Lynley contempló la colección de objetos esparcidos sobre una de las mesas del salón: el álbum que contenía las fotos familiares mutiladas, una novela muy manoseada, la fotografía que estaba sobre el escritorio de Roberta, la otra foto de una de las dos hermanas y una serie de seis páginas de periódico amarillentas, todas ellas dobladas de modo que tuvieran el mismo tamaño, cuarenta y tres por cincuenta y cinco centímetros.
El inspector guardaba silencio. Con ademán distraído, se sacó la pitillera del bolsillo, encendió un cigarrillo y se sentó en el sofá.
– ¿Qué es todo esto, sargento? -le preguntó.
– Creo que éstos son los hechos sobre Gillian -respondió ella, en un tono cuidadosamente modulado, pero con un ligero temblor que a él no le pasó inadvertido. Se aclaró la garganta para ocultarlo.
– Me temo que va a tener que ilustrarme -le dijo-. ¿Un cigarrillo?
Ella anhelaba tener entre los dedos el cilindro de tabaco, estaba ansiosa de inhalar el humo, pero sabía que si encendía uno revelaría el temblor de sus manos.
– No, gracias -replicó. Aspiró hondo, sin apartar los ojos del semblante reservado de Lynley, y le preguntó-: ¿Cómo forra ese sirviente suyo, Denton, los cajones de su escritorio?
– Supongo que con alguna clase de papel. Nunca me he fijado en eso.
– Pero no lo haría con papel de periódico, ¿verdad? -Estaba sentada delante de él, con los puños apretados sobre el regazo, y sentía el dolor de las uñas que se clavaban en las palmas-. No sirve, porque las letras impresas dejarían huella en la ropa.
– Cierto.
– Me sentí intrigada cuando usted dijo que los cajones de Roberta estaban forrados con papel de periódico, y recordé lo que dijo Stepha, que Roberta iba todos los días a buscar el Guardian.
– Hasta que murió Paul Odell. Entonces dejó de hacerlo.
Barbara se colocó el cabello detrás de las orejas. Carecía de importancia, o por lo menos quería convencerse de ello, que él no la creyera, que se riera de las conclusiones a que había llegado después de pasar tres horas en aquella horrible habitación.
– No creo que el hecho de que no siguiera yendo a buscar el Guardian tuviera nada que ver con Paul Odell. No, el motivo fue Gillian.
Lynley miró los periódicos y vio lo mismo que había llamado la atención de Barbara: Roberta había forrado sus cajones con las páginas de anuncios por palabras. Además, aunque había seis páginas de periódico sobre la mesa, eran duplicados de sólo dos páginas del Guardian, como si algo memorable hubiera aparecido en un solo número y Roberta hubiera pedido a alguien más su ejemplar para conservar aquellas páginas como recuerdo.
– La columna de anuncios personales -murmuró Lynley-. Dios mío, Havers, Gillian le envió un mensaje.
Barbara cogió una de las hojas y deslizó un dedo por la columna.
– “R. Mira el anuncio. G” -leyó-. Creo que éste es el mensaje.
– ¿Qué anuncio?
Barbara tomó entonces la segunda página.
– Creo que lo tenemos aquí.
Lynley lo leyó. Fechado casi cuatro años antes, era un pequeño anuncio cuadrado que anunciaba una reunión en Harrogate, a cargo de una organización llamada Casa del Testamento. Estaban relacionados los miembros del grupo, pero entre ellos no figuraba Gillian Teys. Lynley alzó la vista con expresión inquisitiva.
– No caigo, sargento.
Ella enarcó las cejas, sorprendida.
– ¿Es que no conoce la Casa del Testamento? No importa, siempre olvido que hace años que no viste usted el uniforme. La Casa del Testamento es una organización dirigida por un sacerdote anglicano, en la plaza Fitzroy. Ese hombre enseñaba en la universidad, pero parece ser que un día uno de sus alumnos le preguntó por qué no ponía en práctica lo que predicaba (alimentar al hambriento y vestir al desnudo) y decidió que ésa era una buena manera de orientar su vida, así que fundó la Casa del Testamento.
