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– Qué malo eres, Tommy. -Volvió a mirar los alimentos que descansaban sobre el bufete-. Estos arenques ahumados huelen que apestan. ¿Acaso Nancy los trajo en una maleta? -Se reunió con ellos tras llenar un plato con huevos, champiñones, tomates al horno y bacon.- A propósito, ¿por qué Nancy está aquí y no en Howenstow? ¿Dónde está Denton esta mañana?

Lynley tomó un sorbo de té mientras examinaba el informe que tenía ante los ojos.

– Como estaré fuera de la ciudad, le he dado unos días de permiso -respondió distraídamente-. No necesito que me acompañe.

Lady Helen, que estaba a punto de llevarse a la boca un trozo de bacon, se detuvo en seco.

– Estás de broma, claro. Dime que no lo dices en serio, cariño.

– Soy perfectamente capaz de desenvolverme sin mi sirviente. No soy tan incompetente, Helen.

– ¡No quiero decir eso! -Lady Helen tomó un trago de Lapsang Souchong, hizo una mueca de repugnancia y dejó la taza sobre la mesa-. Le he dado el día libre a Caroline. No creerás que… Tommy, si se ha ido con Denton estoy perdida. -El abrió la boca para hablar, pero le interrumpió.- No, ya sé lo que vas a decir. Tiene derecho a su vida privada, estoy totalmente de acuerdo, pero tenemos que llegar a algún compromiso, porque si se casan y viven contigo…

– Entonces tú y yo también nos casaremos -replicó plácidamente Lynley- y los cuatro seremos felices y comeremos perdices.

– Te parece divertido, ¿verdad? Pero piensa un poco en mí. Una mañana sin Caroline y estoy perdida por completo. No creerás que ella aprobaría el conjunto que llevo puesto, ¿verdad?

Lynley contempló el conjunto en cuestión. Barbara no tuvo necesidad de hacerlo, pues la imagen de lady Helen estaba marcada a fuego en su mente: un elegante traje color vino tinto, una blusa de seda y un chal malva que caía como una cascada sobre la esbelta cintura.

– ¿Qué tiene de malo? -preguntó Lynley-. Lo encuentro muy bonito. De hecho, teniendo en cuenta la hora que es -echó un vistazo a su reloj- diría que casi vistes con excesiva elegancia.

Exasperada, lady Helen se volvió hacia Barbara.

– Ah, estos hombres, sargento, estos hombres… Parezco una fresa más que madura y él dice que lo encuentra muy bonito sin alzar la vista de sus papeles.

– Es mucho mejor que ayudarte a elegir tus prendas durante los próximos días. -Lynley señaló la bolsa de compras que se había caído y cuyo contenido, varios trozos de tela, estaba esparcido por el suelo-. ¿Es ése el motivo de tu visita?

Lady Helen recogió la bolsa.

– Ojalá fuera así de sencillo -dijo con un suspiro-, pero es mucho peor que el asunto de Denton y Caroline… sobre el que, por cierto, todavía no nos hemos puesto de acuerdo… y me siento totalmente perdida. He confundido los agujeros de bala de Simon.

Barbara empezó a sentirse como si estuviera actuando en una comedia de Oscar Wilde. Sin duda en cualquier momento entraría Lane en escena con los bocadillos de pepino.

– ¿Los orificios de bala de Simon? -Lynley, más acostumbrado a las piruetas mentales de lady Helen, se mostraba paciente.

– Ya sabes. Trabajábamos con las muestras de sangre salpicada basándonos en la trayectoria, el ángulo y el calibre. Lo recuerdas, ¿verdad?

– ¿La prueba que debíamos presentar el mes próximo?

– La misma. Simon lo había dejado todo organizado para mí en el laboratorio. Yo tenía que obtener los datos preliminares, adjuntarlos a la tela y preparar el material para el estudio definitivo, pero…

– Mezclaste las piezas de tela -concluyó Lynley-. Saint James se va a irritar, Helen. ¿Qué propones hacer?

Ella miró compungida las muestras que seguían en el suelo.

– Desde luego, no soy completamente ignorante en ese tema. Al cabo de cuatro años en el laboratorio, por lo menos… puedo reconocer el calibre veintidós y encontrar fácilmente el cuarenta y cinco y la escopeta. Pero en cuanto a lo demás… y lo que es peor, la muestra de sangre que corresponde a cada trayectoria.

– Es un buen lío -concluyó Lynley.

