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Mientras buscaba una farmacia, se detuvo en una esquina ante un curioso establecimiento. En el gigantesco anuncio colgado encima de la puerta, había un vaquero en cuclillas empuñando un revólver y a punto de disparar. Bird leyó el nombre de la tienda, escrito sobre la cabeza del indio caído a los pies del vaquero: Gun Comer. En el interior, bajo banderas de papel de todos los países y espirales de papel crepé verde y amarillo, un montón de gente mucho más joven que Bird se movía en torno a las máquinas de juegos que, como grandes cajas multicolores, llenaban la tienda. A través de las puertas de cristal ribeteadas con cinta roja y añil, comprobó que había un teléfono público en un rincón del fondo. Bird entró en el Gun Comer. Pasó junto a una máquina de coca-cola y un jukebox que aullaba un viejo rock and roll, y se dispuso a cruzar el polvoriento suelo de madera. Sintió que en sus oídos estallaban naves espaciales. Bird atravesó la sala con dificultad, como si se tratase de un laberinto; pasó junto a las máquinas pinball, los juegos de dardos, y un diminuto bosque poblado de ciervos, conejos y gigantescos sapos verdes que se movían sobre una cinta sin fin. Al pasar entre los adolescentes, Bird vio que uno de ellos abatía un sapo ante las miradas de admiración de sus amigas, y el tablero lateral del juego indicaba cinco puntos. Finalmente llegó al teléfono. Puso una moneda y marcó de memoria el número del hospital. Uno de sus oídos percibía la distante señal de llamada; el otro estaba abocado al estrépito del rock and roll y a un ruido como de diez mil cangrejos corriendo: los adolescentes, ensimismados en los juegos automáticos, refregaban contra la desgastada madera del suelo las suaves suelas de sus zapatos italianos. ¿Qué opinaría su suegra sobre semejante barullo? Tal vez sería mejor que cuando se excusase por llamar tarde también comentase algo sobre aquel ruido.

El teléfono sonó cuatro veces antes de que respondiera la voz de su suegra, parecida a la de su mujer pero más pueril. Bird preguntó enseguida por su esposa, sin ningún preámbulo.

– Nada todavía. Se resiste a venir. La pobrecilla está sufriendo lo indecible y el bebé se resiste a venir.

Sin conseguir articular palabra, Bird contempló por un instante los numerosos agujeros del auricular. La superficie, como un cielo nocturno salpicado de estrellas negras, se nublaba y aclaraba al ritmo de su respiración.

– Volveré a llamar a las ocho -dijo luego. Colgó el auricular y suspiró.

Junto al teléfono había un juego de conducir coches, y un muchacho con aspecto de filipino estaba sentado al volante.

Por debajo del Jaguar modelo E en miniatura, montado sobre un cilindro en el centro del tablero, pasaba continuamente la representación de un paisaje campestre tal como si el coche fuera a toda velocidad por una hermosa autopista suburbana. A medida que el camino se prolongaba en zigzag, aparecían obstáculos amenazantes: ovejas, vacas, ayas con niños. La habilidad del jugador consistía en evitar las colisiones girando el volante y variando la velocidad. El joven filipino estaba encorvado, plenamente concentrado; profundas arrugas surcaban su entrecejo corto y moreno. Conducía sin parar, mordiéndose los finos labios con sus agudos caninos y salpicando el aire con una saliva sibilante, como convencido de que su Jaguar modelo E llegaría a destino alguna vez. Pero el camino presentaba más y más obstáculos. De tanto en tanto, cuando la cinta disminuía la velocidad, el muchacho metía una mano en el bolsillo, rebuscaba una moneda y la insertaba en la máquina. Bird se quedó donde estaba, en una línea oblicua por detrás del joven, y observó el juego durante un rato. De pronto, sus pies experimentaron una insoportable sensación de fatiga. Se encaminó hacia la salida posterior, pisando el suelo como si fuera una placa metálica chamuscada. En la parte trasera de la tienda encontró un par de máquinas realmente extrañas.

