Media mañana: las horas más estimulantes de un día a principios de verano. La brisa le hacía recordar las excursiones escolares, y sintió que las mejillas y los lóbulos de las orejas se le estremecían de placer. Alejadas de cualquier restricción consciente, las neuronas de su piel absorbían la dulzura de la estación y la hora. Y al poco una sensación de liberación alcanzó la superficie de su conciencia.
Antes que nada me lavaré y afeitaré. Bird entró en la primera peluquería que encontró. Y el peluquero le condujo al sillón como a un cliente cualquiera, sin advertir ninguna señal de desgracia. Convirtiéndose en la persona que veía el peluquero, Bird lograría escapar de su tristeza y aprensión. Cerró los ojos. Una toalla caliente y pesada, con olor a desinfectante, bañó en vapor sus mejillas y su mandíbula. Cuando niño, Bird había oído un Rakugo sobre una peluquería: el joven peluquero tiene una toalla endiabladamente caliente, demasiado caliente para enfriarla en las manos o incluso para sujetarla, así que la arroja, tal y como está, sobre la cara del cliente. Desde entonces, Bird no podía contener la sonrisa cuando cubrían su rostro con una toalla caliente. Incluso ahora sonreía. Algo intolerable. Bird se estremeció y borró la sonrisa. Pensó en el bebé. La sonrisa había delatado su culpabilidad.
La muerte de un bebé vegetal. Contempló la desgracia de su hijo desde el ángulo más doloroso. La muerte de un bebé vegetal, que sólo tiene funciones vegetativas, no iba acompañada de sufrimiento. Muy bien, pero ¿qué significa la muerte para un bebé así? ¿O la vida? El germen de una existencia aparece sobre una llanura de nada extendida durante millones de años, y allí crece durante diez meses. Evidentemente, un feto no tiene conciencia; tan sólo se acurruca formando una bola y existe en un mundo oscuro y mucoso. Luego sale peligrosamente al mundo exterior, donde todo es duro, frío, estridente, seco y de un fulgor impetuoso. Un mundo que el bebé no puede abarcar por entero y se ve obligado a vivir con numerosos entes extraños. Pero, para un bebé vegetal, esa estancia en el mundo exterior sólo consiste en unas pocas horas de sufrimiento incomprensible. A continuación, el instante de sofocación y, una vez más, vuelve a ser la fina arena de la nada en la llanura que abarca infinitos años. ¿Y si en realidad existía un juicio final? ¿En qué categoría de los Muertos podría emplazarse, juzgarse y sentenciarse a un bebé vegetal muerto a poco de nacer? ¿Acaso las pruebas no resultarían insuficientes para cualquier juez? ¡Pruebas totalmente irrelevantes!, pensó Bird sofocándose. Podrían llamarme como testigo y ni siquiera sería capaz de identificar a mi propio hijo, a no ser por la protuberancia de la cabeza. Bird sintió un dolor agudo en el labio superior.
– ¡Estése quieto, por favor! Le he cortado -siseó el peluquero con voz serena, mientras posaba la navaja cerca de la nariz de Bird y le contemplaba.
Bird se tocó el corte y la sangre le provocó una náusea. Su sangre era tipo A, como la de su mujer. Probablemente el litro de sangre que circulaba por el cuerpo de su bebé moribundo también era del tipo A. Bird cerró los ojos y el peluquero continuó rasurándolo.
– ¿Querrá lavado de cabeza?
– No, así está bien.
– Tiene el cabello muy sucio y lleno de hierba -objetó el peluquero.
– Lo sé. Anoche me caí.
Bird se bajó del sillón y contempló su cara en un espejo reluciente. Efectivamente su cabello tenía aspecto enmarañado y quebradizo, pero su cara brillaba rozagante y fresca como el vientre de una trucha arco iris. Si sus ojos color pegamento recuperasen su brillo, los párpados consiguieran aflojar la tensión y los labios cesaran de crisparse, Bird tendría aspecto más joven y vivaz.
Detenerse en una peluquería había sido una buena idea. Bird estaba complacido. Por lo menos había introducido un elemento positivo en su equilibrio psicológico, que desde el amanecer se había inclinado hacia lo negativo. Le echó un vistazo a la sangre coagulada en el corte bajo la nariz y salió a la calle. Cuando llegara a la universidad, seguramente habría desaparecido el fulgor de sus mejillas, pero de todos modos no daría a su suegro la sensación de un pobre y ridículo hombre atribulado. Mientras buscaba la parada del autobús, recordó el dinero extra que desde ayer llevaba en el bolsillo, y llamó a un taxi.
