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– Creo que es el pogromo más reciente -dijo Fuldner.

– Sí, es lo más lógico -dijo Eichmann, pasando por alto mi comentario-. El de Kishinev fue el peor.

– Fue entonces cuando vino la mayoría a Argentina, creo yo.

Hay unos doscientos cincuenta mil judíos aquí en Buenos Aires. Viven en tres barrios principales, que les aconsejo que eviten a toda costa. Villa Crespo, en Corrientes, Belgrano y Once. Si en algún momento creen que alguien los reconoce, no pierdan la cabeza, no monten ningún numerito. Mantengan la calma. Aquí los policías son torpes y no muy inteligentes. Como ese chancho del barco. Si hay algún problema, lo más probable es que los detengan a ustedes y al judío que los haya reconocido.

– Así que no es muy probable que haya pogromos aquí, ¿eh?

– observó Eichmann.

– ¡Oh, no! -dijo Fuldner.

– Gracias a Dios -dijo Kuhlmann-. Ya estoy harto de toda esa majadería.

– No hemos vuelto a vivir nada así desde la llamada Semana Trágica. Y fue algo más político que otra cosa. Por los anarquistas. En 1919.

– Anarquistas, bolcheviques, judíos, todos son el mismo perro -dijo Eichmann, que tenía un día inusualmente locuaz.

– Ya lo creo. Durante la guerra el gobierno emitió una orden que prohibía toda emigración judía a Argentina. Pero últimamente han cambiado las cosas. Los americanos han presionado a Perón para que suavice la política judía, para que los deje venir a asentarse aquí. No me extrañaría que hubiera multitud de judíos en el barco.

– Vaya, eso me tranquiliza -dijo Eichmann.

– No se preocupe -insistió Fuldner-. Aquí están a salvo. A los porteños les importa un comino lo que haya ocurrido en Europa, y sobre todo a los judíos. Además, nadie se cree ni la mitad de lo que ha salido en la prensa en inglés y en los noticieros.

– La mitad ya sería bastante -murmuré, intentando meter baza en una conversación que empezaba a contrariarme. Sobre todo era Eichmann el que más cargaba. Prefería al otro Eichmann. El que se había pasado las últimas cuatro semanas sin mediar palabra, callándose sus repulsivas opiniones. Era pronto para formarse una opinión sobre Carlos Fuldner.

A juzgar por su nuca lustrosa, me pareció que Fuldner debía de rondar los cuarenta. Hablaba alemán con soltura, pero se apreciaba un dejo dulce en su tono. Para dominar la lengua de Goethe y Schiller hay que afilar las vocales con sacapuntas. Le gustaba hablar, eso era evidente. No era alto ni guapo, pero tampoco bajo ni feo; era un tipo corriente, con un buen traje, buena educación y pulcra manicura. Le eché otro vistazo cuando detuvo el vehículo en un paso a nivel y se volvió para ofrecernos cigarrillos. Tenía la boca ancha y sensual, la mirada vaga pero inteligente y la frente alta como la cúpula de una iglesia. En un casting de cine lo escogerían para un papel de cura, o abogado, o tal vez gerente de hotel. Chasqueó el pulgar en un Dunhill, encendió un cigarro y empezó a hablar de sí mismo. Eso me gustó. Ahora que la conversación no versaba sobre los judíos, Eichmann miraba por la ventanilla con cara de aburrimiento. En cambio, yo soy de los que escuchan atentamente las anécdotas de mi redentor. Al fin y al cabo, por algo mi madre me mandó a catequesis.

– Nací aquí, en Buenos Aires, en una familia de inmigrantes alemanes -dijo Fuldner-. Pero durante un tiempo nos trasladamos a Alemania, a Kassel, donde estudié. Después del colegio trabajé en Hamburgo. En 1932 entré en las SS y fui capitán hasta que me trasladaron al SD para dirigir una operación de espionaje aquí en Argentina. Desde la guerra, varias personas y yo dirigimos Vianord, una agencia de viajes que se dedica a ayudar a nuestros viejos camaradas a escapar de Europa. Por supuesto, nada de eso sería posible sin la ayuda del presidente y su esposa, Eva. En 1947, durante el viaje que hizo a Roma para visitar al Papa, Evita empezó a ver la necesidad de ofrecer a hombres como ustedes la oportunidad de iniciar una nueva vida.

– Así que todavía hay cierto antisemitismo en el país, por lo que se ve -comenté.

Kuhlmann se rió, al igual que Fuldner. Pero Eichmann guardó silencio.

