– Si Delchef aceptara nuestros planteamientos, ¡fantástico! Pero en caso contrario, si estalla un escándalo, nos veríamos metidos en un incidente internacional.
Sin mirar a Bird a la cara, su amigo habló con la mirada puesta en el vientre de oveja destripado que constituía el asiento del conductor del MG.
Era evidente que su amigo intentaba convencerle. Pero palabras tan imponentes como «escándalo» o «incidente internacional» no le impresionaban en absoluto. El incidente doméstico en que estaba hasta el cuello sobrepasaba con creces a cualquier otro. Bird no temía a ninguna de las trampas que, al parecer, rodeaban al señor Delchef. Por primera vez comprendió que el agigantamiento de su vida cotidiana y los problemas más inmediatos le permitía una amplitud mental y de comportamiento mucho más generosa que a los demás. Lo irónico de todo el asunto incluso le resultó divertido.
– Si el grupo de estudio rechaza la solicitud de ayuda, me gustaría ver al señor Delchef por mi cuenta y riesgo. Soy su amigo, y si el asunto saliera a luz y me viese involucrado en un escándalo, no me importaría demasiado.
Bird buscaba algo que lo mantuviera ocupado hoy y mañana, el nuevo plazo de espera dictaminado por el doctor. Además, era verdad que tenía deseos de conocer la nueva vida de Delchef.
Su amigo recobró el ánimo enseguida.
– Si lo quieres, adelante. No se me ocurre nada mejor -dijo con entusiasmo febril-. A decir verdad, esperaba esto de ti. Los demás se acobardaron nada más oír hablar de Delchef, pero tú manifestaste una actitud tan sosegada e imparcial que, de verdad, me provocaste admiración y respeto.
Bird sonrió. De momento, en todo lo ajeno al bebé se sentía con una infinita capacidad sosegada e imparcial. Pero ello no alcanzaba para que los habitantes de Tokio que no llevaban al cuello las cadenas de un bebé monstruo lo miraran con envidia, pensó Bird.
– Te invito a comer -propuso su amigo, entusiasmado-. Primero tomaremos una cerveza. Venga, hombre.
Bird asintió y regresaron juntos al restaurante. Cuando ya estaban sentados a la mesa y habían pedido cerveza, el alborozado amigo de Bird dijo:
– Esa costumbre de frotarte las orejas, ¿la tenías ya en nuestra etapa universitaria?
Mientras avanzaba por un callejón estrecho y semejante a una grieta, que se abría entre un restaurante coreano y un bar, Bird se preguntaba si ese laberinto tendría una salida secreta. Según el mapa que le dibujara su amigo, acababa de entrar en un callejón sin salida y en forma de estómago, un estómago con el duodeno obstruido. ¿Cómo un hombre que vivía una vida de fugitivo podía enclaustrarse en un sitio tan cerrado sin sentir una angustia insoportable? ¿Tan acosado se sentiría Delchef como para elegir aquel horroroso lugar? Probablemente ya no estaría oculto en ese callejón. Bird llegó a la última casa y se detuvo a la entrada de lo que podría haber sido un sendero secreto que llevase a una fortaleza en la montaña. Se secó el sudor de la cara, cerró los ojos y se frotó tras las orejas. De pronto escuchó el grito desquiciado de una muchacha.
Zapatos en mano, Bird subió una escalera corta y entró en el edificio. A la izquierda del vestíbulo había numerosas puertas que parecían calabozos. Siguió adelante, mirando los números de las puertas, todas cerradas aunque se percibía presencia humana tras ellas. ¿Qué harían los habitantes de ese edificio para evitar el calor? ¿Tal vez Himiko era la precursora de una secta que se propagaba por toda la ciudad y cuyos adeptos se encerraban bajo llave en sus respectivas habitaciones incluso en pleno día? Bird llegó a unas escaleras empinadas y estrechas, ocultas como un bolsillo interior. Entonces miró hacia atrás: una mujer inmensa plantada en la entrada le observaba. Su espalda impedía la entrada de luz y todo estaba en penumbra.
– ¿Qué diablos busca? -gritó la mujer, moviéndose como para ahuyentar un perro.
– Busco a un amigo extranjero -respondió Bird con voz temblorosa.
– ¿Norteamericano?
– Vive con una chica japonesa.
– Sé a quién se refiere. Primera habitación, segundo piso -dijo, y se escabulló ágilmente.