Se apeó del taxi en medio de una muchedumbre de estudiantes que transitaban por el portal principal. Iban a comer: eran las doce y cinco. En el campus preguntó a un estudiante corpulento cómo llegar al departamento de inglés. Y le sorprendió que el estudiante sonriera y dijese con cierta nostalgia:
– ¡Sí que ha pasado mucho tiempo, profesor!
Bird continuaba atónito.
– Fui alumno suyo en la academia preuniversitaria. Como en las universidades estatales no hubo caso, mi padre donó algo de dinero aquí y así pude entrar, por la puerta trasera.
– De modo que ahora estudias aquí -dijo Bird aliviado, recordando quién era el muchacho.
Aunque no era mal parecido, tenía ojos como platos y nariz bulbosa como las ilustraciones de los campesinos alemanes en los cuentos de hadas de Grimm.
– Parece que la academia preuniversitaria no te ha servido de gran cosa -dijo Bird.
– ¡Por el contrario, profesor! Estudiar nunca comporta pérdidas. Aunque uno no recuerde nada, el estudio es el estudio.
Bird intuyó cierto aire burlón y le miró ceñudamente. Pero el estudiante sólo intentaba demostrarle simpatía. Bird lo recordaba claramente: en una clase muy numerosa, este chico había destacado por su inocultable estupidez. Y precisamente por ello era capaz de contar simple y jovialmente que había ingresado en una universidad privada de segunda categoría por la puerta trasera, y de expresarle gratitud por unas clases que no le habían servido de nada. El resto de los alumnos hubieran intentado evitar a su instructor preuniversitario.
– Con lo cara que resulta nuestra enseñanza, es un alivio escuchar lo que dices.
– Cada céntimo estuvo bien gastado. ¿Dará clases aquí?
Bird negó con la cabeza.
– Pues… -Con tacto, el estudiante cambió de tema-. Permítame acompañarle hasta el departamento de inglés. Es por aquí. Le aseguro, profesor, que los estudios que realicé en la academia preuniversitaria no se han perdido. Lo tengo todo en algún lugar de la cabeza, como un depósito nutritivo. Algún día esos conocimientos me serán útiles. Hay que saber esperar el futuro. ¿Acaso no es eso el estudio, en definitiva, profesor?
Detrás de su antiguo alumno, tan optimista e ingenuo, Bird atravesó un sendero rodeado de árboles frondosos hasta un edificio de ladrillos ocre rojizo.
– Es en el tercer piso, en la parte posterior. Cuando ingresé aquí me sentía tan contento que exploré todas las dependencias, y ahora las conozco como a la palma de mi mano -dijo el muchacho con orgullo, y se rió de sí mismo con evidente ironía-. Lo que digo suena muy simple, ¿no?
– En absoluto; no tan simple.
– Pues bien, ya nos veremos, profesor. Y cuídese, se le ve un poco pálido.
Mientras subía las escaleras, Bird pensó: Ese chaval manejará su vida adulta mil veces mejor que yo. Seguro que no dejará morir bebés de hernias cerebrales. ¡Vaya extraño moralista que he tenido en clase!
Bird se asomó a la oficina del departamento de inglés y localizó a su suegro. Permanecía repantigado en una mecedora de roble, en un balcón pequeño, observando la luz proveniente de una claraboya. La oficina parecía una sala de conferencias y era mucho más amplia que la de la universidad en donde se graduara Bird. Su suegro decía a menudo irónicamente que el trato que recibía en esta universidad privada, incluida la mecedora, era mucho mejor que el que solían dispensarle en la Universidad Nacional. Bird comprobó ahora que no se trataba de un chiste.
Sentados a una gran mesa cerca de la puerta, tres jóvenes profesores adjuntos de caras rojizas tomaban café. Bird los conocía de vista: habían estado entre los mejores estudiantes de la promoción universitaria anterior a la suya. Si no hubiera sido por la etapa de la borrachera y su abandono del curso de posgrado, sin duda se hubiera lanzado en pos de sus carreras.
Bird llamó en la puerta abierta, entró en la habitación y saludó a los tres asistentes. Luego cruzó la sala en dirección al balcón. Su suegro se giró y le vio acercarse, con la cabeza hacia atrás y sin dejar de balancearse en la mecedora. Los asistentes también le observaron, con sonrisas idénticas, sin ningún significado concreto. Pese a que consideraban a Bird un fenómeno poco común, era alguien de fuera y, por tanto, no merecía que se le tomara en cuenta. Un personaje extraño y peculiar que se había ido de juerga sin ningún motivo y acabó abandonando la escuela de licenciados; más o menos eso era Bird para ellos.