– ¿Y qué hace?
– Es una organización que recoge a jóvenes que han escapado de casa. Prostitutas adolescentes, chaperos, drogadictos de todas las razas y cualquier persona menor de veintiún años que vaya sin rumbo por Trafalgar o Piccadilly o cualquier estación, y se arriesga a ser presa de un macarra o una puta. Todos los policías uniformados le conocen. Siempre le llevamos chicos descarriados.
– Debe de ser este reverendo George Clarence, ¿verdad?
– Sí, prepara esas reuniones a fin de obtener dinero para la organización.
– ¿Y cree usted que este grupo recogió a Gillian Teys en Londres?
– Sí, en efecto.
– ¿Por qué?
Le había costado mucho encontrar el anuncio y mucho más descifrar su significado, y ahora todo, pero sobre todo su carrera, dependía de que Lynley estuviera dispuesto a creerla.
– Por este nombre. -Señaló el tercer nombre que figuraba en el anuncio.
– ¿Nell Graham?
– Sí.
– No entiendo nada.
– Creo que Nell Graham era el mensaje que Roberta esperaba. Durante años examinó fielmente el periódico todos los días, en espera de saber qué le había sucedido a su hermana. Nell Graham se lo dijo. Significaba que Gillian había sobrevivido.
– ¿Por qué Nell Graham? -preguntó Lynley, y echó un vistazo a los otros nombres-. ¿Por qué no Terence Hanover, Caroline Paulson o Margaret Crist?
Havers cogió la manoseada novela que estaba sobre la mesa.
– Porque ninguno de esos es un personaje de las hermanas Brönte, inspector. -Dio unos golpecitos en la cubierta del libro-. El inquilino de Wildfell Hall trata de Helen Huntington, una mujer que viola el código social de su época y abandona a su marido alcohólico para iniciar una nueva vida. Entonces se enamora de un hombre que no sabe nada de su pasado, que sólo conoce el nombre que ella misma se ha dado: Helen Graham, Nell Graham, inspector.
Aguardó angustiada su respuesta, y cuando por fin llegó, nada podría haberla sorprendido más, ni podría haberla desarmado con mayor facilidad.
– Bravo, Barbara -le dijo en voz baja, con los ojos brillantes y una sonrisa en los labios-. Dígame -le dijo ansioso de conocer más-. ¿Cómo llegó a formar parte de ese grupo? ¿Cuál es su teoría?
El alivio fue tan considerable que Barbara empezó a temblar de la cabeza a los pies. Aspiró hondo para evitar que se le quebrara la voz.
– Verá, supongo que Gillian tenía bastante dinero para ir a Londres, pero se le acabó pronto. Es posible que la recogieran en la calle o en una estación.
– Pero ¿por qué no la devolvieron a su padre?
– Porque la Casa del Testamento no funciona así. Alientan a los chicos para que vuelvan a casa o por lo menos telefoneen a sus padres y les hagan saber que están bien, pero no obligan a nadie. Si prefieren quedarse en la organización, sólo tienen que obedecer las reglas. No les hacen preguntas.
– Pero Gillian se marchó de casa a los dieciséis años. Si es esta Nell Graham, tendría veintitrés cuando formó parte de ese grupo en Harrogate. ¿Es juicioso pensar que se quedó en la Casa del Testamento todos esos años?
– Si no tenía a nadie más, es perfectamente juicioso. Si quería una familia, ese grupo era lo más apropiado. En cualquier caso, sólo hay una manera de estar seguros…
– Hablar con ella -concluyó Lynley, y se levantó-. Recoja sus cosas. Nos iremos dentro de diez minutos. -Buscó entre los papeles del expediente y sacó la fotografía de Russell Mowrey y su familia-. Dele esto a Webberly cuando llegue a Londres -le dijo mientras garabateaba un mensaje en el dorso.
– ¿Cuando llegue a Londres? -El corazón le dio un vuelco. Entonces, la despedía, como le había prometido tras su enfrentamiento en la granja. Después de todo, no podía esperar otra cosa.