– En efecto -convino ella-. Y por eso pensé hacerte una visita, a ver si lo solucionábamos de algún modo.

Lynley se puso a ordenar los documentos sobre la mesa.

– Es imposible, querida mía. Lo siento, pero eso requiere horas de trabajo y nosotros hemos de tomar el tren.

– Entonces, ¿qué le digo a Simon? Le ha costado mucho preparar este material.

Lynley reflexionó un momento.

– Sólo puede hacerse una cosa…

– ¿Qué?

– Consultar al profesor Adams, del Instituto de Chelsea. ¿Le conoces? -Ella negó con la cabeza y Lynley prosiguió-: El profesor y Simon han actuado como testigos periciales. Lo hicieron juntos en el caso Melton, el año pasado. Se conocen mutuamente, y quizás Adams podría ayudarte. Si quieres, le telefoneo antes de marcharme.

– ¿Harías eso por mí, Tommy? Te lo agradecería muchísimo. Ya sabes que yo haría cualquier cosa por ti.

El enarcó una ceja.

– No creo que sea apropiado decirle eso a un hombre a la hora del desayuno.

Ella replicó con una sonrisa cautivadora.

– ¡Hasta los platos! Incluso renunciaría a Caroline si fuera necesario.

– ¿Y a Jeffrey Cusick?

– Incluso al pobre Jeffrey. Lo cambio por los agujeros de bala sin pensarlo dos veces.

– Entonces de acuerdo. Me ocuparé del asunto en cuanto terminemos de desayunar, suponiendo que por fin podamos hacerlo.

– Oh, sí, claro. -Atacó briosamente la comida, mientras Lynley se ponía las gafas y volvía a concentrarse en sus papeles-. ¿Qué clase de caso es ése que los hace salir tan temprano? -le preguntó a Barbara, al tiempo que se servía una segunda taza de té a la que añadía generosamente azúcar y leche.

– Una decapitación.

– ¡Qué tétrico! ¿Van muy lejos?

– A Yorkshire.

Lady Helen no terminó de llevarse la taza de té a los labios y la depositó cuidadosamente en el platillo. Miró a Lynley y permaneció un momento observándole antes de hablar.

– ¿A qué parte de Yorkshire, Tommy? -preguntó, impasible.

Lynley leyó entrelíneas.

– A un lugar llamado… aquí está. Keldale. ¿Lo conoces?

Hubo una larga pausa durante la que lady Helen permaneció pensativa. Miraba la taza de té, y aunque su rostro seguía inexpresivo, empezó a latirle la vena en la garganta. Alzó la vista, sonriente, pero su sonrisa no armonizaba con el vacío de su mirada.

– ¿Keldale, dices? No, no conozco ese sitio en absoluto.

CAPÍTULO CINCO

Lynley dejó el periódico y miró a Barbara Havers. No tenía necesidad de hacerlo a hurtadillas, pues la sargento estaba inclinada sobre la mesita de plástico extendida entre los dos, examinando el informe del asesinato de Keldale. Pensó breve y vagamente en las profundidades en que se hundía el sistema ferroviario británico, con su pintoresco programa actual, destinado a soportar un desgaste máximo con un mantenimiento mínimo, pero en seguida volvió a centrar su atención en la mujer sentada ante él.

Estaba informado acerca de Havers, como todo el mundo. El primer período de aquella mujer en el Departamento de Investigación Criminal había sido un rotundo fracaso, y se había enemistado rápidamente con MacPherson, Stewart y Hale, tres de los inspectores de mejor carácter y con los que era fácil llevarse bien. MacPherson, sobre todo, con su buen humor montañés y su paternalismo, podría haber sido un mentor extraordinario para una persona como Havers. Aquel hombre era casi un osito de peluche. ¿Quién no había podido trabajar con éxito a su lado? Sólo Havers.

Lynley recordaba el día en que Webberly decidió que volviera a vestir el uniforme. Naturalmente, todos sabían de antemano que llegaría aquel momento. Se vio venir durante meses. Pero, cuando llegó, nadie estaba preparado para la reacción de la mujer.

– Si estuviera licenciada por Eton, no me rebajaría así -gritó en el despacho de Webberly con una voz quebrada y lo bastante alta para que la oyeran en toda la planta-. Si tuviera una cuenta corriente, un título nobiliario y la voluntad de joder a todo bicho viviente, mujer, hombre, niño o animal, ¡sería perfectamente apta para su maldito departamento!