– Qué gusto volver a estar con alemanes -dijo Fuldner-. El humor no es una virtud nacional de los argentinos. La preocupación por su propia dignidad les impide reírse, sobre todo de sí mismos.

– En eso se parecen mucho a los fascistas -dije.

– Bueno, es algo distinto. Aquí el fascismo es sólo superficial. Los argentinos no tienen interés ni inclinación por ser auténticos fascistas.

– Puede que este país me guste más de lo que pensaba -dije.

– ¡No me diga! -exclamó Eichmann.

– No me haga mucho caso, Herr Fuldner -le dije-. No soy tan furibundo como nuestro amigo de la pajarita y las gafas, que sigue sin aceptar la realidad. Si no me equivoco, todavía se aferra a la idea de que el Tercer Reich va a durar mil años.

– ¿Usted cree que no?

Kuhlmann se rió.

– ¿Siempre se ríe de todo, Hausner? -El tono de Eichmann era airado e impaciente.

– Sólo me río de las cosas que me hacen gracia -respondí-. No se me ocurriría reírme de algo importante de verdad si le molestase, Ricardo.

Sentí que los ojos de Eichmann me ardían en la mejilla y, cuando me volví hacia él, adoptó un gesto circunspecto y puritano en la boca. Por un instante siguió clavándome la mirada como si desease apuntarme con un fusil.

– ¿Qué hace usted aquí, Herr Doctor Carlos Hausner?

– Lo mismo que usted, Ricardo. Huyo de todo aquello.

– Sí, pero ¿por qué? ¿Por qué? No tiene pinta de nazi.

– Soy un nazi de tipo bistec. Sólo tostado por fuera. Por dentro soy bastante rojo.

Eichmann miró por la ventanilla como si no soportase mirarme ni un segundo más.

– No me vendría mal un buen bistec -murmuró Kuhlmann.

– Entonces ha venido al sitio adecuado ~dijo Fuldner-. En Alemania un bistec es un bistec, pero aquí es un deber patriótico.

Atravesamos los astilleros. La mayor parte de los nombres de los depósitos aduaneros y tanques de petróleo eran ingleses o americanos: Oakley & Watling, Glasgow Wire, Wainwright Brothers, Ingham Clark, English Electric, Crompton Parkinson y Western Telegraph. Delante de un gran depósito abierto, una docena de rollos de papel de prensa tan grandes como un almiar se hacían pasta bajo la lluvia matinal. Entre risas, Fuldner los señaló.

– Miren -dijo, casi en tono triunfante-. Ahí tienen el peronismo en acción. Perón no cierra los diarios de la oposición ni detiene a sus directores. Ni siquiera les impide que tengan papel de prensa. Sólo se asegura de que, cuando les llegue el papel, no sirva para imprimir. Ya ven, Perón tiene a todos los grandes sindicatos en el bolsillo. Así es el típico fascismo argentino.

CAPITULO 2

BUENOS AIRES. 1950

Buenos Aires se parecía a cualquier capital europea anterior a la guerra, y olía igual. En medio del bullicio urbano, bajé la ventanilla y respiré con euforia los gases de los coches, el humo de cigarrillo, el olor a café, a colonia cara, a carne guisada, a fruta fresca, a flores y a dinero. Era como regresar a la tierra después de un viaje por el espacio. Daba la sensación de estar a un millón de kilómetros de Alemania, con su racionamiento, los destrozos de la guerra, el sentimiento de culpa y los tribunales aliados. En Buenos Aires había mucho tráfico porque abundaba el petróleo. La gente, despreocupada, se alimentaba y vestía bien porque las tiendas estaban repletas de ropa y comida. Lejos de ser un lugar atrasado, Buenos Aires era casi un retorno a la belle époque. Casi.

El piso franco estaba en el número 1429 de la calle Monasterio, en el distrito de la Florida. Fuldner decía que la Florida era la zona más elegante de Buenos Aires, aunque en el interior de aquel piso no se notaba. El exterior estaba protegido por un caparazón de pinos enormes y probablemente era un lugar seguro, porque desde la calle ni siquiera se veía. En el interior sí se veía, pero casi era preferible no verlo. La cocina era rústica, los ventiladores del techo estaban oxidados. El papel pintado era amarillo en todas las habitaciones, aunque no por diseño, y el mobiliario intentaba reintegrarse en la naturaleza, o eso parecía. Aquel piso venenoso medio en ruinas, vagamente fúngico, debió conservarse en un frasco de formol.