba cada vez más apagada y mecánica. Templer le hacía señas para que la siguiera. Él se encogió de hombros mirando a Siobhan y se dirigió a la puerta.

– Se ha marchado -dijo ella en el auricular.

– ¡Pues dile que vuelva!

– Me parece que no va a poder. Oiga… ¿por qué no me dice de qué se trata? A lo mejor yo podría ayudarle.

– Si no le importa dejo la puerta abierta -dijo Rebus.

– Si quiere que se entere toda la comisaría, por mí no hay inconveniente.