El juego de la derecha estaba rodeado por una pandilla de jóvenes con idénticas cazadoras de seda, bordadas con dragones de oro y plata, el tipo de souvenir de Hong Kong para turistas norteamericanos. Producían fuertes ruidos que resonaban como impactos duros y pesados. Bird se acercó al otro juego, en ese momento libre. Parecía un instrumento de tortura medieval. Una hermosa doncella de tamaño natural, hecha con tiras de acero rojas y negras, protegía su pecho desnudo con unos brazos cruzados firmemente. El jugador debía intentar apartar esos brazos para poder ver los ocultos senos metálicos; la fuerza aplicada se cuantificaba en números que aparecían en los ojos de la doncella. Encima de su cabeza había una tabla cronológica que indicaba la fuerza de asimiento y la tracción promedio para cada edad.

Bird insertó una moneda en la ranura de los labios de la doncella y se dedicó a obligarla a que apartase los brazos de los senos. Pero el acero se resistía con firmeza. Bird tiró con más fuerza. Poco a poco, su rostro se fue acercando al pecho metálico. Como la cara expresaba una inconfundible angustia, Bird tuvo la sensación de estar cometiendo una violación. Se tensó tanto que todos los músculos empezaron a dolerle. De pronto, el pecho de la joven retumbó y en sus ojos huecos aparecieron unos números color sangre aguada. Exhausto y jadeando, Bird comparó su marca con la tabla de promedios. Había obtenido 70 puntos de asimiento y 75 de tracción. La tabla indicaba 110 de asimiento y 110 de tracción para la edad de 27 años. Incrédulo, Bird comprobó que su marca equivalía a un hombre de cuarenta años. ¡Cuarenta años! La sorpresa le golpeó el estómago y le provocó un eructo. Tenía veintisiete años y cuatro meses, y su fuerza de asimiento y tracción correspondía a la de un hombre de cuarenta años. Pero ¿cómo podía ser? Para peor, sabía que el hormigueo en los hombros y el costado se convertiría en un obstinado dolor muscular.

Decidido a resarcirse, se acercó al juego de la derecha. Probar este juego constituía ahora una cuestión de honor. Los muchachos con cazadoras de dragón se quedaron inmóviles, alertas como animales salvajes que asisten a la invasión de su territorio. Observaron a Bird con miradas desafiantes. Nervioso pero aparentando indiferencia, analizó la máquina situada en el centro del círculo formado por los jóvenes. Semejaba un patíbulo en una película del oeste, a excepción de una especie de yelmo eslavo de caballería suspendido donde debía colgar el eventual ajusticiado. El yelmo recubría en parte un saco de arena forrado con piel de gamo negro. Insertando una moneda, el jugador podía bajar el saco de arena y la aguja indicadora se situaba en cero. En el centro del medidor una caricatura del Ratón Robot gritaba, con la boca amarilla totalmente abierta: «¡Venga, hombre! ¡Veamos la fuerza de tu puñetazo!». Como Bird sólo observó el juego y no hizo nada por acercarse, uno de los jóvenes con cazadora de dragón se adelantó como para hacer una demostración. Dejó caer una moneda en la ranura del yelmo, que brillaba como el ojo de un cíclope, y bajó el saco de arena. Luego retrocedió un paso y a continuación echó el cuerpo hacia delante violentamente, golpeando de lleno el saco de arena. Un ruido sordo: la cadena se sacudió al chocar contra el yelmo y la aguja dio un brinco que superó los números del medidor. La pandilla prorrumpió en carcajadas. El puñetazo había rebasado el límite del medidor y el mecanismo no volvía a su lugar. El victorioso joven pateó suavemente el saco de arena, como en un golpe de karate, y la aguja descendió al 150 mientras el saco subía al interior del yelmo. La pandilla volvió a rugir.