Suponiendo que el «norteamericano» fuese Delchef, estaba claro que se había ganado la estima de la giganta. Bird todavía dudaba mientras subía la escalera de madera sin pulir. Pero al llegar al estrecho rellano descubrió al señor Delchef: estaba delante de él, con los brazos abiertos en señal de bienvenida. Bird sintió una gran alegría: el señor Delchef era el único inquilino con el suficiente sentido común como para combatir el calor dejando la puerta abierta. Se estrecharon la mano sonrientes. Delchef llevaba pantalones cortos y una camisa; tenía el cabello pelirrojo muy corto, pero el bigote abundante. Bird no percibió nada que le indicara que ese hombre era un fugitivo, excepto el intenso olor que desprendía su cuerpo. Probablemente no se bañaba desde que había llegado a ese lugar.
Intercambiaron saludos en el limitado inglés de ambos. Delchef explicó que su amiga acababa de marchar a la peluquería e invitó a pasar dentro a Bird. Éste se excusó alegando que tenía los pies sucios -la habitación estaba recubierta de tatami- [estera de junco, de un tamaño aproximado a los 180 centímetros de largo, por 90 centímetros de ancho y 5 centímetros de alto, que se utiliza para cubrir el suelo de madera en el interior de las casas japonesas, y sobre la cual se camina descalzo. (N. de la T.)]. En realidad, quería conversar de pie en el corredor, pues tenía un vago temor a quedar atrapado en la habitación de Delchef. Bird alcanzó a ver que la estancia no tenía muebles y que la única ventana estaba tapiada con madera por el lado de afuera.
– Señor Delchef, la legación de su país exige que usted regrese inmediatamente -dijo Bird yendo derecho al grano.
– No regresaré. Mi amiga quiere que permanezca aquí -sonrió Delchef. La pobreza del inglés que manejaban determinó que el diálogo pareciese un juego. Pero también les permitió una franqueza descarnada.
– Yo soy el último mensajero. Luego vendrán de la legación, o incluso de la policía.
– La policía japonesa no tiene nada que hacer. Sigo siendo un funcionario diplomático.
– De acuerdo. Pero cuando le atrapen le devolverán a su país.
– Sí, lo sé. Como he provocado problemas, perderé mi puesto o me asignarán otro de menor importancia.
– Señor Delchef, será mejor que vuelva. Esto puede acabar en un escándalo.
– No volveré. Mi amiga quiere que permanezca aquí -dijo Delchef esbozando una amplia sonrisa.
– ¿No se debe a motivos políticos? ¿Está aquí simplemente por relaciones sentimentales con esa chica?
– Sí, exactamente.
– Señor Delchef, es usted un hombre peculiar.
– ¿Peculiar? ¿Por qué?
– Su amiga no habla inglés, ¿es correcto?
– No, no lo habla. Nos entendemos en silencio, sin palabras.
El tubérculo de una tristeza insoportable comenzó a brotar poco a poco dentro de Bird.
– Pues, lo siento, señor Delchef… Espero que lo entienda, pero debo hacer un informe de esta entrevista y remitirlo a la legación. Luego vendrán por usted…
– No se preocupe, Bird. Lo comprendo. Me llevarán contra mi voluntad, no podré impedirlo. Supongo que mi amiga lo entenderá.
Bird sacudió débilmente la cabeza en señal de derrota. Delchef tenía todo el cuerpo cubierto de sudor.
– Les diré lo que usted piensa -concluyó Bird y se inclinó para recoger sus zapatos.
– Bird, ¿ha nacido su bebé?
– Sí, pero… Ha nacido enfermo; esperamos su muerte de un momento a otro. -Bird no entendía por qué lo había expresado tan derechamente-. Tiene una hernia cerebral, una deformación espantosa…
– ¿Por qué espera su muerte? Lo que necesita es una intervención quirúrgica. -Delchef lo miró con franqueza.
– No hay oportunidad de que crezca normalmente, ni siquiera tras una intervención -dijo Bird consternado.
– Kafka, ya sabe, le escribió a su padre que lo único que puede hacer un padre por su hijo es acogerlo con satisfacción cuando llega. Usted, en cambio, parece rechazarlo. ¿Puede excusarse el egoísmo que rechaza a otro ser, basándose en un derecho de padre?
Bird permaneció en silencio. Delchef había dejado de ser el extranjero excéntrico de bigote rojo, que mantenía el humor pese a lo apurado de su situación. Bird sentía como si un francotirador le hubiese dado de lleno. Reunió ánimo para replicar, pero de pronto se dio cuenta que no tenía nada que alegar. Bajó la cabeza.
– Ah, this poor little thing! [«Esa pobre criatura.» (N. de la T.)] -susurró Delchef.